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sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 27

Cuando llegaron se consiguieron con que la casa de la tía abuela Raquel estaba llena de gente. Había mucho movimiento tanto afuera como dentro. ¿Que habría sucedido? La primera impresión de Betania fue de preocupación. Rogó a Dios que su tía estuviese bien, que no le hubiese pasado nada, y al no ver a Adelaida por ningún lado se preocupó más. Se puso un poco ansiosa, al temer que a su hija le hubiese sucedido algo también y que por eso la casa estuviese tan llena de gentes tan agitadas y con caras tan nerviosas.

- Buenas noches - dijo Betania entrando a casa de la dama de damas -. ¿Dónde está mi tía?

Los presentes la miraron en silencio y con extrañeza. ¿Quién era aquella mujer y aquel hombre que de pronto llegaban en ese momento a Bardolín? ¡Otra traquiñuela de los que querían despojarlos de sus hogares seguramente! Pero Betania parecía en verdad preocupada.

- ¿Dónde está mi tía Raquel? - dijo un poco más nerviosa y voz más en alto.

- Oh... señora, ¿usted es sobrina de Doña Raquel? - dijo una mujer que se le acercó. Betania asintió mirándola como si esperara de ella una mala noticia.

- ¿A sucedido algo? - Gregorio rompió su silencio. 

- El pueblo está en peligro y Doña Raquel cree que hemos conseguido algo que nos puede ayudar.

- ¿El pueblo en peligro? - preguntó Betania llena de incógnitas - ¿Dónde está mi tía? ¿Dondé está mi hija?

- ¿Usted es la madre de la hermosa sobrina de Doña Raquel? Que orgullosa debe estar de tan hermosa muchacha y tan sagaz y tan valiente.

Sagaz y valiente. No sabía si en verdad eran palabras que definieran a Adelaida pero se sintió honrada de que le hablaran tan bien de su hija. Podría ser que aquella mujer se lo decía porque era el resultado de la tutía de la dama de damas sobre Adelaida. Una dama ha de ser sagaz, que sino valiente por lo menos determinante en sus acciones, pensó para sí misma. 

- Sí, yo soy la madre de Luisa Adelaida. 

- ¿Dónde está ella? No la veo por ningún lado - dijo Gregorio también orgulloso de escuchar que hablaran bondades de su pequeña. 

- Creo que se ha quedado en Los Jardines. Pero Doña Raquel está en la parte de atrás en el salón. Si gustan pasan. 

- Gracias - dijeron ambos y se encaminaron hacia donde estaba la dueña de la casa. Al llegar la vieron sentada al lado de un cofre mugroso y sosteniendo en una mano unas pequeñas piezas doradas, las que observaba en silencio. Raquel alzó la mirada y los vio, el rostro pareció iluminársele en un segundo y en el siguiente irsele toda expresión nuevamente. Se puso de pie y  caminó hasta Betania.

- Hija, pensé que vendrían la semana siguiente - la dama de damas lo dijo en alusión a la carta que le enviaron para avisarle de su visita para el cumpleaños de Adelaida.

- Gregorio no aguntaba más y quería venir a ver a la niña de sus ojos - dijo Betania sonreída. Él se sonrió en silencio. En cambio en el fondo de Raquel se comenzaba asomar una tristeza. Sabía que la presencia de ellos en su casa, era la certeza de que el tiempo de Adelaida en Los Jardines de Bardolín se estaban acabando. Ella no pudo sonreír, aunque hubiera querido. Pasó por su mente la imange de Santiago y Adelaida juntos, en la tarde, sintió una pena muy grande en su alma. Dos que se encontraron en el amor, parecían estar destinados a separarse pronto fuera de su propia voluntad. 

- ¿Dónde está Luisa? - preguntó Gregorio.

- Debe estar por llegar - dijo Raquel. 

- Una mujer allá adelante nos dijo que estaba en Los Jardines. Tía ¿no es muy tarde para que esté  allá, en esa oscuridad? - preguntó Betania tratando de no sonar juiciosa, temiendo molestar a su admirada tía abuela Raquel. 

- Oh... no, no. Ella no está sola. Está con Santiago - la dama de damas la miró de frente, lo que puso a Betania nerviosa.

- ¿Quién es ese Santiago? - preguntó Gregorio celoso.

- Un amigo de mi casa. Un buen muchacho - respondió Raquel. El padre de la pecosa tragó hondo.

- ¿Y están solos? - él parecía con ganas de salir a buscar a su niña. 

- Ya deben venir en camino. Santiago es un caballero - dijo Raquel, luego mirando a Betania prosiguió: y Adelaida es toda una dama. 

- Y que hacían en... que... ¿porque está a esta hora allá? Tía, no sé... pero...

- ¿Recuerdas los cerezos? - la dama de damas interrumpio a Betania. Ella asintió. Claro que recordaba los famososo cerezos de Bardolín. Jamás los olvidaría. Le latió el corazón raro. ¿Su hija se habría enamorado como le pasó a ella en el pasado? ¡Oh Dios! pensó, ¡que ese tal Santiago no sea hijo de Matteo! 

- Bueno está en los cerezos con Santiago - continuó diciéndole la dama de damas. 

- Y... tía... ¿con él en los cerezos...? y ese muchacho... ¿de dónde es?

- Bardolín - le respondió Raquel notando a Betania nerviosa.

- Ba... tía, se refiere...

- Me refiero que es de aquí de Bardolín.

- Pero en los cerezos... ¿Que hace en los cerezos con ese muchacho? - respondió la madre de la pecosa, sintiendo un efímero alivio al saber que Santiago era un bardolideño y no un Bardolín. Gregorio notaba muy extraña a Betania. No lo dejaba indiferente notar el nerviosismo que no parecía dejar de crecer en su esposa.

- Son los cerezos Betania. Tus los conoces - la dama de damas se descubrió así misma, intentando jugar con las emociones de la madre de la pecosa, tratando de evocarle su propio amor del pasado, trantado de conseguir, en su honda esperanza, que Betania tuviese la compasión que no tuvieron con ella y con Matteo. 

- ¿Creo que no estoy entendiedo? - dijo Gregorio. Su esposa se mantuvo en silencio. 

- Por favor Betania, vayan a las habitaciones del pasillo lateral y acomodense en la que más les guste, yo tengo que atender a toda esta gente. Es urgente lo que está pasando aquí - Raquel miró al esposo de su sobrina -. Gregorio, no te preocupes. Adelaida es una muchacha llena de mucha felicidad. Solo te pido que recuerdes eso.

