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jueves, 24 de julio de 2014

Capítulo 12

Los tres vehículos se detuvieron a las afueras de Bardolín, cerca a la entrada principal. Se bajaron todos sus ocupantes y comenzaron a caminar hacia el arco de la vereda principal para entrar al bondadoso pueblo lleno de casas blancas y de colores claros, vivificadas por las flores de sus jardines y losas variopintas de sus caminerías. Entrar por sus angostas veredas por donde no cabía una carreta de un solo caballo daba la impresión de pasar de un mundo a otro, por el ambiente romántico que exhalaba cada rincón de aquel lugar. Parecía la morada donde la paz iba a esconderse del mundo cuando este estaba en guerra. Pero en particular a él le perecía marginal, opaco, demasiado plebeyo e inútil. Debajo de todas aquellas casas estaba la mayor riqueza de todas esas tierras. Riqueza que sentía le pertenecía por derecho, que estaba a punto de recuperar en nombre de la familia; él tendría las mayores utilidades sobre la posesión de cada metro cuadrado de tierra. Nadie se había esforzado como él y su hermano Mateo, para recuperar lo que debía estar en manos de ellos, por tradición, por descendencia, por derecho absoluto. Sino hubiera sido por el senil de Gran Papá todas esas extensiones de parcelas estarían en sus manos, produciéndole mucho dinero. El tío Vicencio lo intentó en el pasado, trajo maquinarias y buscó yacimientos de lo que se estaba comenzando a conocer por todo el mundo como el oro negro. Petróleo, pensó como si pudiera saborearlo, pero Gran Papá dijo que estaban destruyendo sus riveras amadas, que no permitiría que convirtieran aquel hermoso lugar en otra mina más y redactó el nefasto documento que los privaría de tales riquezas, por lo menos 44 años. Pero ya no más, el tiempo había pasado y era hora de recuperar lo que nunca debieron quitarles, ya Gran Papá no estaba y solo los separaban semanas de volver a ser los dueños de todas las extensiones donde hacía vida el pequeño pueblo de Bardolín y sus fantásticos jardines. Miraba con desprecio mirara lo que mirara. Imaginaba como los vería caer a pedazos, como dejaría todo aquello convertido en escombros. Era medio día y Bardolín parecía un pueblo fantasma, le pareció un pueblo de vagos, un pueblo sin vida. Sin embargo era típico de Bardolín que las horas del almuerzo fuesen silenciosas, las familias estaban reunidas en torno a sus mesas disfrutando de sus alimentos y de la compañía de los suyos. 

- ¿Quién irá donde Raquel? - le cuestionó Mateo alcanzándolo esquivando a algunos de los que los acompañaban. 

- Tú, obviamente - le respondió sin mirarlo, escrutando todo a su alrededor -. Yo no pondré un solo pie en la casa de la mujerzuela esa, sino solo para verla en ruinas. 

- Lo irónico León, es que ella está aquí gracias a tu padre - le machacó molesto Mateo. 

- ¿Gracias a mi...? - se detuvo y lo miró con ojos encendidos - Gracias al idiota del tío Guillermo es que esa... arrastrada está aquí.   

- Sí, pero gracias a tu padre fue que la conoció.

León guardó silencio, no podía debatir eso. Maldecía casi todos los días de su vida el momento en que aquello sucedió. Se giró hacía Mateo de nuevo y lo miró aun con mayor enojo:

- No estamos aquí para recordar el pasado. Estamos aquí para recuperar lo nuestro. 

- Estoy de acuerdo, pero como yo soy el que va a tener que hacerle cara, su casa me pertenece. Me la quedaré como un trofeo - Bufó Mateo unos pasos más atrás de él. 

- ¿Su casa? - la voz de León sonó llena de burla - No quedará ni una sola casa de pie. Todo esto se convertirá en una zona productiva, no en una aldea de vagos y mujerzuelas. 

- Hablas como si todo fuese a ser tuyo y solo se fuese hacer lo que deseas. Recuerda que somos 21 herederos en total - Mateo le recordó. 

- Sí claro, de los cuales tú y yo hemos sido los únicos que hemos luchado por años por lo que es de toda la familia. Si quieres te quedas con su casa, con ella, lo que te de la gana. Me interesan más los pozos. 

- No creas, estoy aquí por lo mismo. Pero tampoco estaría mal conservar alguna de estas casas para vacacionar o para tener donde estar mientras hacemos los trabajos necesarios - dijo Mateo mientras se sacaba el sombrero y se sacaba la frente con un pañuelo, bajo el cálido sol de Bardolín.

- Me da igual. La única casa que conservaré es La Mansión Bardolín. Espero que estos pueblerinos no la hayan saqueado - gruñó León.

Sin embargo La Masión Bardolín estaba tal cual cómo había quedado la última vez que Mateo había venido. Nadie en el pueblo sentía mucha simpatía por esa gran casa, la que decían estaba llena de fantasmas pesarosos y mal humorados. Entraron a ella y cada uno buscó sus habitaciones, entre hombres y mujeres. Mateo no entró, se quedó de pie fuera, esperando que León le informara en que condiciones estaba todo, el que desde adentro le hizo un gesto con la mano haciéndole entender que podía irse. Miró hacia el final de la vereda principal, en particular a él le gustaba Bardolín, y que llevase como nombre su apellido. Entendía porque Gran Papá siempre quiso conservarlo todo como estaba, aunque el pueblo había crecido desde entonces, de aquella época que solo era un caserío rural cerca de los pozos. Comenzó su andar hacia la casa de Raquel, esa mujer que de una forma u otra se había ligado a la historia de todos ellos, incluso de la suya. No precisamente Raquel, pensó, no precisamente ella. Recordaba que hubo una época que estuvo muy cerca de quedarse a vivir en Bardolín, enamorado de una muchacha que cómo él pasaba unos días de veraneo en aquel lugar. Se juraron amor, se prometieron el cielo y la tierra, estuvieron en los cerezos, pero la familia alzó el grito por todos los aires cuando se enteraron de esa relación. Y su padre, Vicencio Bardolín, lo vino a buscar personalmente, el que juró que no volvería a poner un pie en una sola vereda del pueblo, después que Gran Papá lo corriera de ahí por considerar que estaba destruyendo todo el lugar con sus máquinas en busca de un petroleo que nunca brotó. Sin embargo vino, recordó Mateo, a pesar de su juramento vino por él a llevárselo prácticamente a rastras, para alejarlo de aquella muchacha de mala sangre, indigna de él. La recordó, recordó el rostro de su antigua enamorada, la recordó justo en el momento que pasaba sobre el sitio donde ella se detuvo a mirarlo por última vez, con su cabello negro suelto al aire, sus manos al pecho, sus ojos llenos de lágrimas, mirándolo a él que en ese momento estaba asomado en lo alto, en la ventana de su habitación, en La Mansión Bardolín. Mientras ella lo miraba con tristeza, recordó que Raquel se acercó y se mantuvo cerca de su amada, pero no jalo de ella, no le impidió que su enamorada lo mirara desde la distancia. Sabía que Raquel nunca se había opuesto a ese amor. ¿Por eso querría conservar su casa? ¿por algún especie de recuerdo de gratitud quería mantenerla en pie? Apartó esas ideas de su cabeza. El tiempo ya había pasado y Raquel y él ya se habían enfrentado lo suficiente cómo para no estar en paz el uno con el otro. Pero aunque nadie lo sabía, aunque se lo ocultara incluso así mismo, él era el que más regresaba a Los Jardines de Bardolín porque deseaba, sí Dios se lo permitía, volver a ver a su antigua enamorada, que por alguna casualidad del destino volvieran a cruzarse, coincidir una vez más en ese lugar, solo una vez más. 

