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viernes, 27 de febrero de 2015

Capítulo 22

Bajó con prisa las escaleras. Caminó rauda bajo la sombra del gran mango rumbo hacia la entrada de la casa. Ni siquiera volteó en dirección a los cerezos y sus ramos de flores como siempre lo hacía, ignoró el perfume del rosal que a esa hora envolvía todo el patio de la casa de la tía abuela. Al cruzar el umbral de la entrada se detuvo de pronto, al escuchar la voz de la dama de damas conversar con alguien. Miró sobre sí misma ¿Dónde podría esconder el libro de Maira? Que tenía prohibido sacar de la biblioteca cualquier libro por pequeño que este fuera. Sin pensarlo más lo deslizó por su espalda sostenido por la cintura de su falda, lo bastante alta como para que sus cabellos de cobre lo cubrieran como unas cortinas de fuego. Se quedó de pie muy erguida donde estaba, con los ojos cerrados respirando profundo tratando de estar calmada, serena, verse cotidiana. Escuchó la voz de él. Ni calmada ni serena, aunque podía aparentarlo. Suspiró hondamente una vez más, levantó la barbilla y caminó en dirección a la cocina con paso suave. Observó, mientras iba a través del pasillo que comunicaba el salón trasero con el resto de la casa, al joven de las herramientas que sentado frente a la mesa redonda del comedor, bebía de un vaso de cristal, cristalina agua. Parecía atento a lo que, sea lo que fuere, le decía la tía Raquel. Caminó de tal forma que sus botas no hicieron ruido, aunque temía que su corazón sonara tan duro que en la acústica del pasillo fuese a retumbar delatando su cercanía. Se sintió ruborizada, se descubrió a sí misma insegura de saber cómo actuar ante aquel que decía que ella lo iluminaba todo. ¿Cómo ha de actuar una lámpara cuando es consciente de su propia luz? Oh ilusa, pensó, tú no tienes luz, si mucho reflejas las luces que vienen de otros lugares. Sin embargo su ánimo no decayó y sin más, camino hasta quedar a la vista de su anciana tía, la que volteó a mirarla llenándosele el rostro de picardía. Acto reflejo Santiago volteó a mirarla también, con el corazón subiéndole por la garganta. 

- Apareció la bella durmiente - comentó graciosa la dama de damas.

- Buenas tardes - saludó Adelaida mirando hacia los ojos de aquel joven que la miraba de nuevo de esa manera que le hacía sentir que tenía la bota izquierda en el pie derecho, y viceversa.

- Buenas tardes señorita - respondió el muchacho de las herramientas sintiendo cómo sus manos se le ponían heladas de los nervios. Aunque por fuera de él todo pareciera estar en equilibrio. Notó que la preciosa pelirroja llevaba en sus manos la nota que le había dejado minutos atrás. Tragó hondo. 

- Por favor mi niña - Raquel con entonación cariñosa la invitó a acercase con un gesto -. Ven siéntate con nosotros para que pruebes algunos bocadillos mientras conversamos.

 La muchacha miró la mesa y las pequeñas tartaletas que provocativamente estaban en el centro de ella, aunque la verdad no deparó en el postre tanto cómo lo hizo con sus propios pensamientos. Pareció dudosa un segundo, pero al siguiente avanzó sin más y se sentó cerca de su tía abuela.

- Santiago me ha dicho que dormías plácidamente recostada de la mesa del ventanal - continuó su tía.

- Me he sentido cansada, me recosté y sin quererlo me he quedado dormida - respondió la pecosa, sonando algo formal, sin atreverse de pronto a poner su mirada en el joven. La dama de damas miró a Santiago un segundo, y lo encontró perdido en la belleza de Adelaida. Parecía mirar un paisaje que el solo pudiese apreciar. Tuvo la idea de estar observando a su amado Bécquer diciendo "el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada" -. Yo... no sé por qué no me despertó tía.

- Oh preciosa... yo no subí a la biblioteca - contestó la tía abuela mientras tomaba una tartaleta. La muchacha se le pusieron las orejas sanguíneas y las mejillas muy coloradas. ¡A solas estuve todo el rato con Santiago! pensó. Y de la vergüenza paso del rubor a la palidez. La bella pelirroja miró al muchacho de las herramientas el que estaba presente corporalmente, pues sabe donde Dios, lo envió a volar junto a su corazón atrapado en la hermosura que le cautivaba de ella.

- Eh... - A Adelaida no le salió palabra aunque intentó decir algo para disimular su vergüenza.

- Pero Santiago es todo un caballero. Se dedicó a hacer su trabajo logrando no turbar tu sueño - le sonrió Raquel. El muchacho se espabiló al escuchar que lo nombraban.

- No quise molestar - respondió a la pecosa pero mirando a Doña Raquel.

- No es de una dama estar dormi...

- ¡Luisa Adelaida! ¡Por el Amor de Dios! - su tía abuela la miró moviendo la cabeza de un lado a otro desaprobando de nuevo el repentino pragmatismo de su sobrina. Santiago se tensó un poco, conocía un poco a la Adelaida de los vasos de jugo.

- Tía... se ve mal que una dama esté dormida a solas en el lugar donde un extraño trabaja - se escuchó a sí misma y quiso frenar su boca impetuosa pero no pudo.

- Muchacha... - la dama de damas respiró profundo domando el trago amargo que se le movió en el pecho - Santiago en esta casa no es un extraño.

- Lo sé tía. La extraña soy yo - ¡Qué me pasa! se regañaba la pecosa internamente sin saber porque se había puesto a la defensiva.

- Yo pido disculpas... yo debí avisarle Doña Raquel... - Santiago trataba de pensar muy bien que iba a responder - pero es que vi que la señorita descansaba tan plácidamente, cómo si estaba en un sueño amable que pensé que sería casi tanto cómo un pecado despertarla.

Adelaida impulsiva tomó una tartaleta y se le quedó mirando pero sin observarla. Solo lo hacía por no saber que otra cosa hacer ante las palabras del muchacho.

- Discúlpeme señorita Adelaida - esta vez el joven miró a la pecosa lleno de total honradez.

- Adelaida - solo respondió ella.

- ¿Mmm? - él no entendió.

- Me puedes decir Adelaida - dijo la pecosa aun pareciendo algo fría. Raquel se sonrió a solas. Eso es todo, está nerviosa, meditó. La muy bravía sobrina mía solo está aterrada ahí donde está.