Sin más los dejó a los dos de pie donde estaban y se dirigió de nuevo cerca del cofre. Betania miró a Gregorio, tratando de adivinar el estado de ánimo de su esposo, el que tenía el entrecejo cayéndole sobre la nariz. Le tomó del brazo invitándolo a andar, a que le siguiera, pero en ese momento vio a lo lejos a Adelaida, en la vereda principal dispuesta a entrar al jardín de la casa. Gregorio giró su rostro hacia donde Betania miraba petrificada. Miraron a una Adelaida sucia en toda su humanidad, llena de tierra las ropas, y sucia la cara. El cabello sujeto desordenado al cenit, con tantos mechones sueltos, tantos que a su madre casi le da un infarto. Gregorio por su parte, bufó cómo un animal molesto, al pensar que esas suciedades sobre las telas habían sido el retosar de aquellos dos jóvenes sobre aquellos tan mentados jardines. No, no y no, a su Luisa Adelaida ningún muchacho de pueblo la iba a enamorar para usarla como capricho de su placer y se encaminó hacia ellos. Betania no salía de su asombro, y su decepsión que aumentó sin creces la hizo adelantarse a su esposo y salió hasta el jardín.

- ¡Luisa Adelaida! - prácticamente le gritó. La pecosa dio un salto y Santiago sin dificultad supo deducir que aquella mujer era la madre de su amada. Pero al ver a Gregorio que no le quitaba los fieros ojos de encima tuvo un mal sentir dentro de su ser. Eran los padres de Adelaida. El alma le dolió. Todo su ser se lo decía, Adelaida se iría pronto de Bardolín, de él, de su lado. El sueño en el que estaba  comenzaba a extinguirse. 

- ¡Mamá! - la pecosa vio con alegría a su madre, pero al segundo siguiente al tomar consciencia de como estaba, sucia de pies a cabeza, frente a la dura expresión de Betania, tan dura como un cuchillo de acero, la helaron de inmediato. Vio a su padre que no quitaba los ojos de Santiago como si quisiera desintegrarlo como un haz de luz del sol que atraviesa un cristal sobre ojas secas, incinerándolas. 

- ¡Qué es esto! ¡Luisa Adelaida! Mi Dios... tú... tú estás perdida... - habló el descontento de Betania. 

- Mamá - a la pelirroja le dolieron aquellas palabras -, no me trates así. Yo...

- Qué vergüenza... ¡Mírate! ¿Qué hacías en Los Jardines? ¿Te revolcabas en las hierbas con este muchacho? 

- Señora, Adelaida es una dama íntegra. Ella está en ese estado porque...

- ¡Cierra la boca que nadie te pidió que hablaras! - gruñó Gregorio. 

- Papá no lo trates así - le rogó Adelaida a su padre. 

- ¿Qué te pasa Adelaida? ¡Estás arruinando tu vida! ¡Arruinaste tu futuro con Joshep! Pensé que con traerte aquí ibas a... - Betania se quedó en silencio, la verdad es que su esperanza era que su hija se enamorara en Bardolín como lo hizo ella, conmovida por la magía de aquel pueblo. Pero lo que tenía en frente la sobrepasaba, su hija le parecía la mujer de un minero de una mina de carbón. No era la dama que imaginaba encontrarse. Era demasiado para ella. Su hija la había desilucionado hasta los límites.

- Mañana mismo nos vamos de aquí - le dijo Gregorio -. Tomaremos el tren del mediodía.

- No papá - Adelaida trató de acercársele, con sus pequeños hermosos ojos llenos de lágrimas -, no me quiero ir. 

- Pero si te vas a ir. No te dejaré ni un día más en este lugar.

Adelaida miró por encima de ellos, tratando de encontrar a su tía abuela, protegerse en su ámparo. Se sintió demasiado sola, olvidada por Dios y su ángel de la guarda, una vez más. No quería irse. No ahora. Ella trató de acercarse a Betania, trató de sostenerse de su mano, trató de sostenerle el corazón de mujer a mujer, pero su madre no podía con su desencanto y no permitió que ella se le acercara más.

- Ni un paso más Luisa Adelaida. Quédate dónde estás. 

- Mamá...

- No sé como no tienes vergüenza de verme a la cara. Creí que podrías ser una dama. 

- Mamá... soy una dama...

- ¡Ja!... mírate... ¿una dama? Mugre, llena de tierra, despeinada como una pordiosera y libertina con ese muchacho de pueblo. A estas horas, en la oscuridad con un hombre. ¿Acaso te parece que eso sea ser una dama?

- Yo conocí una vez a una dama, que se despeinó en Los Jardines enamorada y fue cuando más hermosa se veía - de pronto habló alguien detrás de la sombra de los arbustos que cubrían la verja del jardín. Betania se puso pálida -. Cuantas horas esa dama miró las estrellas a mi lado. Cuantas veces no le importó llenar sus faldas de tierra y hierbas recostada sobre el regazo de Los Jardines. La más dama de todas las damas que jamás conocí. 

Mateo dio un pasó y salió de aquella oscuridad que lo venía resguardando un par de minutos atrás, al llegar en silencio hasta la altura de la casa de la dama de damas. Gregorio lo miró de arriba a abajo. Betania, después de tantos años, miró ese rostro de nuevo. El alma se le quería salir del cuerpo. Quería correr a abrazarlo, quería correr lejos de él. Un amor que no pudo ser porque la familia Bardolín se opuso sin consideración alguna. Un amor que quedó con todas sus puertas abiertas, y sus ventanas rebosantes de la luz de aquellas ilusiones que eran suyas, que siempre fueron suyas. Las piernas le temblaron, se quiso desmayar, como si esa fuera la manera más rapida de huir de toda su tormenta interna.

- Quién es este - volvió a gruñir Gregorio. 

- Mateo Bardolín, para servirle - inclinó levemente la cabeza.

- ¡Mateo! - Gregorio volteó su rostro hacia su esposa - ¿es el famoso Mateo de tu juventud? ¿Qué demonios hace ese tipo aquí?