Se detuvo frente la casa de Raquel y miró la puerta siempre abierta de la dama de damas y sonrió. Todo está como siempre, pensó. Abrió la pequeña puerta de la verja del jardín y pasó y caminó hacia la casa como si viviera en ella. Adelaida venía de la parte de atrás de la casa cuando lo vio parado en medio de la sala observando todo, el corazón de la muchacha dio un respingo. Se dio la vuelta rápido en busca de su tía abuela. Mateo alcanzó verla de espalda avanzando con paso veloz hacia dentro de la casa.

- ¡Señorita! - intentó llamarla, pero Adelaida no se detuvo. 

La muchacha pecosa llegó nerviosa donde Raquel con un gran gesto de preocupación en el rostro:

- Tía hay un hombre metido en la casa, está en la sala. Cuando iba hacia allá lo vi de pie en la sala - le dijo temblando. Sin embargo Raquel no pareció sorprenderse, sabía que pronto ese momento llegaría. Ya su amigo Gerónimo se lo había advertido, sabía que Mateo aparecería, como siempre, de pie en la sala de su casa. Se levantó del asiento donde estaba sin mucha prisa, pero Adelaida vio que su tía era de nuevo de acero, su expresión era suficiente para hacer poner de rodillas a un ejército. 

- ¡Buenos días! - dijo Mateo con una gran e hipócrita sonrisa viéndola venir por donde Adelaida había desaparecido un minuto antes.

- ¿Qué quieres Mateo? Ve al punto de una vez - le gruñó Raquel. Adelaida se mantenía detrás de ella, sintiéndose resguardada, a la vez llena de intriga al ver que no era un desconocido para su tía. 

Mateo inclinó la cabeza buscando ver mejor el rostro de Adelaida, ignorando por completo a Raquel. Detalló su rostro, miró sus pecas y su cabello rojizo, se estremeció. La señaló con su bastón y dijo:

- Se parece a Jazmín - esa observación sacudió a Raquel por dentro y a Adelaida la llenó aun más de dudas. ¿Quién es Jazmín? ¿Por qué siempre me comparan con ella? pensó metiendo el entrecejo. 

- Es mi sobrina. Es la hija de Betania - respondió la dama de damas como si le lanzara un puñal. Los ojos de Mateo se abrieron de par en par mirando a Adelaida una vez más. La miró con asombró, pero le sintió cariño. 

- La hija de Betania - dijo para sí mismo. 

- Así que si te atreves acercarte a mi sobrina siquiera un paso más y tratar de hacerle el más mínimo daño, caminaré sobre tu cuerpo vacío, sin vida, hasta que tus huesos sean polvo - Adelaida se asustó de todo lo que dijo su tía abuela ¿hacerme daño? ¿caminar sobre su cuerpo sin vida? Se acercó a Raquel  ocultándose totalmente detrás de ella, como si fuera un muro. 

- Tía tengo miedo - le murmuró temblando. 

- ¡Oh Raquel! ¿Cómo dices esas cosas? La muchacha va a pensar mal de mi - le dijo como si fueran dos grandes amigos. ¿Lastimar él a la hija de alguien? Nunca, menos a la de Betania, su antigua enamorada. 

- Solo di a que has venido esta vez y retírate de mi casa - Raquel parecía segur siendo un sable filoso apuntado hacia Mateo. 

- Esta bien - Mateo regresó a su actitud altanera -. Quería saludar primero, pero como insistes, esta bien... vine para recordarte que vayas recogiendo tus cosas, que entre pocas semanas esta casa ya no podrás ocuparla. Sé que lo sabes, yo solo te lo recuerdo. 

Después de haber soltado esas palabras, en el fondo sintió algo de culpa. Raquel era una anciana que no tenía donde ir, que toda su vida la había pasado atada a sus recuerdos en aquella casa, en aquel pueblo. Un pueblo que era más producto de ella que de cualquiera otra persona. Los Jardines de Bardolín tenían más de Raquel Lamuza que de todos los herederos de Gran Papá Bardolín juntos. Y también la hija de Betania, esa chica de apariencia frágil y hermosa como un ángel de fuego por sus cabellos rojizos como un penacho del sol, lo conmovían. Empujó esos pensamientos lo que más pudo lejos de él y se obligó a creer que la vida no es justa. La misma Raquel podría darle la razón. 

- El que va a recoger sus cosas y regresar de donde vino eres tú. De esta casa y de este pueblo me sacan muerta - Adelaida la abrazó desde atrás, aquellas palabras tuvieron otra dimensión para ella, no le sonaron nada parecido a cómo cuando su tía abuela se las dijo a Gerónimo días atrás. Supo que Raquel hablaba en serio, que estaba poniendo su propia vida como garantía de sus palabras. 

- Por favor Raquel. ¿Tienes el documento firmado en tus manos? - la apuntó con su bastón como lo había hecho con Adelaida hace un momento atrás. La anciana de acero, se mantuvo en silencio. No tenía nada que responder. 