- ¿Qué es ese papel que tienes en la mano? - la dama de damas tratando de suavizar el ambiente intentó buscar un cambio en el tema de conversación. Pero al contrario a Adelaida pareció írsele del rostro toda la sangre, ni mucho menos que decir de Santiago. Los dos se miraron de pronto cómo en una silenciosa complicidad, buscando el uno en el otro algún tipo de amparo.

- Nada de importancia tía - dijo la pecosa bajando la mano en que la tenía hacia bajo de la mesa sobre su falda. Sin embargo Raquel no le creyó. Y con la sabiduría que los años y la vida le habían dado dedujo que esa nota se la había dejado Santiago. El misterio real del asunto era saber su contenido, pero incluso era algo que ella respetaría con toda su alma. Si la pecosa quería compartirlo ella gustosa la escucharía, de ser al caso contrario respetaría su silencio.

- Está bien... - la dama de damas se puso de pie y fingiendo repentino cansancio miró a Santiago - Te dejo en buenas manos y gracias una vez más por tu ayuda. Ahora soy yo la que se va a dormir un rato. Luisa Adelaida te encargo a nuestro invitado. Trátalo bien.

La pecosa se quedó muda, apenas pudo asentir viendo con gesto de desamparo, a su tía abuela la que comenzó a alejarse sin siquiera mirar de nuevo hacia atrás. Santiago estuvo apunto de decir que se iba, pero todo su cuerpo estaba anclado a esa silla. Estaba a solas con ella, con la que estaba a diario en sus pensamientos, la que era objeto de su ilusión, en ese momento era objeto de su realidad, estaba frente a él, hermosa de formas imposibles de describir para su alma, la única acción que conseguía todo su ser era admirarla y, porque no decirlo, comenzar a amarla. Adelaida volvió a subir sobre la mesa su mano donde sostenía la pequeña nota. Los dos se mantuvieron en silencio no se sabría decir cuanto tiempo, cómo aquellos que tienen tanto que decir que las palabras no sirven para mucho.

- Gracias - dijo la pecosa al final dejando de luchar con ella misma y relajando su cuerpo. Mas no levantó la mirada de la nota.

- ¿Por qué me das las gracias? - Santiago no podía quitar los ojos de la pensativa pelirroja.

- Por estas palabras - Adelaida pareció lejana de pronto, era cómo un halo de luz frente a él.

- No es nada - respondió él amablemente.

- Nadie me ha dicho nada así antes. Nunca he sido luz para nadie - parecía estar aun en otro tiempo, hablando desde un lugar lejos del presente.

- Lo mismo pensarán muchas estrellas y sin embargo, sin que ellas lo sepan iluminan las horas de uno que otro soñador - respondió casi ajeno a sí mismo, cómo si una parte de su alma hablara por él. La pecosa lo miró a los ojos. Sin darse cuenta intentaba encontrar entre las pestañas de Santiago un rastro de mentira, las palabras hermosas son peligrosas sino están hechas con el corazón. Sino son auténticas, solo son sonidos hermosos con filos ocultos. Pero en los ojos que ante ella la miraban solo encontraba una apacible y cálida mirada, que no la hacía sentir invadida, que por alguna razón la hacía estar muy consciente de ella misma.

- Pero incluso las estrellas brillan - la voz de Adelaida se llenó de un dejo de tristeza.

- ¿Qué quieres decir? - Santiago percibió el letargo de su musa.

- No, nada. No me hagas caso.

- ¿Incluso las estrellas brillan? ¿Saben las estrellas acaso que brillan ante el ojo que las admira?

- ¿Qué quieres decir? ¿Siempre hablas así?

- Yo... disculpa... Solo quiero decir que... - Santiago se ruborizó, se sintió como un bicho raro como de costumbre. La verdad no sabía como ponerlo en palabras comunes. ¿Cómo? ¿si esto en mi pecho no es nada común? se dijo a sí mismo en sus pensamientos. Adelaida se arrepintió de haberle interpelado con su última pregunta.

- No importa Santiago... Gracias de igual manera por las notas... - se volvió a poner pálida. Se le escapó cómo un avecilla de entre las manos, la alusión a la otra nota. Ella no sabía de quién era aquel mínimo pergamino que encontró junto a una rosa en su ventana en una de las mañanas anteriores y aquel deseo oculto o presunción de que era de Santiago terminó traicionándola.

- ¿Las notas? - preguntó el muchacho de las herramientas pareciendo extrañado. La pecosa sintió un frió molesto dentro de ella. Él pareció desconocer sobre la nota anterior. ¿De quién era? Casi que ya se lo creía, pues Santiago parecía hablar de la misma manera en que estaba escrita aquellas breves líneas en aquel renuente papel de confesar su procedencia.

- La nota, quise decir. Disculpa - Adelaida pareció una vez más, hundirse dentro de ella misma en un pensamiento lejano.

- No te preocupes - respondió Santiago pareciendo por su lado hundirse en su propio pozo de pensamientos. Luego de unos segundos en silencio comentó:

- Galleta habla mucho de ti.

- Lili es muy bella - respondió la pelirroja sonriendo taciturna aún.

- Siempre me comenta sobre ti. Te estima mucho - el muchacho de las herramientas hizo larga pausa. Casi dolorosa - Cuando te vayas de Bardolín será muy duro para ella.

Cierto era que Santiago decía la verdad, pero indirectamente le confesaba a la muchacha de cabellos de fuego, que para él también sería una pena. La pecosa se estremeció con esa idea. ¡Volver! ¿Quería realmente volver? Todo lo que perdió en la ciudad, todo se le vino encima de un momento a otro, aunque toda la vida que quería vivir, el estilo de vida que siempre recreó en su mente estaba en los encantos de la ciudad, en su modernidad, se sintió jalada en dos direcciones. Bardolín era un lugar que se había metido en su corazón, aunque no estaba segura si podía estar ahí demasiado tiempo antes de desear salir corriendo hacia la estación del tren para regresar a su casa. Pero el imaginar alejarse de su tía abuela, de no ver más a Lili y a Fabián, al gran Gaspar y a Margot, se le hizo un nudo en el pecho. Buscó consuelo en la mirada de Santiago, cómo si de alguna manera su presencia le pudiese mostrar un pequeño trazo del futuro. Él, pensó ella, lo tengo frente a mi y me siento tan segura, me siento intrigada a la vez, no sé si del futuro, no sé si del misterioso corazón de Santiago. ¿Tiene sentido dejarse llevar por todo esto? No soy de aquí, él no es de allá. Pero incluso Dios quiso ponernos uno frente al otro. ¿Por qué? Va ser muy duro irme. ¿Dios por qué?