Más la pobre mujer tenía el alma en un torbellino, se quedó muda. Se quedó pálida dónde estaba. Y reconoció que era cierto, reconoció que muchas horas, días, meses, se resguardaron en Los Jardines, recostados sobre la hierba, entre las flores, bajo la amable brisa y sus murmullos. De todas las veces que se despeinó en un beso, tan apasionado e inocente a la vez. Ninguna de esas cosas la manchó, por el contrario la hicieron sentir viva, capaz de todo en la vida. ¿En que momento había dejado de ser tan libre como lo fue en ese entonces? Y de pronto lo supo... cuando lo perdió a él... cuando Vicencio Bardolín se lo tuvo que llevar a rastras sostenido por dos fuertes obreros de la Masión Bardolín. Cuando vio a Mateo intentar con todas sus fuerzas liberarse, para correr hacia a ella y huir juntos. ¿Dónde? No importaba. Juntos, cualquier lugar estaría bien para comenzar a vivir con libertad todo su amor. 

- Mi familia es dueña de este pueblo, caballero - respondió Mateo tan respetuosamente que a Adelaida le parecía otro. No era el señor altanero de siempre. 

- ¿Su familia? Pensé que doña Raquel...

- No, Raquel no es la dueña de este lugar. O por lo menos no lo será por mucho más - respondió Mateo -. Pero Raquel no está sola.  

-  Mi tía no perderá su hogar - Adelaida lo retó. Betania la miró con ojos confusos.

- Señorita Adelaida ¿Qué le sucedió? - Mateo la miró con gracia. Betania no dejaba de estremecerse por dentro. Su antiguo amado y su hija al parecer ya había conversado con anterioridad - Espero que tú tampoco pierdas lo que te ha dado este lugar.

La pecosa lo miró sin decirle nada. Pudo ver en el rostro de Mateo una verdadera solidaridad con ella. Casi que entendió la relación de odio y respeto que existía entre su tía abuela y aquel hombre que presumía de tener mucha autoconfianza. Excepto en ese momento ante su madre, ante Betania. 

- ¿Tú sabías que este estaba aquí? - le regañó Gregorio a su esposa, ella lo vio con ojos temerosos. 

- No, Gregorio. No sabía nada.

- Creo que si sabías. Por eso tu comportamineto tan extraño. Ya me parecía raro.

- No sabía...

- ¡No me mientas! ¿Quieres verme la cara de idiota?

- Papá... - Adelaida intentó interceder por su mamá.

- Tú no te metas en esto Luisa. No te metas en esto, que tu también tienes mucho que responder.

- He estado tres meses sola aquí, lejos de ustedes. Ni una sola vez recibí una carta de mamá o de ti y ¿tengo mucho que responder? - Adelaida sentía como su orgullo  comenzó a emerger - Te quiero papá, y a ti también te quiero mamá pero me dejaron sola con mi dolor en este lugar. Jamás se los reproché. De pronto aparecen como si nada, como si supieran mucho de mi...

- ¿Tu dolor hija? ¡No sabiamos ya que hacer contigo! ¡No salías de tu encierro! Y Luisa Adelaida, aun no hemos podido superar lo que hiciste en casa de los Villafranca. Aun me cuesta creerlo. Pero de eso no quiero hablar ahorita. ¿Cerca de la estación del tren no hay un hotel? Vamonos de aquí Betania. 

- No me voy a ir - la pecosa tembló, pues nunca había retado a su amado padre.

- Tú vas a venir quieras o no quieras. 

- No papá, no me iré - Adelaida se acercó a Santiago y se abrazó fuertemente a él. El muchacho de las herramientas la envolvió con sus brazos. Muerto, pensó, muerto me la quitan de mi lado. Mateo miró a Betania como si pudieran hablarse con la mirada todavía, como en esa juventud donde casi se entendían con el solo hecho de hacer un gesto. ¿No harás nada? parecía decirle con sus ojos y ella, no sabía que hacer. ¿Dejarás que tu hija y su amado vivan la misma suerte nuestra? parecía decirle con la mirada. Betania miró a su hija, puso sus ojos por primera vez sobre ella de una forma distinta. No vio a la hija, miró a la mujer, se miró en Adelaida, se reconoció en ella. Por eso es que la había traido aquí, para que el mágico embeleso de Los Jardines la regresaran a la vida, que encontrara el amor bajo los cerezos como todo aquel que se quedaba el suficiente tiempo en aquel noble pueblo.Y al verse feliz las dos, tanto Adelaida como ella, pudieran olvidar el triste dolor de lo sucedido en aquel oscuro chalet.

- Entra Adelaida - le dijo Betania aun compungida por sus emociones. 

- No, mamá, no me apartaré de Santiago.

- Muchacho - Betania miró directo a los ojos al joven de las herramientas. Miró en sus ojos la nobleza y la fortaleza de espíritu de él -, ¿Tú amas a mi hija? 

- ¡Qué pregunta es esa Betania! - estalló molesto Gregorio. Betania ni siquiera lo miró. 

- Repóndeme. ¿Cuánto amas a mi hija? 

- No puedo decirle cuanto señora - respondió Santiago sin titubear.

- ¿Por qué? - Betania parecía ida, lejana, melancólica. 

- Porque si le pudiera decir cuanto, no sería amor.

Adelaida se abrazó a él aun más. Betania lo miró admirada dentro de sí. Si le dijera cuanto ya no sería amor. Porque el amor no puede medirse, el amor no puede cuantificarse. El amor está lejos de poder ponerse entero en una respuesta. Era cierto, una pregunta como esa solo se puede responder reconociendo que no tiene manera de responderse. 

- Y que serías capaz de hacer por la felicidad de Adelaida - preguntó aun taciturna - ¿Lo que sea?

- No. Solo lo que ella quiera que yo haga. 

Betania lo siguió admirando. Buena respuesta pensó, no haría lo que fuera, pues si la felicidad de Adelaida dependiera de que yo le pidiera que la dejara ir, porque son de lugares diferentes, el perdería con su propia respuesta. Pero responde tomando en cuenta lo que le pida Adelaida, porque sabe que se quieren el uno al otro. Lo único que haría por hacerla feliz es lo que ella le pidiera en su felicidad. Que dichosa eres hija, pensó. 

- ¿Y si no dependiera de ella?

- No tiene sentido que su felicidad no dependa de ella. 

- Pareciera que depende de ti.