- Eso es lo que te digo - retomó la palabra Mateo.- Seamos honestos, han pasado 44 años y solo en pocas semanas se vencerá el plazo estipulado por Gran Papá en su testamento, sin tu firma en ese documento... es más, sin el documento pierdes todo derecho de estar aquí el día en que se cumplan los 44 años justos. Y sólo faltan días, en todos estos años no conseguiste donde tío Guillermo dejó el documento no lo harás justo ahora. Lo sabes... Quizá quedaron bajo las piedras de la mina de cobre aquel... 

- ¡Infeliz...! - Raquel alzó la mano queriendo alcanzarlo con una bofetada, la voz le sonó llena de ira y de dolor, pero poco pudo avanzar por tener a Adelaida abrazada por su cintura desde su espalda. 

- Tía - le imploró la muchacha pecosa, haciendo de ancla de su fiera tía. Mateo se inclinó hacia atrás preparado para evitar la cachetada, pero Raquel no pudo quedar al alcance para sentarlo en el piso, cómo quería con todas sus ganas. 

- ¡Eres un bastardo! - rugía Raquel - ¡No tienes alma! ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera de la casa de Guillermo! 

Mateo dio unos pasos de espalda a la entrada de la casa sonreído con malicia, aunque en el fondo no terminaba de abrazar lo que estaba haciéndole a aquella mujer. Se dio vuelta y caminó hasta detenerse bajo el marco de la puerta y volteó de soslayo hacía Raquel, y con verdadera pena, con auténtica lamentación le dijo:

- Lamentablemente tío Guillermo no regresó. 

Los dos se miraron un momento, entendiéndose en silencio. Aunque de los ojos de Raquel se escurrían gruesas lágrimas, que caían como cascadas por sus mejillas tristes. Mateo la miró un segundo en silencio y la compadeció. Se dio la vuelta, se hundió el sombrero en la cabeza y se alejó de aquella casa. 

Raquel cayó de rodillas llorando adolorida. Adelaida se asustó aun más, nunca había visto a su tía abuela desmoronarse así; realmente nunca pensó que esa indoblegable mujer pudiese partirse en dos como lo acaba de hacer. Adelaida hizo el esfuerzo de ponerla de pie, la jalaba desde atrás con fuerza mientras la llamaba y la animaba a incorporarse, pero era como si la dama de damas estaba pendiendo hacia un abismo y ella la sostenía con la frágil fuerza de sus brazos. 

- Tía por favor, párese de ahí - le pedía Adelaida con cariño -. Vamos hacía el mueble y se sienta allá. 

Pero Raquel no la escuchaba, su mente estaba en el recuerdo de aquellas palabras. Del recuerdo de aquella mina de cobre, de la pequeña caja de madera que colocaron aquella mañana en su jardín, de lo que le dijeron que contenía, lo que nunca aceptó, pues ella la abrió y miró. Y no lo aceptó, nada de lo que miró dentro le decía que era cierto lo que todos daban por sentado. La acusaron de loca, de haber perdido la razón, pero incluso lo siguió negando, siguió rechazando que lo que le decían que era la verdad, realmente lo fuera. Y desde entonces esperaba, desde entonces ella aguardaba. 

Adelaida la tomó del rostro y la hizo que la mirara a los ojos, y le pareció tan frágil, tuvo la impresión que su tía abuela podía desmoronarse ante ella como una torre de arena y la abrazó con fuerza. Así se invirtieron los roles, Raquel recostada como una niña llorosa sobre el pequeño pecho de Adelaida la que recostó su mejilla sobre la cabeza de su tía mientras acariciaba sus plateados cabellos transmitiéndole consuelo. En ese momento Adelaida comprendió que lo mejor era dejarla drenar, que así como Raquel había hecho con ella, igual debía solo sostenerla mientras su dolor, fuese el que fuese, saliera de sus rincones oscuros, de sus antiguas moradas a morir en la luz del desahogo. La beso en la frente y le dijo sonreída, aunque también tenía lágrimas en sus ojos:

- Llore tía, llore todo lo que necesite llorar. No está sola, yo estoy aquí, me tiene a mi. Llore que yo cuidaré de usted. Ya no está sola - le volvió a sonreír con amor, eso ablandó la última resistencia de Raquel. Así, la inamovible dama se hizo dócil en brazos de Adelaida, se acurrucó en su pecho como una chiquilla y por primera vez, después de tantos años se sintió amparada en su dolor, por primera vez no le tuvo miedo a la intensidad y presencia de su tristeza chocando contra ella y contra su alma y cómo nunca antes lo había podido hacer, lloró todo el luto que se había guardado por largos años dentro de su corazón. Mientras Raquel lloraba la pudo hacer poner de pie y la guió hasta su habitación, por primera vez entraba en los aposentos de su tía abuela, la recostó en la cama y la acompaño hasta que de agotamiento se quedó rendida, se durmió profundamente. Adelaida la miró con tristeza, su tía abuela llevaba una cruz también. ¿Quién no lleva una cruz en silencio dentro de sí? pensó. La muchacha pecosa se puso de pie y pudo darse cuenta de un gran cuadro, una pintura al oleo que estaba cercano a la cama en una de las paredes. En aquel lienzo estaban pintados dos rostros jóvenes y muy hermosos. Una mujer de rostro largo, de ojos oscuros y profundos, con algo de picardía en ellos y un hombre, de barba abundante, pero muy bien cuidada, de cabellos café oscuro y de ojos amables. Muy elegantemente vestidos, ella sentada, él de pie detrás de ella, pero sostenidos de una mano, en el silencio eterno de aquel lienzo. Al lado de la firma del pintor de aquella maravillosa pintura había una pequeña leyenda hecha a trazo fino de pincel que rezaba:

- Guillermo y su amada Raquel - leyó en voz baja. Volvió a mirar a la mujer de la pintura. Tía Raquel en su juventud ¡Qué hermosa era! y el señor Guillermo le pareció muy atractivo. Lo miró con curiosidad, como si quisiera conocerlo a través de aquella imagen, se preguntó como sonaría su voz, como sonreiría, como sería su forma de ser. Miró sus manos sostenidas sobre el hombro de ella, las vio con otro significado al que les dio en la primera mirada. Amó esa pintura. Mientras la miraba, comenzó a sentir una impresión extraña, como si alguien la observaba desde su diestra, desde el fondo de la habitación, y giró el rostro para ver cómo si esperara encontrar a alguien de ese lado. Había otro cuadro, quizá más grande en dimensiones que en el que estaba eternizada la juventud de los antaños amantes. Estaba un poco a oscuras en ese lado de la habitación y solo podía ver la silueta de una niña de ojos oscuros en él. Se acercó para poder verlo mejor y mientras más se acercaba su impresión aumentaba. No podía ser. Aquella pintura le comenzó a dar un poco de miedo, la mirada de la niña sobre aquel cuadro la comenzó a atemorizar no por que fuese tenebrosa ni tuviera algo de inhumano en ella, todo lo contrario, parecía que tuviera vida. Comenzó a acercarse cómo si necesitara de la cautela para poderlo mirar. Esa mirada, la de esa niña, era su propia mirada. Pero no solo eso, el abundante cabello cobrizo, el rostro lleno de pecas, el rostro  redondo semiovalado como una avellana igual al de ella, le hicieron correr por el cuerpo un escalofrío. Ese niña, cualquiera podía decir que era ella misma, pero a los 5 o 6 años aproximadamente. Incluso la sonrisa. Trató de buscar una leyenda por todo el borde del cuadro y no la consiguió, solo la firma del mismo artista del cuadro anterior y el año de 1893. Pero su corazón dio un salto aun mayor cuando pudo ver bien que era lo que tenía la pequeña en brazos.

- ¡Jazmín! - exclamó Adelaida para sí misma. 

La niña tenía recostada a Jazmín de su brazo izquierdo y la sostenía con el derecho. Pudo observar que las facciones aniñadas de la muñeca se parecían más a la jovencita de la pintura que a las de ella, obviamente porque ella ya era prácticamente una mujer adulta. Y entró en su mente una gran duda, ¿Con quién la comparaban realmente? ¿Con Jazmín o con la niña de...?

 La niña de la pintura... de pronto lo supo.

 Su corazón latió con fuerza. ¡La niña de la pintura era Jazmín! Su alma se llenó de compasión por su tía abuela que dormía profundamente alejada por las alas del sueño de toda la consciencia de su dolor. Adelaida dio unos pasos hacia atrás en diagonal, quedando cerca de la cama de su tía abuela, parada justo donde podía ver con claridad los dos cuadros. Guillermo y Jazmín, pensó viendo uno y luego otro. Se sonrió con ternura, y en el silencio de aquella habitación semioscura, como si fuera una reunión secreta entre ellos, dijo en voz baja:

- Tío Guillermo, prima Jazmín, es un placer conocerlos. 

Se retiró de la habitación. Miró la puerta abierta de la casa y sintió temor de que aquel hombre regresara estando dormida Raquel; y empujo de ella para cerrarla, crujió como si nunca se hubiese movido de donde estaba y cerró con un sonido seco oscureciendo un poco la entrada y haciendo que la luz que entraba por el jardín central pareciera más brillante. Al sentirse más segura, movida sin saber porque motivos, caminó hasta la muñeca de tía Raquel que estaba sentada en la mesa del comedor. La sostuvo en sus manos y la miró. Lamentó discutirle tanto a su tía cuando ella la comparaba con una muñeca, cuando lo único que le quedaba a la tía Raquel de recuerdo de su hija era eso, una muñeca a la que amaba como si de su hija se tratara. Pero incluso era más que una muñeca, era un recuerdo vivo en la casa, era una evidencia de que aquella pequeña pelirroja había existido, que había de seguro llenado todo el lugar con su infantil risa. Entendió lo difícil que sería para la tía abuela tenerla a ella en casa, tan parecida a Jazmín, viéndose ante los ojos de Raquel como de seguro se hubiera visto Jazmín de no haberla perdido, como si en vez de ser Adelaida, fuese la niña del retrato pero madura. Abrazó a la pequeña muchachita de porcelana contra su pecho con fuerzas.


Y lloró pidiéndole perdón a Jazmín.    

                                                                                                                 


                                                                                                        
                                                                                                  Lee Aquí el  Capítulo 13




sábado, 19 de julio de 2014

Capítulo 11

Amaneció.

El sol una vez más con sus pinceles celestes llenó de matices las habitaciones de la jovial casa de Raquel. La brisa de marzo mecía las trinitarias y rosas del jardín en un vals donde los aromas silvestres entraban como bailarinas dando vueltas por todo el lugar. Las avecillas cantaban con sus gargantas de flauta serenatas mañaneras, donde parecían invocar a la alegría como una bendición sobre todo Bardolín. Un suave haz de luz, que entró sumiso entre las cortinas, besó la pálida frente llena de pecas de Adelaida, aquel tibio calor la sacó de su sueño con delicadeza cómo si el susurro de un amante la llamara. Entreabrió sus ojos, sin moverse en lo más mínimo, y miró el poderoso destello que titilaba desde la ventana entre las cortinas. Se incorporó con pesadez y se sentó entre las sábanas mirando hacia la ventana cubierta por gruesas cortinas que mantenían parte de la noche aun atrapada en aquel aposento. Nunca le había dado importancia a esa ventana, pero ese día la había despertado un beso del sol, ese día tenía necesidad de bañarse con luz. Se sentó al borde de la cama y puso sus pies desnudos sobre la pequeña alfombra al lado de sus pantuflas y por un momento pasó por su mente el deseo de ser libre, tener la libertad de no necesitar sus zapatillas. Una dama vale por sí misma, recordó lo que le había dicho la tía Raquel días atrás, aquella mañana en que conoció al señor Gerónimo. Se rodó hacia un lado apartándose de la alfombra y sus pantuflas. Posó con suavidad sus menudos pies sobre el frío piso, y se puso de pie. No pudo apartar el pensamiento de aquella noche frente al chalet, sus pies desnudos sobre la fría caminería de piedra que recorrió por amor. Sin embargo, a pesar de su corazón conmovido por sus memorias, no se dejó abatir. 