- Para mi también será muy duro - respondió al final, tras una sonrisa triste - pero debo volver.

- Lo sé - él también pareció triste -. Lo importante es que estés donde estés te encuentres bien y feliz.

La pecosa lo miró atrapada entre su corazón y su realidad. ¿Feliz? Sus ojos se le enrojecieron, mientras luchaba porque sus lágrimas no se le escaparan como fugitivas de su pena interior. Se quedó en silencio porque pronunciar palabras no le era posible en ese momento. Su ser no se podía expresar de otra manera pues lo que le recorría su alma era inefable incluso para ella misma. Volvió a hundir la mirada sobre la nota que aun estaba dentro de su mano, como un ave en su nido. Y sintió la loca necesidad de sacar de su cintura el libro que traía oculto y poder ojearlo. Sin embargo alzó sus pequeños y hermosos oscuros ojos a los de Santiago.

- Aquí siempre serás bienvenida - dijo él sin más. Y las lágrimas silenciosas de Adelaida se vertieron sobre sus pecas, se deslizaron por sus mejillas, sin prisa, abundantes en sentimientos. Movido por su corazón conmovido el muchacho de las herramientas la sostuvo de una de sus delicadas manos. Ella sintió su pecho sonar con fuerza.

- Gracias - murmuró ella.

- Adelaida... - cuando Santiago pronunció su nombre, cuando la llamó directamente por su nombre, se sintió sacudido y lo que iba a decir se le nubló de la mente. Solo giraron como en un espiral unos versos, que una y otra vez le sonaban en la cabeza. Tenerla de la mano una vez más lo movió por dentro en todas direcciones. ¿Por qué tiene que irse? gritaba su corazón.

- Adelaida... - una vez más la nombró, sin saber que decir más allá de eso. Tenía los llorosos ojos de la pecosa sobre él muy atentos, abiertos sin pestañar. Y no pudo más con la idea de que un día, tal vez muy cercano, ella ya no estuviera cerca. De que estuviera tan lejana como esas estrellas que alumbran sin saber a algún soñador. Se puso de pie.

- Me tengo que ir - dijo soltando suavemente su mano que pareció la separación de ambas, una tierna caricia. Ella lo miró sin decir nada. A él  le pareció que ella le gritaba con sus ojos que aun no se fuera, pero tal vez solo era lo que él deseaba creer -. Ya se está haciendo de noche.

La pecosa se mantuvo en silencio solo lo miraba, lo que conmovía aun más a Santiago. Miró hacía la mano de la pelirroja triste, en la que tenía la nota sostenida y volvió a notar que en su cabeza seguían girando unos versos en concreto. Y mirándola de nuevo a los ojos le dijo:

- Sí tienes luz - le dijo siendo el que nunca había sido. El tímido se iba en la cercanía de tan bella dama y surgía de adentro de él, un Santiago distinto, que de un momento a otro el mismo desconocía. Caminó alejándose de ella, de la silenciosa pelirroja, pero estando cerca del jardín central se detuvo y se giró de nuevo en su dirección. Adelaida se mantenía en absoluto silencio todavía, sin apartar la mirada de Santiago, sumergida en el misterio de sus emociones.

- Respecto a la otra nota... - le dijo lo suficientemente alto para que ella lo escuchara - "Cuidaría el paso de tus botas trenzadas y con una cinta blanca ataría para ti la luna llena. Y besaría tus ojos, y soñaría en tus pecas...

Ella comenzó a llorar aun más.

- "Serías mi reina coronada con cayenas" - se quedó de pie donde estaba unos segundos mirándola. Luego volvió a decirle:

- Tienes luz Adelaida - se dio la vuelta y salió por la entrada principal rumbo a la vereda.

La pecosa lloraba, no sabía por qué, si de tristeza, si de emoción, si de gratitud, si de miedo. No podía detener su caudal y guiada una vez más por la mano invisible de su alma se puso de pie y caminó hasta su habitación con prontitud y se asomó por su ventana para ver en el último momento a Santiago pasar de largo. Trató de llamarlo, trató de dirigirse hacia la vereda y alcanzarlo. Sin embargo se quedó clavada donde estaba. Luego de un minuto de contradicciones se dejó caer sentada sobre su cama. Miró hacía su mesa de noche y se acercó, revisó dentro del interior y tomó la pequeña nota de la rosa y la puso entre sus manos junto a la que había recibido esa tarde de Santiago y por un impulso desmedido las besó. Con profundo amor las guardó ambas dentro de su mesa de noche y tomando el libro de Maira de su cintura, leyó aun con la mirada nublada por lágrimas imposibles de traducir:



II    

LA FELICIDAD


"No la busquéis. Creedme. No la hallaréis. No tiene sentido buscar lo que ya tienes. Dejad la búsqueda. ¿Recordáis que ya la habéis encontrado? ¡Amor y Felicidad son distintas cara de lo mismo! Sólo cuando dejéis de buscarle le encontraréis, pues no tenéis que iros a ninguna parte, ni tenéis que encontrar nada, ni nadie os podrá decir donde está. Mirad en el espejo la felicidad y veréis que ya la lleváis a cuestas. Tú eres la felicidad, no hay nada que encontrar, os juro. Sin embargo, todo habéis de sentiros dentro de vuestro ser. Vivid dentro de vuestro propio reino que es vuestra alma. Alegraos de vuestra alegría, os digo la verdad. Cuantos caminos recorrí para perderme en la tristeza. Acepté mil promesas, por no escuchar lo prometido por mi corazón. Sé, porque donde hoy te encontráis ya he tropezado yo, que tenéis miedo. ¿Pero que es el miedo sino una idea que no queremos que se materialice en nuestra vida? Escucha a vuestra querida Maira. 