Santiago miró de cerca los amantes y nerviosos ojos de su amada pelirroja un segundo. La miró con todo su amor, pensó en cada momento desde el primer segundo que la vio por primera vez y supo que no era así. Adelaida no dependía de él, como un efermo de una muleta. Aquello no era cierto.

- Adelaida no depende de mi. Cuando la conocí casi que la amé de inmediato, pero ella no se dejaba alcanzar, ella estaba lejana, llena de dureza. Estaba triste por dentro y solo cuando en ella comenzó a brillar una felicidad que nunca supe de donde vino, fue cuando pude acceder a su cariño, a ese lado de Adelaida que pocos conocen porque no se han dado la tarea de tener paciencia para descubrirla. Se quedan en su superficie, en su belleza externa y no entienden que lo que la hace tan hermosa es aquello que no se puede poner en palabras que viene de adentro de ella. Ella se ha acercado más a mi desde que luce tan feliz, tan radiante, tan luminosa. 

Gregorio se quedó pasmado dividido en dos. Reconociendo dentro de sí que ese muchacho que tenía en frente se expresaba de su Luisa Adelaida como nunca escuchó al hijo de los Villafranca hablar de ella. Por un lado se sentía ardiendo en celos al ver como la niña de sus ojos se abrazaba a él y por el otro, algo dentro de sí le decía que ese joven quería a Adelaida como nadie la había querido antes. 

- Ella no se irá sino quiere - Santiago no sonó retador. Sus palabras fueron tal como eran. Una verdad. 

- No me iré mamá - dijo la pecosa mirándola esperando en su madre un pequeño vestigio de entendimiento. Betania la miró en silencio, la miró dolorosa, porque de pronto se descubrió perdonándola con todo su amor, se descubrió reconociéndose demasiado dura para su niña, que ya era una mujer y movida por su alma, por la necesidad que bajo todo su orgullo moraba, le extendió los brazos a Luisa Adelaida. La pecosa titubeó un poco. 

- Ven hija - le pidió Betania. Mas Adelaida no se movió del lado de Santiago sin saber que hacer.

- Ven hija - le rogó. Y la pecosa miró a Santiago sin saber que hacer. El muchacho la soltó y besándola en la frente le dijo que fuera. Adelaida se detuvo a mirar a su madre aun insegura. Hace tanto tiempo que no sabía que era un abrazo de Betania, se había habituado a su expresión dura contra ella, a su distancia, a su estricta educación y tutela, que no sabía como actuar. Pensaba que estaba llena de tierra, sudada. Pero los brazos abiertos de su madre la llamaban con mucha fuerza, deseaba ese abrazo más que muchas cosas en la vida.

- Hija - las lágrimas de Betania empezaron a correr como dos pequeños ríos sobre sus mejillas. El corazón de Adelaida se conmovió y caminando con rapidez se abrazó a ella fuertemente -. Hija, perdóname.

- No llores mamá.

- Perdóname hija... entiende mi dolor. Lo que te sucedió... hija... nadie más que a mi le duele lo que te sucedió. Entiendeme hija que no supe como manejar tanto dolor, tanta pena. Perdóname mi hija, perdóname... estaba aterrada, estaba paralizada que no sabía que hacer... perdóname por traerte aquí por no saber como consolarte... es que yo misma no tenía consuelo hija... yo misma no lo he tenido...

- Mamá - Adelaida cerca del oido de Betania habló en voz baja - No hay nada que perdonar... pero si te hace sentir mejor... te perdono. 

- Gracias hija mia.

- No estés triste. Estoy agradecida por haberme traído aquí. Si supieras lo feliz que soy en todo sentido. Mamá estarías orgullosa de ti misma. Te quiero mamá y comprendo tu dolor. Ahora te comprendo. No llores, pero por favor mamá, por favor, no me lleves de aquí. Si me has traído para mi bién, por mi bién no me lleves de aquí. Y no llores más.

- Tu vida está en la ciudad hija.

- Mi vida está donde mi corazón está mamá. Y está aquí. 

- Sólo estás enamorada. 

- Y tú mamá - se le acercó al oído - ¿Cuanto quieres al señor Mateo todavía? 

Betania por encima del hombro de Adelaida miró a su antiguo amor. ¿Cuanto? No podía decir cuanto. Se apartó un poco de su hija y quedaron una frente a la otra mirándose a los ojos. Ella no sabía que decirle a la pecosa. No sabía. 

- No puedes decir cuanto - Adelaida le dijo bajamente. De los ojos de su madre volvieron a correr las lágrimas. Y la pecosa la abrazó con tanta compasión.

-  Mañana nos vamos Betania. Adelaida ve preparando tus cosas - dijo Gregorio ya no tan seguro como antes.

- Se queda Gregorio - dijo la madre de la pecosa.

- Co... ¿Cómo que se queda? - él se estremeció - ¡Falta que me digas que también te quedas! 

- Gregorio, tú sabes mi historia, yo te la confié... no le hagamos lo mismo a nuestra hija...

- Pero tú me encontraste después, y tuvimos a Adelaida. El mundo no se acabo porque no pudieras estar con este - señaló de mala gana a Mateo con un gesto sin dirección. Mateo no dejaba de hacer otra cosa que mirar a Betania.

- Gregorio, por el amor de Dios... - era cierto que ella intentó seguir con su vida, pero es que aquel amor con Mateo nunca terminó, nunca se cerró, porque los dos fueron separados cuando más se amaban mutuamente, nunca pudieron odiarse, despreciarse el uno al otro. Solo extrañarse, llorarse, anhelarse, resaborearse lo besos en los labios, soñarse hasta el delirio y luego pretender que lo habían olvidado todo... para nunca olvidarlo...
- Luisa Adelaida se viene con nosotros.

- No. Gregorio, tú y yo nos vamos. Adelaida se queda.

Mateo sintió una gran pena dentro de sí. Se alegró por Adelaida pero por el contrario sabía que Betania seguía siendo un imposible para él. Y en la ciudad estaba su esposa, mujer a la que quería. Pero mirar a su más grande amor de su juventud lo hizo sentirse fraccionado en tantos trozos. Por lo menos se sintió satisfecho que su presencia de algun forma había influido en favor de la pecosa. En silencio se colocó el sobrero y comenzó a irse en silencio, pero Betania lo vió. 

- Mateo - no pudo evitar llamarlo. Él se detuvo sacudido de pronto. Volteó lentamente a mirarla.