Cerró los ojos y suspiró hondo. Y así dio un paso en dirección a la ventana, un paso que no fue fácil, que le apuñalaba desde sus paradigmas, desde todo su pragmatismo. ¡Una dama no debe! le gritaba una voz interna. Una dama no debe, repitió en sus pensamientos. Pero ¿qué es una dama? se cuestionó en el segundo paso, que le dolió menos. ¿Una dama es lo que ven todos? dio el tercer paso. ¿O una dama es lo que es? Se detuvo. Miró sus pies, con cierto desdén, cómo si hubiera aprendido ese gesto de la Raquel descalza sobre el césped el día que llegó a Bardolín. 

- Heme aquí sobre este modesto suelo ¿Soy o no soy una dama? - se dijo a sí misma. Se rió a solas, le parecía que imitaba a su tía. Dio otro paso sonreída. 

- Sí, sí lo eres - dijo remedándose a propósito, recordando el día en que conoció a la dama de damas. 

- Lo que hace a una dama ser dama, no es estar descalza, es no decir mentiras - dijo en el siguiente paso tratando de imitar la voz de Raquel. Volvió a reírse con gracia de aquello. 

Y cómo si se hubiera olvidado que estaba con los pies desnudos caminó graciosamente hasta las cortinas que separó con decisión. Las sombras huyeron de la habitación como fantasmas espantados por el rostro de Dios. La luz del sol lo llenó todo. Adelaida tuvo que cerrar los ojos de pleno ante tan desbordante entrada del día y cuando por fin pudo aclarar la mirada, lamentó tanto no haber apartado esas cortinas antes. Tantos días que llevaba en Bardolín y se había privado de la vista que tenía hacia el jardín y la vereda principal. Aunque gran parte de la visibilidad se la quitaba el gran arbusto de trinitarias blancas que estaban justo en el rincón cerca del rosal de tía Raquel. Rosas rojas como hechas con sangre apasionada, como los labios de una mujer deseosa de besar la vida. Las avecillas revoloteaban entre las ramas y canturreaban en cada vuelo. Pero lo que más amó en ese momento fue el abrazo que la daba el sol junto a las frescas caricias de la brisa. Su cabello se mecía rozándole las mejillas mientras su rostro dibujaba una expresión de paz, de satisfacción. Sonreía hermosamente. Cerró los ojos en un intento de grabar todas esas sensaciones consigo, llevárselas a flor de piel, para que no se le acabaran nunca. Pero de pronto escuchó una aparatosa caída frente a su ventana, del lado de afuera en la vereda. Algo metálico había dado sonoros tumbos por el suelo hasta detenerse detrás de las trinitarias. Adelaida saltó de la impresión por todo aquel sonido metálico que de improvisto la sacó de su ensoñación y con ojos tan abiertos como la ventana, trataba de ver entre el tupido cuerpo de las trinitarias que era lo que había sucedido. Escuchó como si alguien se paraba de prisa, pudo entrever que era un hombre, o un muchacho, que se subía a una bicicleta y que reanudaba velozmente su viaje como si quisiera huir del lugar y de la vergüenza de haber caído tan escandalozamente. Miró hacia el lado derecho hacía la entrada del jardín y vio a Raquel que se había acercado hasta la verja a ver que era todo aquel desastre. El gesto de su tía abuela la llenó de curiosidad, al verla allá afuera meneando la cabeza de un lado a otro murmurando cosas, mientras de seguro veía alejarse a aquella persona que se había estampado contra el suelo de la vereda frente a su ventana. Cómo acto reflejo Adelaida se puso sus pantuflas y salió rápido de la habitación en búsqueda de Raquel.

- Se lo he dicho un montón de veces - decía para sí misma la anciana meneando la cabeza entrando a la casa -. Le he dicho que terminará matándose en el aparato ese. 

- Tía buenos días... ¿Qué fue lo que pasó? ¿quién se cayó allá afuera? - preguntó Adelaida intrigada. 

- Ese muchacho... Buenos días mi niña... ¡Cuántas veces se lo he dicho! - Raquel no parecía salir de la impresión. 

- ¿De quién habla tía? 

- ¡Santiago! Ese muchacho anda con un pie en un pedal y el otro en una nube - dijo la anciana como si perdiera la fe en aquel joven -. Es muy listo para todo, muy hábil, pero cuando se monta en esa bicicleta, con el más mínimo descuido termina enroscado en un árbol, o metido en la fuente de cabeza.

- Ay tía, que dice - Adelaida se sonrió graciosamente. 

- Lo vieras mi niña montado en ese aparato, pareciera más que la bicicleta lo montara a él que él a la bicicleta -. la muchacha pecosa dejó oír su risa, iluminando su rostro con su sonrisa completamente. Raquel le sorprendió tanta luz en su sobrina, le alegró ver que se había levantado de tan buen talante. 

- En serio, Adelaida. Una vez en una pendiente que hay cerca de los jardines, todos los muchachos se estaban divirtiendo lanzándose con sus bicicletas, hasta que llegó Santiago - la anciana tenía una expresión llena de sátira en la cara, quería seguir provocando la risa en su sobrina. Amaba el sonido de la risa de Adelaida - Bueno podrás imaginarte que llegó primero Santiago abajo que la bicicleta que venía detrás de él dando vueltas.   

- Será torpe, tía - dijo Adelaida, rieron juntas.

- No amor, torpe no es. Es muy inteligente, muy servicial. Si alguien necesita ayuda, ahí está Santiago - le respondió Raquel mientras se secaba las lágrimas risueñas de los ojos. 

- ¿Pero se habrá lastimado? - la muchacha pecosa imaginó que caer sobre las piedras de la vereda debía ser muy doloroso.

- Eso si tiene Santiago, la cabeza dura. 

- Usted no habla tan bien de él cómo de Fabián - observó Adelaida aun sonreída, pensando que Santiago era muy escurridizo también; nunca lo había visto y siempre lo escuchaba mencionar en los sitios que había visitado en Bardolín. Ni en las pocas ocasiones en que había ido con Lili ha conversar con Fabián frente a su casa había coincidido con él. 

- Fabían es un pícaro y Santiago es un ángel - parecía como si Raquel pudiera mirarlos a los dos uno al lado del otro de pie frente a ella -. Y hablando de Fabián ¿no te has reunido a hablar con él? Es muy buen conversador. 

- De vez en cuando he ido con Lili cuando ella lo visita. 

- ¿Lili lo visita? - la anciana arqueó las cejas por lo alto. 

- Sí. Le muestra sus mariposas. 