No temáis. ¿Queréis ser feliz? No temáis. ¿Queréis ser amada? No temáis. En verdad os digo que el miedo solo es un pensamiento. La felicidad no. Tú eres la felicidad. Cuando pensáis en la felicidad o en la tristeza con miedo, te estáis negando a ti misma. No penséis, ni temáis, sed tu misma. Yo sé, porque he de saberlo por mis vivencias, que has sido lastimada, y el dolor aun te duele donde ya no queda herida alguna. ¿Recordáis que me entregué a brazos carentes de amor? Me entregué por miedo, porque fui engañada, me prometieron la felicidad cómo algo que no era mío. Como algo que debía atar y armar, construir y sostener para merecerlo. Nunca logró hacerme feliz aquel, que no sabía ser feliz él. Y tarde comprendí que Juan - conservadle aun más en la memoria - era feliz y por eso me amaba, porque su felicidad era mi felicidad y la mía la de él. Porque a su lado no había nada que buscar, nada que pensar, nada que hallar. Porque él era simplemente feliz estando cerca de quien os escribe. Porque él no buscaba la felicidad en mi porque ya la había encontrado con solo estar. Así el vivía en mi y yo en él, pero yo tenía una idea, basada en la creencia que carecía de lo que era imposible ser desprendida. Y corrí en la dirección de aquel que buscaba con miedo como yo, lo que nunca encontraréis, porque la felicidad ya está cuando decides llegar, cuando dejas de buscar. 

No me toméis en vano, y detén tu travesía. Ni cerca ni lejos le hallaréis. Que cuando dejéis de buscar, veréis el por qué no le encontrabas. ¿Si buscáis por la habitación el vestido que lleváis puesto le encontraréis? Os aseguro que saldrás lejos de la habitación para buscarle y aun no le encontraréis en ningún lugar. Sin embargo el vestido nunca estará perdido, ni en necesidad de ser encontrado. Solo de ser entendido sobre las pieles, reconocido sobre vuestra propia belleza. Escucha a Maira, no os digo nada en vano. Mientras escribo estas líneas para vuestro corazón ya no busco la felicidad. Es mi deseo que mientras me leéis, tu detengas vuestra búsqueda. ¡Y corred hacia el Amor, hermosa, que nunca vuestros pies irán tan veloces! Solo los felices saben amar. Ama a aquel que es feliz en tu presencia porque no tiene que buscar en ningún lugar su felicidad, porque ya la ha encontrado en él, en su propio amor, y en el amor que vierte hacia ti.

Los que tienen miedo buscan y buscan y nada o poco encuentran. Pero la felicidad no es a medias. Es o no es. Pero la buena nueva es que siempre es y siempre está. Escuchad lo que te dice el corazón que por sabio no usa de las palabras cómo la razón, que se pierde en lo relativo, en lo supuesto, en lo que puede tener distintos significados aunque la emoción sea una sola y ardiente en el latiente pecho. Sin embargo, hermosa, tú quien lees, tenéis el derecho de no creerme. Pero me creeréis. Os aseguro. Mas sino me tomáis en vano, será breve el camino, porque no hay distancias que recorrer hacia uno mismo. Por eso no hay que ir a ningún lado ni encontrar nada. Solo reconocer que eres lo más hermoso que puedes mirar en cualquier reflejo porque eres felicidad que se reconoce a si misma, viva, apasionada, generosa, eterna en dimensiones. ¿Comprendéis semejante presente de los Cielos? Feliz para amar y para ser amada. Amada por ser feliz. Feliz por ser amada. No busquéis más. Tú eres la Felicidad."

Adelaida cerró el pequeño libro al terminar el capítulo.

- No hay que ir a ningún lugar - dijo para sí misma mientras cerraba los ojos. Miró a Santiago dentro de sí, y estuvo segura que ella podía ser vista por Santiago dentro de él. Ningunos lugares donde ir, nada que buscar, porque ya está ahí todo y en todas partes. Tengo luz, se dijo en sus pensamientos al recordar las palabras del muchacho de las herramientas. Y se sintió segura, tranquila, por un momento el pasado y el futuro no importaban, el allá y el aquí eran indiferentes porque en el ahora, es el único momento donde se está y el único lugar que existe. Se sintió iluminada y se sintió iluminar. Y se abrazó a ese bienestar con tanto deseo. Así quería sentirse siempre.

Feliz.














    

lunes, 16 de febrero de 2015

Capítulo 21


- ¿Cómo le estará yendo a Adelaida con tu tía Raquel? - preguntó a Betania mientras sacudía unas pelusas que habían caído sobre su sombrero. 

- Le irá bien - le respondió ella -. Estará aprendiendo a ser una gran dama. 

- Hace ya casi tres meses que la dejaste allá. Nunca la hemos tenido tanto tiempo lejos.

Betania suspiró. Era cierto. Sin embargo ella creía firmemente que Luisa Adelaida tenía que ser corregida. Enderezada un poco. Lo que sucedió en la casa de los Villafranca debía ser remediado. ¿Cómo era posible que la niña de sus ojos hubiera puesto a la familia en tal situación? Se suponía que su hija era una dama plena, que jamás daría un motivo de vergüenza a los Castelán Buendia. Aunque Gregorio no tenía claro que había sucedido, ella sí. Sabía cada detalle de la boca de la pecosa y para ocultar su gran vergüenza y su gran dolor, hacía creer a todos que lo que había sucedido era lo que se rumoraba. Adelaida se había embriagado y había perdido el control molestando de sobre manera a su prometido, Joshep Villafranca. En algo había fallado como madre, se torturaba, intentó hacer de su pequeña una mujer digna de un príncipe, pero no alcanzó a comportarse como la princesa que debía ser. Había perdido todo en un minuto, de un momento a otro su hija había pasado de ser la prometida del hijo del alcalde a ser la burla y menosprecio de los demás. Desde entonces Adelaida había perdido su luz, se había endurecido; se encerraba horas, incluso días en su habitación y no dejaba verse ni oírse. A veces cuando la veía salir deseaba poder abrazarla, pero su orgullo se movía por dentro como un dragón furioso y se mantenía distante, lejos de la pelirroja silenciosa. Sin embargo Betania lloraba como era de esperarse de una dama como ella, con murmullos y suspiros, oculta en los rincones de su casa donde nadie sospechara su tristeza y su dolor.

- Me escribió una carta - dijo lejana en sus pensamientos.

- ¿Cuando? ¿por qué no me habías dicho nada? - se acercó Gregorio hasta Betania.

- Fue ya hace tiempo. No decía nada importante, cosas de muchacha. No está acostumbrada a estar bajo la tutela estricta de una dama como la tía Raquel y escribió un montón de mentiras solo para que la fuéramos a buscar - respondió con gesto cansado e indiferente.