- Por favor Gregorio, permíteme hablar con él un momento - Betania le rogó a su esposo, que solo la miró en silencio con el entrecejo casi alcanzándole la punta de la nariz - Por favor. Después de esto no lo veré más y tengo que hablar con él. Por favor. Gregorio confía en mi, te amo. Pero por f...

- Está bién, ve antes de que me arrepienta - ella se acercó y lo besó en la boca pero él no respondió al beso. Luego se acercó a Mateo, no lo miró solo caminó a su lado y él la acompañó.

- Estás hermosa - rompió el silencio Mateo, mientras se detenían algo distante bajo la luz de las estrellas. 

- Gracias... Mateo... 

- ¿Eres feliz Betania? - se adelantó a hablar él. Ella asintió.

- Gregorio es un gran hombre.

- No es esa mi pregunta. 

- ¿Qué si soy feliz?

- ¿Lo eres?

- Una parte de mi, la que vivió esta vida hasta aquí. Sí Mateo, esa parte de mi es feliz. Tengo un buen esposo y una hermosa hija. Pero no te miento, otra parte de mi, esa la que no pudo vivir esta vida hasta aquí, se lamenta, preguntándose cómo pudo haber sido, lo que no fue. ¿Me entiendes?

- Te entiendo. Solo quería saberlo, saber si valió la pena perderte. Si lograste ser feliz, nada fue en vano.

- No sé que tan feliz he sido Mateo, no sé si he sido más dichosa de lo que hubiera sido contigo, solo quiero que no olvides que cuando estuve a tu lado, en tus brazos, era la mujer más feliz del mundo. 

- Y yo el hombre más feliz del mundo.

- Nunca te he podido olvidar.

- Nunca la hablaste a tu hija de mi.

- Directamente nunca lo hice. ¿Crees en verdad que jamás podría hablarle de ti? Claro que lo hice, pero nunca directamente.

- Tanto tiempo queriendo tenerte en frente y ahora no sé que decir.

- Yo tampoco sé que decirte Mateo. Solo que te quiero, que te llevo en mi corazón como algo muy especial.

- Quizá preferiría que me odiaras... sería más fácil dejarte ir...

- ¿Dejarme ir? No puedes retenerme Mateo, soy una mujer casada.

- Te retengo dentro de mi, en mi memoria.

- Esa Betania no soy yo. Esa muchacha en tu mente no es la misma que tienes en frente.

- ¿Y el Mateo que está en tu mente?

- Dos fantasmas que no pueden amarse. Dos ilusiones que solo viven en la ilusión. Esa es la Betania en tu cabeza y el Mateo en la mia.

- Pero acabas de decir que me quieres aun.

- Como sé que me quieres tú... ¿pero no sigue siendo un imposible?

- ¿Por qué no me dejaste ir simplemente? ¿Por qué me detuviste? ¿Para hacerme más dificil el recordarte?

- Te detuve porque debemos...

- Decirnos adios... - el completó las palabras de ella, como sucedía en el pasado, cómo si le leyera la mente.

- Cerrar las puertas abiertas. Y darle descanso a nuestros corazones.

- Sabe que te hubiese amado como nadie.

- Lo sé Mateo, lo sé... pero no fue...

- Betania...

- Yo también te hubiese amado como ninguna mujer lo hubiese hecho.

- Pero no fue...

- No fue Mateo. No por nosotros, no fue nuestra culpa.

- Después de esto no te veré más ¿Cierto?

- No lo sé. Pero quienes deben decirse adios son esos fantasmas que llevamos dentro.

- Esta bién Betania. Será así, nos diremos adios.

Y sin que ella se lo esperara, él se acercó y la besó. Ella no luchó, se dejó besar y lo besó, pero así supo que lo llevaba en su corazón como algo sumamente especial, como un amor que jamás olvidaría... mas supo de esa manera que ya no lo amaba. Él descubrió lo mismo. Besó a una extraña, no eran los labios que recordaba y soñaba, en verdad ese beso había sido un adios. Un hermoso adios, donde las almas se despedían en paz, reconociéndose por fin, libre una de la otra. Ella se abrazó a él con mucho cariño y Mateo la envolvió en sus brazos solo un momento. Luego se miraron en silencio y se separaron cada uno tomando su camino. Ahora el recuerdo que llevarían el uno del otro sería una luz y no una cruz. Personalmente habían cerrado las puertas abiertas y bajado las ventanas. Una casa que jamás sería habitada. Pero se amaron de una forma diferente, de una manera más universal, donde sus corazones estaban llenos de gratitud.

- Gracias por amarme como lo hiciste - murmuró para sí mismo Mateo.

- Gracias por todo tu amor - pensó ella en su alma.

Se acercó de nuevo a la entrada de la casa de la dama de damas y miró a su esposo con un amor que antes no había sentido. Estaba libre por fin. Adelaida no se apartaba de Santiago y Gregorio estaba con expresión melancólica. Betania se acercó a él y le sonrió distinta. Él la miró desconfiado.

- Te amo Gregorio, que no te quede duda de eso. Te amo esposo mio - Betania lo besó. Eso si fue un beso. Luego miró a su hija y le sonrió llena de comprensión y feliz por su niña.

- Vive hija, vive tu historia que no tiene que ser igual a la de tu mamá. Vive.

- Gracias mamá - la pecosa le sonrió con amor.

- Cuídala - Betania miró a Santigo y le extendió la mano. Santiago se la tomó.

- Con mi vida señora, con mi vida la cuido - respondió él.

Gregorio por su parte no dijo nada, le hizo un gesto al muchacho de las herramientas y le abrió los brazos a su hija la que se abrazó por fin a él amorosa.

- Papá confía en mi. Confía en tu hija.

- Yo confio plenamente en mi hermosa dama. Solo quiero que nadie te haga daño.

- No me hagas daño tú papá y déjame aquí. No me quiero ir.

- Hija te amo tanto - la abrazó y la besó en la coronilla varias veces como si fuera aun su nena pequeña.

- Yo también papá, te amo mucho. ¿Confías en mi?

- Confío en ti hija... pero si lo piensas mejor mañana mismo podemos...

- Papá mejor no lo puedo pensar. ¿Me quieres ver amada?

- Claro hija.

- Déjame junto a Santiago. ¿Me quieres ver feliz?

- Sí hija.

- Cree en mi. ¿Me quieres siempre a tu lado?

- Por siempre mi niña.