- Mira que inteligente esa niña - Raquel pareció meditativa por un segundo.- Tan tímida y nunca pensé que diera por fin el paso. 

- ¿Qué diera el paso? - preguntó la joven llena de curiosidad. 

- A ella se le nota por los poros que gusta de Fabián. Pero él es tan espontáneo y ella tan introvertida que pareciera que están lejos de entenderse. 

- Usted se sorprendería si los viera hablar entonces - Adelaida sonó algo triste. Cómo nostálgica .- Ella no deja de hablar. Y él, la escucha con mucha atención. No le pierde ni una palabra. 

- Entoces ¿Fabián...? - su tía abuela le dejó la pregunta obvia en el aire. 

- Sí tía. Fabián se le nota que le gusta Lili. 

- ¿Pero no se lo ha dicho? - preguntó con un gesto gracioso la dama de damas.

- No. Pareciera como si temiera asustarla. 

- Típico, el amor hace tímido al hombre y espontánea a la mujer - rió Raquel .- Si lo tiene fácil. En Bardolín un hombre se le declara a una mujer dándole una serenata. Él debe traerle rosas y ella darle cerezas. Y cómo ya estamos cerca de la primavera, ya viene la temporada de cerezas y los cerezos de los jardines estarán a más no poder. 

- ¿Hay cerezas en los jardines? - dijo Adelaida con cierto espabilamiento. 

- Sí, hay cerezos. Muchos - sonrió la anciana. Sus amados cerezos que a través de los años fueron los testigos de su amor y de tantos otros amores en Bardolín.

- ¡Amo las cerezas! - exclamó la muchacha pecosa entrelazando las manos -. Las comería hasta reventar. 

- Bueno, esperemos que no dejes sin cerezas a las muchachas del pueblo, que las dejarás solteras - le respondió su tía abuela. 

- ¿Solteras? ¿Que tienen que ver las cerezas con que se queden solteras? - dijo Adelaida, mientras en el fondo no le gustaba la idea de tener que dejar de comer alguna cereza para que alguna bardolideña pudiese casarse. Cómo si eso tuviese sentido. 

- Cuando el pretendiente le trae la serenata a su pretendida, le trae rosas y ellas las recibe, y dependiendo de cómo ella lo quiera le dará una, dos o tres cerezas. Tres cerezas es ¡acepto tu amor! - Raquel parecía muy emocionada recordando todas esas costumbres de Bardolín. 

- Es raro tía... - Adelaida torció la cara .- ¿No es mejor decirlo de frente y listo?

- A veces las palabras no son tan precisas como estás cosas Adelaida. De verdad que tienen su encanto y su misterio. Podrás ver que en los hogares más duraderos, en los jardines tienen cerezos. Son las tres cerezas que las mujeres han dado a sus hombres y las han sembrado juntos en sus jardines. Son los matrimonios que más han durado, será que el amor es cómo una semilla de cerezo que hay que regar y cuidar mucho para que crezca. 

- ¿Y si la mujer quiere decirle que sí pero no tiene cerezas? - dijo Adelaida mirando al techo pero sin verlo, pareciéndole todo aquello muy inútil. 

- Entonces no sale, no responde a la serenata y al día siguiente ella lo busca a él y lo lleva a los jardines hasta los cerezos y ahí le da las cerezas. 

- ¿Y si los cerezos no tienen cerezas? 

- Adelaida ¿y si mejor les cae un rayo?

- Tía, sólo pregunto porque me parece tonto que no puedan decírselo personalmente. Que tengan que darse tres cerezas. Pensé que me iba a decir que si no habían cerezas se daban otra fruta - respondió la pecosa sonreída por la respuesta de la anciana. 

Raquel la miró en silencio y sonrió con malicia, y caminando hacia la cocina le advirtió:

- Ruégale a Dios que no suene una serenata en tu ventana un día de estos. Ruégale que haya cerezas en casa. 

- Por favor tía ¿Quién me va a dar serenatas a mi aquí? - le cuestionó mientras comenzaba a seguirle los pasos. 

- Medio Bardolín, Luisa Adelaida - le respondió mirándola por el rabillo del ojo -. Todos los muchachos de Bardolín viven comentando de la "bonita y refinada sobrina de Doña Raquel". 

Adelaida no respondió nada. No podía negar eso, todo el pueblo parecía conocerla y ella no conocer a nadie. Metió el entrecejo con la idea. ¿Una serenata para mi? pensó, ¿quién se le iba ocurrir llevarle una serenata a ella, si el más popular chico del pueblo no se atrevía llevársela a su enamorada? 

- Les echo agua - terminó murmurando al final. 

- ¿Mmm? - se volteó Raquel hacia ella. 

- Les echo agua -  la pecosa volvió a repetir. Raquel soltó una carcajada, mientras se detenía a mirar la expresión que tenía en la cara Adelaida. 

- Lo único que detiene a un muchacho enamorado en Bardolín son las cerezas.  

- Eso es porque no han conocido a Luisa Adelaida Castelán Buendía - dijo la pecosa cruzando los brazos.

- ¿A la que muere por las cerezas? Mucha suerte mi niña. 

- Deje que me conozcan para que vean - retó Adelaida a toda aquella idea tradicionalista de Bardolín. Podían venir todos los bardolideños con todas sus serenatas y dejar al pueblo sin rosas, pero ella a la única persona que le daría cerezas sería a ella misma. Raquel se le acercó y la miró con cariño y le puso en las manos un pequeño plato con tres cerezas en almíbar y le musitó:

- Deja que conozcas el amor para que veas. 

Adelaida sonrió tristemente mirando a los ojos cándidos de su tía abuela. ¿Acaso no había conocido ya el amor, el que entregó más allá de cualquier cereza de ritual? ¿Aquello no era amor? ¿entonces que era lo que le había dado Joshep, o lo que le entregaba ella? ¿qué fue lo que le dio ella acaso? ¿no fue su amor, o solo le había entregado su virginidad, en una hora vacía, llena de nada? Ella lo amó más que nunca esa noche, en aquel jardín. Por eso fue tan lejos, tanto que dejó de ser una dama porque serlo en ese momento no le permitía entregarse al hombre que amaba, y así, con dolor, con temor, con lo que ella sentía como amor se abandonó en él. Pero... ¿por qué el amor tuvo que dolerle tanto? ¿Ser el principio de su propio fin? ¿Por qué cuando más amó fue odiada por el mismo que más amaba? ¿Conozco el amor? se preguntó, y ante el silencio de su alma, se entristeció mucho más. Raquel percibió el hundimiento interno de Adelaida, y sin dudarlo la abrazó con mucho cariño, en un gesto tan maternal que casi alivió en el acto toda la pena que sentía la pecosa. 