- ¿Mentiras? Adelaida no dice mentiras - él negó con la cabeza renuente a creer todo aquello.

- A mi también me cuesta creerlo, pero se ha atrevido a decir de la tía abuela Raquel está loca, que anda descalza por la casa, que habla a solas con su muñeca. Todo eso es mentira.

El padre de la pecosa se quedó en silencio. Sabía que Doña Raquel era toda una dama. Entre las más respetables que había llegado a conocer alguna vez, la tía abuela de Betania era única. Muy formal, elegante, sorprendentemente culta. Jamás se le ocurriría imaginar que tan respetable dama pudiera ser tratada de loca, menos por Adelaida. Y aquello de que hablara con una muñeca y que caminara descalza por su casa, eran imágenes que solo podían salir de la imaginación de su joven hija, la que parecía estar desorientada. Jamás olvidaría la noche que la levantó de la entrada de su antigua casa al otro lado de la ciudad, la misma noche en que se corrió la voz que su pequeña se había excedido de copas, para mostrar su verdadera educación ante los Villafranca y las demás familias prestigiosas del Este de la ciudad.

- Se acerca su cumpleaños - comentó nostálgico tratando de evadir sus pensamientos anteriores.

- Sí Gregorio. Se me estaba ocurriendo que podríamos ir a visitarla para su cumpleaños - Betania pareció llenarse de un poco de emoción.

- Pensaba que mejor la traíamos de vuelta - volvió a sacudir su sombrero aunque ya no había nada en él.

- Solo si está lista para volver - Betania lo observó unos segundos meditativa, luego prosiguió -. Aunque la verdad ya son tres meses y podríamos estar abusando de la hospitalidad de mi tía abuela. Tal vez tengas razón. Pero vamos a buscarla para días de su cumpleaños.

- Faltan pocos días, un par de semanas y es su cumpleaños. Ya está terminando Marzo - Gregorio pareció más relajado.

- Para el 5 de Abril ya estaremos allá - aseguró la madre de la pecosa.

- No le vayas a escribir, para que sea una sorpresa. Seguro se alegrará mucho de vernos - sonrió mirando a su esposa buscando su complicidad.

- Le escribiré solo a la tía abuela - respondió ella sin mirarlo -. A ella sí le debo avisar que vamos para allá.

- Me parece bien, entonces escríbele hoy mismo para que la carta le llegue con tiempo.

- Hoy mismo lo haré - respondió ella, cayendo en un silencio distante.

Gregorio por su parte se llenó de alegría. Por fin tendría de vuelta a su amada hija en casa, a su hermosa niña pelirroja. La que se negaba ver crecer y entender que era una mujer entera y no su pequeña, la que podía levantar en brazos como en días antaños cada vez que quisiera. Los Jardines de Bardolín no era lugar para su Luisa Adelaida, ella estaría mejor junto a ellos de vuelta en la ciudad, pensó con firmeza. Adelaida volvería con ellos a casa pronto...

Se juró que así sería.



La pecosa estaba junto a la mesa del vitral, se había vuelto su lugar favorito dentro de la biblioteca de la tía Raquel. Tenía sobre ella una buen cantidad de libros que habían ganado su curiosidad aquella tarde mientras recorría los estantes. En particular se había fijado en un pequeño libro que estaba casi a escondidas, en un oscuro rincón sobre una vieja repisa. Estaba prácticamente sin portada, y en muy tristes condiciones. Por alguna razón lo había tomado entre sus manos, quizá esa misma sensación de misterio que envolvía a tan arrinconado libro. ¿Cuál sería su contenido? Ni siquiera el nombre tenía en su deteriorada portada, ni en las páginas principales. Lo había dejado para luego y después de haber leído otros relatos, incluso muchos a medias, volvió su interés sobre aquel pequeño antiguo libro. Lo abrió con delicadeza, como si temiera que fueran a quebrarse sus páginas como las hojas secas de los árboles en pleno verano. Lo ojeó saltándose grupos de páginas enteras y observó que se trataba de una historia, o una especie de diario, no era un libro temático como muchos otros que había encontrado en aquel lugar, entre las estanterías de la biblioteca del tío Guillermo. Se decidió a leerlo, en definitiva no era una historia de tantas páginas y quería desahogar  la curiosidad que le producía tenerlo entre sus manos. Regresó a la primera página y comenzó a leer:


I

"Si alguna vez habéis dudado de la voz de vuestro corazón, si las frías manos del desconsuelo han tomado las vuestras para llevaros por caminos inciertos, si habéis sentido que el amor es un fantasma escurridizo o un niño caprichoso que juega con vuestra alma, os invito a seguir por el sendero de estás líneas. Las sombras no se irán hasta que no se encienda la luz de vuestra lámpara, esa que ilumina desde el trémulo silencio de vuestras lágrimas. Puesto que esa luz debe volver a vuestra sonrisa, sigue estas líneas. Tú, quién quiera que seáis. Confía en mis palabras que sé que vuestra tristeza no se diferencia de la mía en el dolor, en la desesperanza; pero igual sabe, tú, quien lees, que de igual manera vuestra felicidad no es distinta de la mía en grandeza, en dicha, en el festivo latir de mi corazón amado. Yo, en horas de ensueños, donde mis días estaban llenos de las más grandes ilusiones, creía que el amor era eso que dentro de mi hacía su hogar. Creía que nunca podría caer de los altos pedestales de mis propios sueños. Pero no dudéis que hasta las aves pueden caer de su vuelo, a por culpa de la puntería del cazador, a por culpa de la puntería caprichosa del destino. ¡Oh que ilusa fui en el espiral ligero de mi vuelo! ¡Oh, yo, confié en la mano de mi propio acechador! No fue a mi a quién devoró en mi caída, sino a todos mis sueños, sino a todo lo que creí que yo era. Belleza, inteligencia, juventud, libertad, grandeza. Todo ello fue devorado de un momento a otro, en brazos de mi propia confianza... más no te lamentéis por mi, que el reloj de arena ya se ha dado vuelta y cada grano se vierte hoy en sentido contrario.