- Llévame en tu corazón sabiendo que soy feliz y amada.

- Hija, cuando estabas junto a Joshep creía que ibas a ser tan feliz ahora me asusta que no lo seas aquí tan lejos de nosotros.

- Papá, con Joshep nunca supe que era la felicidad. Nunca, no hay comparación. Y soy feliz no por Santigo sino porque he decido que viviré feliz cada día de mi vida. Y esa felicidad la quiero compartir con él porque sé que me ama como nadie nunca me amó. Merece mi felicidad.

- ¿Tan bueno ha sido contigo?

- Lo amarás tú también si te das la oportunidad de concerlo.

- Que dices... amar a un hombre...

- No te hagas el listo conmigo papá - sonrieron los dos -. Sabes a que me refiero. Lo amarás como a un hijo, porque verás lo bien que ama a tu hija.

- Eso espero.

- Cree en mi.

Gregorio la miró varios segundos en silencio orgulloso de la belleza de su hija. Sintió el gran impulso de abrazarla como si fuera su niña pequeña, pero se esforzó por entender que era ya una mujer. Que sentía como una mujer y que tenía fe en ella.

- Creo en ti hija. Bardolín será tu hogar si así quieres.

Adelaida lo envolvió en sus brazos con tanto amor, con tanta gratitud. Santiago suspiró. Habían esperanzas.

Dios por fin le sonreía.


Mas Dios le sonreía desde el primer día que estrelló su bicicleta frente de la ventana de la más hermosa de las hermosas damas que jamás hubiese visto.  Su hermosa  Adelaida. 















viernes, 3 de abril de 2015

Capítulo 26


Su corazón latía suave, mecido suavemente por las manos de su amor. Cerró los ojos en un sueño despierto, recostada sutil en su hombro. Los pétalos silenciosos caían desde los cerezos, alrededor de ellos. La brisa amable de la tarde, bañada en los perfumes de Los Jardines llegó a ella como un hechizo. Se acercó más a él, intentando sentirlo de maneras nuevas y mientras su miedo se alejaba, sentía que podía unirse más y más a Santiago. En su mente las palabras eran como aves curiosas en las ramas del gran árbol de sus pensamientos; presentes, pero silenciosas. Curiosamente se sentía una dama, cómo nunca lo había sentido antes, con su cabello despeinado, su vestido lleno de tierra de arriba hasta abajo, sudorosas las pieles. Sentía que ya nada mancharía su esencia, porque brillaba con su propia luz. Él acarició su mejilla apartando un pequeño pétalo que se había atrevido a besar ese rostro que por deseo y amor le pertenecía; ella se dejó tocar el alma, se dejó alcanzar por primera vez en esa caricia. Se sintió liviana, cómo si estuviese llegando a la vida por primera vez, sin cargas, sin penas, sin miedos, se sintió amada. Él sentía el calor de ella sobre la mitad de su pecho, el cálido y acompasado aliento de ella rozando su cuello. La miró, observó sus ojos cerrados. La envolvió con mayor deseo de protegerla, la acercó suavemente hacia él y a diferencia de ella, su mente estaba llena de pensamientos inquietos, como aves que vuelan en las primeras horas del día, dándole la bienvenida al Sol y a su luz dorada, trayendo la buenanueva de un nuevo día. Ella dejó deslizar su brazo hasta que su pequeña mano quedó sobre el pecho de él, sobre su corazón, sobre sus latidos. La sostuvo, cómo la vez que la conoció, la sostuvo como una paloma blanca en su mano, y miró compasivo, una vez más, las heridas que se había hecho horas antes. Frágil, como un pétalo de cerezo, hermosa y suave. La volvió a dejar sobre su pecho y la cubrió con la suya, como si la mano de ella fuera toda ella, como si pudiera amarla y protegerla dos veces. Adelaida suspiró tan leve, tan delicada, tan profunda, que no había duda que la felicidad era lo que buscaba salir de su alma a través de su ser, hacia Santiago. Él apartó un mechón de fuego del cabello de ella, que había caído silencioso sobre los labios de su musa. Esos labios, pequeños, que dibujaban la forma de un beso, o el deseo de uno; llenos de rubor, cálidos; tan cerca, unidos a él por todo el intenso deseo que cabía entre el breve espacio que los separaba de los suyos. Un beso, una caricia con los labios, una pregunta sustituyéndolo. ¿La beso? No sabía a quién le preguntaba, su corazón le decía que sí, su alma le decía que sí. ¿La beso? Si tan solo lo pidiera, si tan solo mostrara la mínima evidencia del mismo deseo. ¿La beso? Si ya antes de besarla con los labios, mil veces ya la he besado con mis ojos. Mil veces besada, sobre sus pecas, sobre sus labios, sobre su alma. Besada infinitamente en la distancia. Besada sobre un minuto silencioso mientras ella sonríe, mientras el amor crece sin hacer ruido, como un retoño de cerezo. Ella, abrió lentamente sus ojos y lo miró, en lo más hondo de sus pupilas, lo miró tan amorosa, tan suya, como si hubiera escuchado su pregunta silenciosa. Él acarició su rostro y mirándola a los labios...  se acercó... 

Mas ella puso suavemente sus delicados dedos sobre los labios de él deteniéndolo y se le volvió a abrazar del cuello, fuertemente. 