- Vamos, no te me pongas triste de nuevo. Si quieres le mando a decir a Santiago que venga para que te de un paseo en bicicleta -. dijo Raquel como si fuera una gran idea. Adelaida casi salta de la impresión. 

- ¡No! - Adelaida miró a los ojos de su tía tratando de comprobar si hablaba en serio o le tomaba el pelo. Al ver la mirada graciosa de Raquel no le quedó más que sonreír. En brazos de ella, sonriendo junto a ella, se descubrió queriéndola. Que rápido había comenzado a llevarla en su corazón, a esa anciana que días atrás le parecía su enemiga. Que le daba la impresión que se burlaba de ella comparándola con una muñeca. 

- El amor para unos llega suave como la brisa, a otros el amor llega aparatosamente como un derrumbe, pero cuando llega, mi niña Adelaida, no avisa ni el día ni la hora. No te desanimes, que el primer amor que encontrarás en Bardolín será el amor a ti misma .- dicho esto la besó en la frente y con un gesto la invitó a comerse las cerezas en almíbar. La muchacha pecosa agradeció las palabras de su tía abuela y saboreo una cereza haciéndola girar suavemente en su boca. Amaba el sabor de las cerezas. Al pensarlo mejor se dijo en secreto que para ella, las cerezas podían ser un perfecto símbolo de amor. Probó otra y sonrió. Estas cosas tienen su encanto y su misterio, le dio la razón a Raquel en el silencio de sus pensamientos. 




No muy lejos de ahí, un joven intentaba enderezar la rueda delantera de su bicicleta. Hace solo un momento, cuando pasaba frente a la casa de Doña Raquel, en una de las ventanas de esa casa, tropezó tan aparatosamente con el amor que no pudo evitar caerse de la bicicleta. De entre esas personas que les llega el amor como la brisa o como un derrumbe, él era de las segundas. Recordó que todos le habían dicho que la sobrina de Doña Raquel era "bonita y refinada" Que cortos se habían quedado, pensó, ¡Es hermosa como un ángel!

Y aunque se lo había escuchado decir una que otra vez a Galleta y a Fabían, y a uno que otro habitante de Bardolín, nunca lo había pronunciado él, y cuando lo hizo el corazón le latió fuerte como nunca lo había hecho:


- Adelaida... 


                                 

   
                                                                                                    Lee Aquí el Capítulo 12
  






miércoles, 9 de julio de 2014

Capítulo 10

Raquel estaba inquieta. Iba de un lado a otro, murmuraba cosas, hablaba sola. De un momento a otro se detenía absorta en alguna reflexión para el minuto siguiente seguir dando vueltas como una leona metida en una jaula. No podía evitar tener sentimientos encontrados; rabia, tristeza... culpa. Por más que se alejara en el tiempo, su lejano pasado no parecía tan lejano. Le bastaba dar un par de zancadas para alcanzarla en el momento menos inesperado. Pobre niña, pensaba sobre Adelaida, tanto sufrimiento sin merecerlo. No como ella, que a la misma edad de Adelaida ya había errado el camino y se había lastimado de todas las formas posibles, se había manchado, se había olvidado de sí misma. Y sus pecados parecían haberla perseguido a lo largo de los años, hasta alcanzar de forma insospechada a su sobrina, la que ni conocía, la que quedó vulnerable ante un pecado que no era de ella y como ironía, o como castigo, o como justicia, el destino se la traía precisamente hasta Bardolín para que la sanara, o para que no olvidara nunca su mancha. 

- ¡Guillermo! ¿por qué no estás aquí en este momento? - dijo al aire, como si aquel amado estuviese escondido detrás del éter. ¡Cómo lo necesitaba en ese momento! Fue él quién la miró más allá de su deshonra y miró su alma, ese lugar de ella que nadie había mirado, que nadie se había interesado alcanzar aunque la hubiesen tocado mil veces. Él fue quién la paró frente al espejo para que se amara a sí misma. Ese hombre que el único amor que le pedía era que ella se amara, que lograra ser feliz, y que luego le permitiera compartir esa alegría a su lado. Guillermo tendría las justas palabras para aliviar el dolor de Adelaida, se le ocurriría alguna fábula tonta solo para hacerla sonreír, distraerla de su dolor y hacerla mirar hacia su propia belleza, hacía su propia dignidad. Ella no tenía ese don, ella le tocaba ser más frontal, más dura, más áspera, pues la vida le curtió el espíritu, la entrenó para mantenerse de pie mientras el mundo la señalaba, la reducía, la repudiaba... 

Sí, Adelaida era una tonta fierecilla comparada con la Raquel de los años mozos. Si su sobrina había levantado corazas, ella había construido fortalezas en torno de sí y no dudó en disparar su artillería contra todos aquellos que quisieron ser jueces de su felicidad. La dama de damas. Llegó a ser más respetada, que las más respetable de todas las damas de la ciudad. Logró ser impecable, incuestionable, soberbia, intrastocable. Una mujer de acero, temida o respetada, no le importaba la diferencia, pero el mundo tendría que reconocer a Raquel Lamuza como a una dama, y no como a una dama cualquiera, sino como a una que se lo ganó a pulso. Con la misma inimaginable fuerza, la que hace de un simple carbón mineral un magnífico diamante. Pero terminó descubriéndose engañada por ella misma, se convirtió en algo peor de lo que era, no le perdonó a nadie que la señalaran, odió a cambio de tener paz... si no hubiera sido por Guillermo... si no hubiera sido por él, ella no hubiera tenido nunca una referencia de lo que era amor verdadero. Él, con su bondad le hizo descubrir por sí sola que era una simple oruga... no un diamante... una simple oruga devorando su propio rosal. Él vio en ella una pureza que ya no sentía en sí misma, en la que ya no creía. Fue el único que no cuestionó su pasado, es que Guillermo tenía un alma luminosa, y le enseñó a ella a encontrar su propia luz. Un alma luminosa siempre lo resuelve todo. 