¿Vuestra alma en horas de altos luceros, mientras el mundo duerme no os ha atormentado con incesantes preguntas sobre el amor? Sabe que mi alma igual me atormentaba, hasta que cansada de cargar con la tristeza mía, dejé de buscar respuestas y di por hecho, ¡Oh desgracia mía! que el amor por no existir, no tiene respuesta. Y no supe que tristeza fue peor, la que me trajo el destino, o la que yo misma elegí. Huí, huí lejos de todo aquel que mirara en mi un rastro de belleza. Huí, me aparté lejos de todo aquel que encontró en mi inteligencia. Huí, le di lejana distancia a todo aquello que era propio de mi lozana juventud. Huí, hacia una idea nueva de libertad, para hacer de la misma una celda. Huí, me alejé de mi misma, tanto como el cuerpo y el alma me lo permitiera en su insospechado estrechamiento. Sí, así huí de todo lo que creía, o porque estaba mal seguir creyéndolo, o porque me dolía que fuese real lejos del alcance de mis manos llenas de tanto miedo.

Pero estoy aquí en vuestra presencia para contaros la historia de mi corazón. Sabe que la esperanza se pierde con la llegada del Amor ¿Acaso tendréis que esperar algo más cuando haya llegado? Os te digo, que el Amor es no tener que esperar más. Pues el Amor es la certeza de que todo a llegado a vuestra vida, solo basta ir a por ello, por aquello que vuestro menester deseo pida, puesto que ahí está. Así que os pido vuestra atención para iniciaros mi confesión, tú, que si has llegado hasta estas líneas, sé que vuestras alas están quebradas. No te angustiéis, no las necesitarás más para volar, mas os juro, volaréis. 

Nací en un pequeño poblado, de pocas calles y dispares casas, donde por sabe Dios que costumbres, solían llamar a todas las niñas María, por aquello de la Madre del Redentor y aquello de la pureza. Mi madre, mujer nacida para hacerle frente a la vida, decidió que yo no sería otra María más del pueblo, que muchas de puras tenían poco. Aun así, vuestra comprensión entenderá, que en el fondo mi rebelde madre temía de su Dios, como buena creyente. Así que, no fui otra María más, pero en fin por aquello de la pureza, terminé bautizada con el nombre de Maira. Otra manera de decir María. Del resto os confieso que fui criada como las demás Marías, mis hermanas y vecinas, aunque sentía, o por capricho mío, creía que mi destino sería mejor por tener otro nombre. Igual aprendí, que el dolor de todas ellas, fue mi mismo dolor. No importa por eso vuestro nombre, sino reconocéis quien eres en vuestra alma. 

Mi infancia fue como el de todas las flores en la primavera, llena de vívidos colores, con los pétalos abiertos al sol. Más feliz no se podía ser. Y en mis acariciadas ilusiones creía que todo aquello de llamarme distinta me llevaría por caminos distintos. De seguro diréis, que apuesto que sois más inteligente que yo, que son cosas de chiquillas, que las edades mozas son para eso, para malgastarse en sueños escritos a la orilla del mar de la inocencia. Sin embargo, os confieso, llegué alcanzar mis años de señorita con dicha idea como un tesoro. "Maira hallará el Amor como ninguna María lo hizo jamás" Os juro, que llegaron las hora que quise llamarme o no llamarme de ninguna manera. Recuerdo mi primera tristeza, las lágrimas de mi madre junto a la partida de mi padre. Mujer de fortaleza, la que no fui yo en mis tiempos de tormenta. Mi madre alzó el rostro al ver a su amado partir, caminó de frente al mundo, y yo seguí su ejemplo, incluso, en aprender a llorar a solas, en el claustro de mis aposentos, lejos de la mirada de las buenas y de las malas intenciones. Mi vida dio su primer aviso de tormenta, más mi esperanza quedó en su mismo lugar, inamovible. Yo sería feliz. 

¿Habéis visto algo más hermoso que una rosa? Si vuestra curiosidad os acosa, os confieso que para mis ojos no hay nada más hermoso que un rosal. En un rosal, solo pueden suceder cosas buenas..."

Adelaida apartó su mirada del libro, pensativa y melancólica. No Maira, te equivocas, pensó, sí pueden suceder cosas malas cerca a un rosal. Aquella lectura la estaba envolviendo rápidamente, pero aquello del rosal... Recordó su más triste noche, en la que dio todo su amor a Joshep. Cierto era, como acababa de leer, que vivió horas en que no quiso tener nombre, que vivió horas en que todo en lo que ella había llegado a creer que era, ya no importaba. Donde todo lo que era su mundo se le desmoronó debajo de los pies. Posó sus ojos sobre las líneas un poco taciturna, podía entrever, que Maira había logrado ser feliz, o eso era lo que quería creer entender. Incluso así, se dijo a sí misma que ella no era Maira, que ella no tenía una historia interesante que contar sobre el amor y menos para ponerse en un libro, sin embargo, no pudo evitar que pasara por su mente lo que había leído unos minutos antes:

- "No importa por eso vuestro nombre, sino reconocéis quien eres en vuestra alma" - releyó las palabras mientras las pronunciaba casi como un susurro. Volvió a buscar la última línea que había leído y llena de un poco de contradicción prosiguió su lectura:

"En un rosal, solo pueden suceder cosas buenas. Claro que me apremio a recordaros de las espinas, pero perdonadlas, no son maldad de las rosas. Tú, quien lees, apuesto lleváis vuestras espinas a flor de piel y ¿eso te hace menos hermosa? Ya aprenderéis del rosal, como yo, que vuestras espinas están en el tallo para defenderos del mundo, pero vuestros pétalos y hermosura están arriba en la rosa. Así sea el tallo vuestro cuerpo, y la rosa vuestra cabeza. Entenderéis que lo que hace bello al rosal, es la cabeza y no el cuerpo del rosal. Os juro que creo, firmemente, que en algún tiempo lejano, las rosas no tenían espinas, como no las tenía yo. Una belleza frágil de alcanzar. Fácil de arrebatar. O amáis a la rosa y la dejáis florecer en el rosal, o para llevarla tendréis que soportar unas cuantas estocadas. Hábil el amante jardinero que aprende a tomar sus rosas sin lastimarlas a ellas, sin lastimarse él. Os estaréis preguntando dentro de vuestras cavilaciones, porque hablo de rosas y rosales, es que en mi pueblo hay tantos como marías hay, y pocos jardineros. Esto sin atreverme a hablar de los buenos, que menos eran en proceder. 