Santiago pudo sentir el corazón de ella latir tan velozmente. Se le aniñó en los brazos, la sintió sumamente frágil, la sintió nerviosa. Aunque quería ser amada, no sabía como serlo, nunca la habían amado. Y aunque su miedo se iba de ella como el hielo del invierno se va poco a poco con la llegada de la primavera, aun llevaba el recuerdo del último beso que tocó sus labios, del que la destruyó estando confiada, entregándose por completo. Si Santiago lo hubiera sabido, le hubiera dicho que aquello nunca había sido un beso. Que un beso no es lo que sucede cuando dos labios se encuentran, un beso es lo que vive después de que esos labios se separan. Un beso siempre se da con el alma, sino es así, es simplemente el tropiezo de dos labios, encontrándose vacíos. Un beso une invisiblemente a dos amantes, un beso que muere al instante, no es un beso. Es solo una chispa de un fuego más grande que no consiguió encenderse. No importa Adelaida, pensó él,  yo estaré aquí pacientemente hasta que estés lista de unirte a mi alma, no temas, no tiembles como una pequeña liebre acurrucada en mis brazos, estás a salvo. Hay tantas formas de amarte y un beso es solo una de ellas, te amaré de todas las maneras posibles, Adelaida, hasta que desees mis besos. Te amaré de todos los modos posibles, hasta que me pidas un beso. Te amaré de todas las formas posibles hasta que me ruegues un beso, y entonces, ¡Oh preciosa, te besaré de tal manera que sabrás por primera vez lo que es ser besada! Y más que ser besada, serás amada en un beso. Y así me besarás y seré amado en tus labios, en su suavidad, en su dulce calor de sol diminuto. Y nos besaremos, y serán dos besos tocándose con labios, serán dos labios tocándose con besos. No temas, que acepto mientras tanto, el beso de tu mirada, el beso que me da tu voz, el beso del sonido de tu risa. No temas Adelaida, el Amor es paciente, porque el tiempo le pertenece. Por eso sé que te amo, porque te espero cada hora, cada día, cada momento indefinido. Porque puedo seguirte esperando hasta que estés lista para recibir todo el inmenso amor que llevo dentro y tú, pelirroja hermosa, has desatado en mi como una hoguera hecha con nuevas leñas. Llenando de tibio descanso de paz la morada de mi alma y de mi corazón. No temas, no tiembles, que estás en mis brazos y ahí solo puedes ser amada. Solo eso.

De los ojos de ella, una lágrima se escurrió, pero no era una lágrima llena de tristezas. Era un cristal lleno de gratitud, una respuesta de su alma por sentirse protegida cerca a él. Se lamentó de no estar lista para ser besada, se lamentó de no estar segura de cómo besarlo. ¿Cómo se pone tanto amor en un beso? No, realmente es al contrario, un beso tiene que ponerse en el amor. Pero ella sentía que aun le faltaba amarse un poco más a sí misma. Así podría entregarse sin los traspiés que daba su alma de vez en vez, llenando su andar de divergencias. Perdóname Santiago, pensó, no eres tú, soy yo que no sé como ser besada, soy yo que solo he sabido ser lastimada y no quiero que saborees eso en mis labios. Quiero que recibas lo mismo que estás dispuesto a darme, quiero besarte con ese mismo deseo que brilla en tus ojos... ¡Y sí amor, sí quiero besarte! Pero quiero besarte con labios amantes, quiero besarte desde adentro de mi, porque quiero besarte hasta dentro de ti. Perdóname Santiago, por detenerte en lo indetenible, te juro que tu beso que quedó en mis dedos lo llevaré a mis labios. Ese beso no se desperdiciará, lo recibiré por partes, lo llevaré a mi antojo donde vaya, y así aprenderé a besarte, porque sé que con el mismo amor que hubiese quedado tu beso en mis labios, así quedó en mis dedos. ¿Sientes como tiemblo? ¿Ves como evito verte? Son cosas del amor de una mujer, que mostrándote una cosa quiero lo contrario. Porque el dolor me enseñó a ser así. No te pongas triste Santiago, solo que aun no, todavía no. Esta fruta no está madura aun, aunque sueña con su propio dulzor, aunque sueña endulzar la vida de aquel que sepa saborear de mi, lo mejor de mi ser, amándome hasta la última gota de lo que soy. Estoy en tus brazos ¿lo ves? ¿Acaso nuestros cuerpos no están en un largo beso, juntos, desde largo rato? Estoy en tus brazos Santiago, eso debe decirte más de lo que digo. ¿Si no quisiera tus besos estaría así en tus brazos, tan a tu merced? Pero se que aquí estoy segura, sobre tu pecho, abrazada a ti como si fueras mi isla, dentro del mar turbulento de mi vida. Gracias por hacerme sentir protegida. Gracias por mirarme como lo haces, haciéndome sentir que mi belleza es real. Haciéndome sentir una mujer deseada, más allá de mis formas y molduras. ¿Me perdonas? Date cuenta de lo arrepentida que estoy de no dejarte avanzar. Pero estoy en tus brazos... Santiago, estoy en tus brazos... sigue amándome cómo lo haces y yo querré más... mucho más de ti.... Santiago... 

- Abrázame - le rogó como un susurro, él la envolvió aun más con sus brazos. 

- Discúlpame - le dijo él por intentar besarla. 

- No digas nada Santiago - le imploró ella suavemente cerca de su cuello -, solo abrázame.

Se volvieron a quedar en silencio, es que estaban en el lugar donde las palabras sobran, donde lo que se quiere decir no tiene pronunciación. Donde callar vale más que decir mil discursos. Santiago comenzó a acariciar el cabello de su musa y ella, poco a poco se fue relajando, tanto que comenzó a quedarse dormida, sintiéndose segura y agotada por el arduo trabajo con la pala. Suspiró llena de paz y el mundo se quedó en silencio para ella, se quedó ligeramente dormida en brazos de Santiago. El terminó de soltar los moños del cabello de ella, y acomodó la hermosa melena roja de Adelaida sobre el hombro de la pecosa. Le pareció una diosa dormida, se sintió extrañamente poderoso, inamovible, al sentir que era el guardián de los sueños de tan hermosa dama. Pasó por su mente el fugaz pensamiento de la ausencia de ella, su mente le hizo el mal juego de imaginar como sería de pronto no tenerla en Bardolín. La miró respirar hondamente, la sintió tan de él, tan dentro de su regazo que le pareció imposible la idea de no verla más en algún día cercano. Alejó ese pensamiento de sí mismo lo que más pudo. Nada, absolutamente nada en el mundo podría en ese momento quitársela de los brazos, ni el más grande pensamiento, ni la más férrea tormenta, nada. La sostenía con su amor y eso era un lazo que solo el podía romper. 