Se llevó las manos al pecho abrazando nada, abrazando el vacío pero con fuerza. Lloró. Lamentó no tener un alma luminosa, el destino se lo recordaba. Por primera vez se sintió anciana, débil. ¿Nunca me perdonarás Dios Padre? Habló en su alma mirando hacía el techo como si fuera el cielo, como si Dios la mirara desde el cenit. Se sentó frente a su mesa redonda, se recostó en ella sobre sus brazos cruzados y trató de mirar a Guillermo en sus pensamientos, trató de oírlo de nuevo, de aprender de él una vez más. ¿Que harías tú Guillermo si estuvieses aquí? Pero no lo alcanzó, la culpa que sentía alejaba tantas cosas positivas lejos de su corazón. Levantó la mirada y miró a Jazmín, con su cara medio sonreída, con su gesto de "me importa un rábano". Caminó hasta ella y la tomó en brazos. 

- Oh... te pareces a Adelaida - logró sonreír dentro de su pena, dándose cuenta que su muñeca  pelirroja, con un rostro lleno de pecas por todas partes, sobre todo en las mejillas, ojos negros, blanca, tenía un parecido gracioso con Adelaida... y con Jazmín... se le hizo obvio de pronto que se le pareciera. Y otro dolor le dio nueva estocada en la misma herida antigua. Jazmín. 

Se sentó una vez más frente a su mesa amada con la muñeca en manos. Cuantas horas, años realmente había visto ese pequeño rostro de porcelana imaginando lo inimaginable. Sostuvo un penacho del cabello de Jazmín... era su cabello... lo acarició cómo si fuera la primera vez, cómo sí Jazmín fuera realmente Jazmín. Pero no lo era, lloró en silencio. ¿Nunca dejaría de doler? Ni Guillermo ni Jazmín... estaba sola... sola en el mundo... muy poco duró la compañía en su vida, aunque el amor se le quedó en el cuerpo permitiéndole vivir tantos años... sin ellos...

- Jazmín... - sollozó a la muñeca - ¿Por qué te fuiste y me dejaste sola?

La muñeca le respondió lo único que podía expresarle: "Me importa un rábano" 

- ¿Por qué Dios me castiga aún? - abrazó a la pequeña niña de porcelana y tela. La verdad que lo que abrazaba era un recuerdo, uno muy en particular. E hizo lo único que sabía hacer para recuperar su equilibrio, su paz. Se descalzó y se soltó el cabello y caminó hasta el jardín central de la casa y se paró sobre el césped. Cerró los ojos. Y se convirtió en su propio recuerdo. Una vez más ella era Jazmín, caminó hasta el arbusto de cayenas y escogió las flores más grandes. Una vez más recogió su cabello con ellas, respiró profundo y sonrió... y bailó, danzó, se movió en un vals silencioso y de pronto, como si necesitara de ello como la bocanada de aire que trata de atrapar un desdichado  que se ahoga, comenzó a cantar el soneto de Guillermo:

- "Mi corazón es de satén y sabes quién soy... Soy tan pequeña que no me ves... y tan grande para saber donde estoy... Tú llevas cayenas en el pelo... Yo estoy descalza sobre la grama... Estos jardines son tuyos enteros... como yo, el que tanto te ama..."

Lo cantó varias veces, danzó y rió. Hasta que su alma pareció centrarse en su eje por fin. Donde la Raquel de acero, se sostenía como un bordón para erguirse de pie, para fortalecerse, para vivir un poco más. Quizá era demencia, quizá era justicia, pero Raquel sentía que en esos momentos le permitía a Jazmín volver y bailar con su cuerpo, peinarse con sus plateados cabellos, de sentir la hierba fría en la noche, con sus cansados pies. Cómo si le cediera en compensación minutos de su propia vida. Sólo los ángeles saben si Dios lo cumplía así. Lo cierto es que Raquel se vivificaba en ese rito típico de un loco. Seguía sintiendo culpa, pero su alma podía tolerarlo ahora un poco más, no podía engañarse, se sentía responsable por el triste pasaje de Adelaida, de cómo el amor en su momento más intenso, le supo solo a dolor. No era justo que a tan bella muchacha se le juzgara por un pecado que nunca cometió. Que la engañaran en nombre de un estúpido apellido y que fuera más importante que fuese una dama que una mujer verdadera dándose con amor. Su temple le hizo efervescencia en la sangre por fin y pudo reencontrarse con sus recuerdos sobre Guillermo pero con mayor sabiduría. Ya sé mi amado que harías tú, pensó decidida, confiarías en mí, me dirías que quién mejor que yo para levantar a Adelaida de su destierro interno. Confiarías con pleno amor que yo puedo ayudar a Adelaida al mejor estilo de Raquel Lamuza, la dama de damas. Simplemente una mujer.

Abrió la puerta de la habitación de su sobrina y entró casi punta en pie y la miró con compasión mientras la pecosa dormía. Un ángel que le han lastimado las alas, eso le parecía mientras la veía dormir. Pero mañana sería otro día, había un alma que sanar y ella haría todo lo que fuese necesario para que Adelaida recobrara el norte, la felicidad verdadera que se merecía. Así, ella no es que pagaría su deuda, sino por el contrario, que nunca más ni una sola Lamuza, ni  Castelán, ni Buendía, volvería a ser humillada ni juzgada sin ponerse en balanza el verdadero peso de su corazón y de su alma. Un Villafranca Andueza, ni ningún otro  valdrían más que un corazón puro, que una mujer pura que lo sobrepasó todo por el amor en el que creía. Raquel estaba dispuesta a convertir en Adelaida no en una mujer de acero, sino en una mujer feliz. Un alma feliz es intrastocable, ella lo sabía. Guillermo y ella fueron felices... Jazmín fue la más feliz.


Se retiró en silencio, sigilosamente y se dispuso irse a dormir que la noche ya no era tan joven. Y el amanecer tenía que ser eso, un amanecer; pero lleno de una nueva luz para Adelaida, un amanecer que traería un nuevo día para vivirlo al máximo, un día en el que el Sol de ahora en adelante saldría vivificante para Adelaida. Pero se equivocaba, y mucho...



el Sol brillaría para ella también.




                                                                                                        Lee Aquí el Capítulo 11