Fui muy pretendida y yo muy selecta. Dios fue generoso en darme hermosura. No me mal juzguéis, si os sueno vanidosa. Una bendición y una victoria fue lograr reconocerme en el reflejo del espejo como algo digno de amar, en esos días en que tenía mi corazón fracturado como una roca partida metida en el pecho. Cuantos amantes me ofrecían las estrellas, otros la Luna y los más desesperados el cielo mismo con todo su contenido. Y yo creía que aquellas cosas eran el amor mismo rondándome. Mas os digo que el Amor no ofrece nada, porque ya todo lo ha dado cuando aparece. Mas, sin embargo, yo aun no lo sabía. Entre todos los pretendientes que rondaban mi corazón, había un caballero que ganó mi cariño y mi respeto, con sus dulces atenciones, con sus ojos alertas ante mi más mínimo tropiezo. Nunca llegó a decirme que me amaba con palabras vacías, jamás me ofreció la Luna, ni cosa que estuviera más allá; sin embargo nunca me faltó su mano para apoyarme en los momentos que necesitaba de alguien para no hundirme, cuando descubría de otros que al prometer la Luna, estaban ofreciéndome algo que jamás podrían darme. Se llamaba Juan, como tantos otros juanes, suponía yo, así como tantas marías había. Pensaréis que yo le di mi corazón a tan atento hombre, lamento os decepcionaros, pero pasé de largo en mis aspiraciones. No me he llamado Maira para terminar atada con un Juan más de este pueblo, solía escuchárseme decir. ¿Qué es un nombre en la tapa de un libro si sus páginas están vacías? Mas recordáis que era una ilusa, como solo puede serlo un alma a la que nadie le enseñó a vivir. En aquellos días, la última vez que le vi entonces, no dijo palabras, solo dejó ir de sus ojos una silenciosa lágrima. Me despedía de él, me iría junto a otro caballero que apareció en mi camino el que igual que otros me juró estrellas y lunas, al que por una guía ciega de mis anhelos, le di mi amor. Incluso os ruego, no olvidéis a Juan, llevaros en vuestra memoria un rato más. 

No sigáis mi ejemplo, el Amor ni se busca ni se da a ciegas. Llegará su hora en que vuestro entendimiento traduzca estas palabras en cosas útiles para vuestro corazón. El Amor no le pertenece al sinuoso camino de los anhelos, ni de los deseos, ni de las ilusiones; todos estos son hijos del reino de la mente. Al corazón lo suyo, como suyo a lo de Dios. Y el Amor es del corazón. 

En el más profundo sentir de mi ser, juré haberme sentido amada. Creí ser dichosa en brazos de aquel a quién yo misma había elegido con tanta presuntuosa precaución. Fui una rosa sin espinas en sus manos. Hizo con mi belleza lo que salió de su antojo. Lo supo mi corazón antes que yo, me advertía doloroso en cada latido, y yo intentaba acallarlo acercándome aun más a aquel que se alejaba acercándose vacío de amor. Culpaba a la distancia de su alma por el dolor que había en mi pecho, pero era su cercanía lo que le dolía a mi corazón. Dejadlo ir a tiempo, os aconsejo, si eso el corazón os grita. Una tormenta no os la podéis detener con el simple deseo. Haced lo que las aves hacen, vuela lejos, buscad el refugio de un lejano y cálido nido.  

Tú, quien lees, no sé tu nombre, pero si has leído hasta aquí, eres como yo. No importa como te llames. Solo sé que mereces la fortuna del Amor en tu vida. Creedlo algún día, aunque hoy no lo creáis. Encended la llama dentro de vuestra alma, que la luz conque se alumbra la lámpara procede de ella misma y no de afuera. No creáis en promesas de amor, que cuando el Amor haya llegado habrá traído todo lo prometido, sin prometerlo. No importa cual sea vuestro nombre, hoy os llamas como yo y yo como tú. Por eso, sí hoy te llamas como yo, os aseguro que ya habéis encontrado al Amor, solo tenéis que mirar hacia Maira, que eres tú en este preciso momento. Y yo miraré hacia mi y veré vuestra tristeza y sabré que encontraréis el Amor algún día, porque yo lo encontré en todas las marías, en todas las mairas, en todas los corazones, en todas las almas que han querido amar y ser amadas alguna vez. 

Os suplico, no me toméis en vano, que yo en vano me tomé. Y mis lágrimas y mi ganada dicha habrán de ser útiles para almas como la vuestra. Leed aun más lo que he de deciros en las próximas páginas, os juro que seré mejor guía. "

Adelaida cerró suavemente el maltrecho libro. Hurgó dentro de sus más íntimas emociones; las palabras de aquellas líneas de pronto la habían dejado revuelta por dentro. ¿Por qué todas las historias que hablaban de dolor se le parecían a la de ella misma? Sin embargo, Maira le decía desde aquel descolorido libro que el Amor ya había llegado, solo bastaba verlo. La pecosa se preguntó si acaso necesitaría de un don especial para poder mirar ese Amor si el caso fuera que estuviera frente a ella. En cierta manera podía entender que era el mismo mensaje que le repetía casi a diario la tía abuela. Una lámpara se ilumina a sí misma con su propia luz. Miró a través del vitral como en un ensueño pero sintiendo en su pecho un antiguo nudo apretarse, dejándola triste por dentro. ¿Lograría ella conseguir ese Amor que tanto necesitaba para sí misma? ¿Abriría su corazón a la persona correcta? O dejas crecer a la rosa en el rosal, o para llevarla tienes que aguantar algunas estocadas, recordó. ¿Cuantas más? se preguntó. Mejor sería dejar las cosas como estaban. ¿No estaba más segura lejos de todos? ¿No estaba más a salvo abrazada a su soledad? ¿Su alma no estaba tranquila sin tantas preguntas unos meses atrás? ¿Ya no había decidido que seguiría su camino sin mirar a nadie más? Una y otra vez se recordaba los errores que había cometido con Joshep, lo lejos que se sentía de creer merecer ese Amor tan grande que le hablaba la tía Raquel que pronto encontraría. Había momentos que sentía dar pasos seguro hacia esa felicidad, pero ahora, en ese momento sentía que le era tan lejano.

- ¿Para que me miento? - exclamó ocultando su rostro sobre sus brazos cruzados sobre la mesa, su cabello de fuego se soltó y calló a su lado cubriéndo alguno de los libros cercanos a su regazo. Lloró en un muy hondo silencio, como hace tiempo no lo hacía. Sus lágrimas brotaban solas como si un manantial mustio se hubiera hecho paso desde su alma hasta sus ojos.