La brisa sopló sobre ellos amablemente, después del largo viaje en el tren, querían llegar lo más rápido posible. El automóvil se desplazaba con premura en dirección a Los Jardines de Bardolín. Habían querido llegar el mismo día de su cumpleaños pero él estaba demasiado impaciente de ver a su niña. No era que ella no quería verla, por el contrario, se moría por ver a Adelaida, pero aun llevaba por dentro el trago amargo, la decepción que sentía por el mal comportamiento de su hija. ¿Cómo habría influido su tía abuela Raquel en Adelaida? No había duda de que la había enderezado, de que la había convertido en una respetable dama de altura, de sociedad, digna de una vida decente. Tenía ansiedad de ver a su hija, de ver a la dama en que tenía que haber sido convertida durante todos esos meses. Aunque... en el fondo, Betania guardaba un deseo muy oculto. La verdadera razón por la que la había llevado a ese pueblo, lejos de todo. Recordaba la magia de Los Jardines, recordaba lo amable de ese lugar, tanto que nunca olvidó uno solo de los días que vivió y disfrutó en Bardolín. Pero ese deseo lo llevaba muy en el fondo de ella, casi que se lo ocultaba a sí misma. Había comenzado a oscurecer y ya en el horizonte se podían divisar el primer guiño de las estrellas y en la lontananza a un lado de la carretera unas lejanas luces. Era Los Jardines de Bardolín. Mientras más se acercaban, Betania comenzó a sentirse confundida. La casa más alta del pueblo era la mansión y tenía entendido que ya no estaba habitada, según cartas de la tía abuela. Mas en la distancia podía ver que la planta alta estaba iluminada, las lámparas de algunas habitaciones estaban encendidas. El corazón le latió ansioso y temeroso. Ha de ser efecto de la distancia, se decía a sí misma, las luces me deben estar jugando una mala pasada. Sin embargo, mientras se acortaba la distancia no quedaba duda de que la Mansión Bardolín, estaba ocupada. 

- Ya estamos llegando - dijo Gregorio deseoso de poder ver a Adelaida. Escucharlo decir eso la puso aun más nerviosa. ¿Estaría en Bardolín, Mateo? Dios quisiera que no... ¿o que sí? Su corazón se sacudió confuso en dos direcciones. 

- Sí - asintió ella y volvió a mirar en la distancia hacia Bardolín. 

- Va a ser una sorpresa para Luisa Adelaida. 

- De seguro se alegrará de vernos. Querrá volver pronto a casa. Si es así nos regresamos lo más pronto posible.

- Pensé que querías compartir varios días con tu tía - Gregorio la miró extrañado.

- Sí, pero piensa, Adelaida estará desesperada por volver a casa también. Todos estos meses aquí que debe extrañar su casa, su habitación y la vida de la ciudad - Betania parecía un poco ansiosa mientras hablaba.

Él solo la miró en silencio. Era posible lo que le decía su esposa. Lo importante para él es que ya estaban llegando a Bardolín y pronto vería a su hija adorada. Y lo mejor es que pronto se la llevarían de vuelta a su hogar. No importaba si era un par de días o de semanas que estuviesen ahí. Él había ido por Adelaida, y sin ella no se regresaría a la ciudad. 


El automóvil terminó de llegar y el chofer se detuvo en la entrada del arco. Dos jóvenes cargaron con el equipaje de los dos esposos y comenzaron  a caminar detrás de ellos. Gregorio miraba todo con curiosidad, como aquel para el que el paisaje es nuevo. Mas ella, ella no dejaba de atisbar en la distancia hacia la mansión. No estaba lejos de la entrada, no estaba distante de donde estaban y tenían que pasar por frente. No había otra ruta por esa entrada. Al llegar frente a la mansión, Gregorio se maravilló de la bella arquitectura de dicha gran casa. Ella deparó que la puerta estaba abierta y adentro iluminado, pero tragó hondo cuando miró dentro de su campo de visión aquella ventana en lo alto, aquella ventana que se mantenía viva en sus más ocultos recuerdos. Estaba iluminada y parecía haber alguien en ella. Los esposos caminaron vereda arriba dejando atrás a la Mansión Bardolín, mientras que Betania evadía las preguntas de Gregorio sobre aquella propiedad. Sin embargo, no pudo evitarlo, ni con todas las fuerzas de su ser, voltear hacia atrás, hacia aquella ventana en lo alto, justo cuando pasaba caminando por el lugar donde estuvo parada de muchacha llorando, mirando a su amor el último día que lo vio antes de que se lo llevaran lejos de ella. El corazón se le agitó en el pecho tan duro que casi se desmaya. Había un hombre en la ventana, solo pudo ver su silueta por la luz que salía de la habitación y la noche ya había reinado afuera. Aquel hombre pareció reconocerla, se enderezó, se irguió y ella quiso salir corriendo. No podía ser, era la silueta de Mateo, no tenía duda. Comenzó a ponerse muy nerviosa. Lo mejor era llegar donde la tía Raquel, y esperar al día siguiente para partir a la ciudad lo antes posible. No sabía como iba a reaccionar si se encontraba con Mateo de frente y menos si iba acompañado de Gregorio.

Mañana antes del anochecer, ya debemos estar de vuelta con Adelaida a la ciudad, se aseguró a sí misma en sus pensamientos. No podían estar un día más ahí. 

 En la Mansión Bardolín, en la habitación del piso superior con vista a la vereda principal estaba Mateo, asomado en su ventana tratando de volver en sí mismo.

- Betania - dijo en la soledad de su habitación como si hablara con alguien, caminando de un lado a otro -, juro por Dios que esa era Betania.

Regresó a la ventana y la vio andar a lo lejos. No podía haber dudas, era ella. Era su porte, era su rostro, aunque la joven noche podía estarle jugando una broma con sus luces y sombras caprichosas, dibujando un parecido en otra persona solo para jugar con su alma. Pero la ansiedad lo venció y silbó, como hace años no lo hacía, aquellas tres notas con que la llamaba en la distancia. Vio como aquella mujer se detuvo, pero no volteó, se detuvo abruptamente como si le hubiera dolido algo. ¡Dios Santo! ¡Es ella! pensó con el alma en un espiral. 

- ¿Betania te sucede algo? - se le acercó Gregorio un poco preocupado por la expresión de su esposa la que se había puesto pálida y la que se había detenido con una extraña expresión en la mirada. En el primer momento él no relacionó el lejano silbido con la reacción de ella. Lo atribuyó al largo viaje. Solo es cansancio. La tomó del brazo y la ayudó a avanzar. 


En el corazón de Betania se abría una encrucijada. Mateo la había reconocido y le había silbado como en el pasado. Como se llamaban en secreto. Una parte de ella quería correr hacia la ciudad junto a Adelaida y Gregorio, y la otra directo hacia Mateo. Sin embargo sabía que la mejor opción era la primera, buscar a Adelaida y salir lo antes posible de Bardolín. 

Al día siguiente estarían de vuelta en la cuidad.