- Yo amé y de nada sirvió - murmuró llorosa -. Dí lo mejor de mi y eso no importó ante mi error. Di tanto para no ser perdonada. No, Luisa Adelaida, Dios no decidió para ti la felicidad. No importa cuanto hagas no serás amada, porque no se trata de los demás, se trata que tú, tonta ilusa, no mereces amor.

Se acurrucó donde estaba mirando de nuevo a través del cristal las siluetas borrosas que el vitral poco dejaba definir. Así era la visión de su futuro, algo sin forma, una certeza de lo incierto. En una parte de ella comenzaba a descubrir que estaba dejando de amar a Joshep, y la otra mitad dejando de amarse a ella misma. Sí era que alguna vez había logrado amarse de alguna manera. De pronto toda la luz de días pasados se le apagó de un segundo a otro. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a sentirse sola, desgarradoramente sola. Quiso regresar a casa, a encerrarse en su habitación, entre la sombra de sus propias cosas. Sin embargo, como un pensamiento desobediente, pasó por su mente la voz de la esperanza, casi como un rumor inteligible. La esperanza, latió en su corazón desde adentro, como siempre resistiéndose a ser opacada. La llenó una vez más de emociones que se encontraron de frente con sus emociones del momento, haciendo de la pecosa un indefenso pétalo girando en un torbellino de sentimientos.

- ¿Cuando se acabará la esperanza? ¿Cuando dejaré de estar esperando lo que no llega? - se preguntó en voz baja. Y como una respuesta de su alma vinieron a su mente las palabras de Maira:

"Sabe que la esperanza se pierde con la llegada del Amor ¿Acaso tendréis que esperar algo más cuando haya llegado? Os te digo, que el Amor es no tener que esperar más. Pues el Amor es la certeza de que todo a llegado a vuestra vida, solo basta ir a por ello, por aquello que vuestro menester deseo pida, puesto que ahí está." 

- ¿Solo el que espera es porque aun no ha encontrado el Amor? - trató de reflexionar - ¡Oh mi Dios querido... ya no quiero esperar más... por favor!

Cerró los ojos y agotada se quedó dormida.


Él subió los peldaños, casi en el más impoluto silencio. Doña Raquel le había dicho que su sobrina estaba en la biblioteca concentrada en alguna lectura, y que ella le podría decir cuales eran las lámparas que él debía revisar para repararlas. Al llegar al último escalón se detuvo, el lugar parecía desierto. Adelaida habría bajado sin que la dama de damas lo hubiese notado. Sintió un poco de lamentación al no poder encontrarse con la dueña de sus más profundos pensamientos. Y miró hacia las lámparas sin más, dio unos pasos hacia la que estaba en el centro del lugar, y al acercarse, el rojizo pelo de la pecosa lo atrajo. Se quedó clavado de pie al verla recostada sobre la mesa. ¿Se habría quedado dormida? Comenzó a acercarse lentamente.

- Señorita - la llamó en voz baja. Más la señorita no se movió. Se acercó un poco más y miró de lejos su perfil.

- Señorita - volvió a llamarla. Pero ella siguió sumergida en su profundo y cansado reposo. Se acercó hasta su lado y pudo mirarla. Aunque mirar no era la palabra que hubiese usado Santiago en ese momento, amarla era lo que hacía. La amó con sus ojos, se aprendió de memoria tan hermoso perfil. Tanto que podría decirse que podía saber la ubicación exacta de cada una de las pecas del rostro de Adelaida. Salió de su ensoñación cuando descubrió que había el rastro de unas casi extintas lágrimas entre las pestañas de la durmiente. ¡Qué dolor habría de venir a lastimar a su musa! se preguntó soberbio y compasivo al mismo tiempo. Sintió el deseo alocado de acercarse y dejar un beso de esperanza sobre la impecable mejilla de la pelirroja entristecida. Alejándose con mucho silencio, se abocó a encender las luces y así comprobó cuales lámparas necesitaban de su atención. Miró un minuto más a Adelaida  y pretendiendo no despertarla se dispuso ponerse manos a la obra evitando hacer ruidos molestos.

Pasaron largos minutos y el trabajo ya estaba terminado y la pecosa seguía sumergida en su sueño. Se acercó una vez más hasta su lado, la miró con todo el amor con que puede mirarse al ser amado y dejó algo sobre la mesa junto a ella. Se dio la vuelta lentamente, como si su alma quería quedarse en contra de la dirección que tomaban sus pasos. Pero al final se marchó dejando las luces todas encendidas en perfecto funcionamiento.

Luego de un tiempo, Adelaida se movió incómoda en la mesa y salió de su sueño, el sol había bajado cercano al horizonte, dejando en evidencia la luz de las lámparas alumbrando toda la biblioteca. Frunció confundida el entrecejo. ¿Esas lámparas acaso no las repararía Santiago? Recordaba claramente que no funcionaban. ¿Se habría resuelto el problema solo? La tía Raquel había dicho que llamaría al joven de las herramientas para que las reparara, como ya había hecho en otras ocasiones. No, no podía ser. ¿Habría venido mientras ella dormía? ¡Que vergüenza! pensó. Pero no, no era posible, ella lo hubiera sentido reparando aquellas luces. Se puso de pie movida por la ansiedad de saber si había venido Santiago, pero antes de avanzar hacia la escalera miró hacia el libro de Maira para tomarlo consigo, para descubrir una pequeña nota plegada sobre la mesa. Se estremeció parada donde estaba, la miró un segundo antes de tomarla. Su corazón latió con mucha fuerza, la levantó lentamente y la abrió con el mismo cuidado:



Señorita,
no quise despertarla. 
He dejado las luces encendidas para usted. 
Aunque, si me lo permite
usted ya ilumina todo el lugar. 

Con todo respeto:
Santiago


Y cómo si momentos atrás nunca hubiera estado taciturna, sonrió. Ahora sí lo iluminaba todo. Tomó consigo el libro de Maira y caminó rauda hacia la escalera, mientras sonaban en su alma estas palabras:



    "No importa como te llames. Solo sé que mereces la fortuna del Amor en tu vida. Creedlo algún día, aunque hoy no lo creáis. Encended la llama dentro de vuestra alma, que la luz conque se alumbra la lámpara procede de ella misma y no de afuera."





     

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