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domingo, 31 de mayo de 2015

Capítulo 28

Estuvo de pie largo rato al final de la vereda, mirando hacia la luna. Cómo si ella pudiera desde su altura ver el futuro y mostrarle alguna imagen de los días por venir. Una que otra vez un oculto grillo rompía el nocturnal silencio sacándolo de sus cavilaciones, cómo si intentara con su canto traerlo al presente. Se sentía lleno de esperanzas, pero a la vez dentro suyo giraban temores espesos y sinuosos. ¿Y si de pronto todo cambiara mañana? ¿Si de igual forma Los Jardines de Bardolín no tuviesen salvación, que pasaría con ellos? Suspiró profundamente, mirando hacia abajo, hacia el final de los escalones. Su casa estaba a obscuras, durmiente. Se sentó en el primer escalón y se recostó sobre sus brazos cruzados sobres sus rodillas, miró a lo lejos a un perro que acostumbraba recorrer las veredas todas las noches, un alma solitaria como la suya. Lo llamó en voz baja y el can lo miró dudoso, desconfiado, inmóvil; luego subió las escaleras pasando esquivo por su lado. Lo volvió a llamar pero con mucha más amabilidad y el perro dio unos pasos inseguros hacia él, moviendo su cola entre amistoso y temeroso. 

- Ven amiguito - le extendió la mano y el perro olfateó el aire, intentando adivinar si le estaba ofreciendo algo de comer. 

- ¿Dónde vas durante todo el día que solo apareces a estas horas? - le habló amistosamente, pero el perro aunque parecía interesado en acercarse prefirió seguir su camino, lejos de él, dónde si hubiese algo que llevarse al estómago. Santiago lo miró silenciosamente, mientras el animal cruzaba hacia Los Jardines. Tuvo ganas de seguirlo, para salir de la curiosidad, para ver si lograba saber si el flaco perro venía del pueblo vecino del otro lado de los pozos. Sin embargo, en la noche, a pesar de su belleza diurna, aquel hermoso jardín tomaba un aspecto espectral. Había el que decía que podían verse entre las hierbas fugaces fantasmas correr de un lado a otro las noches de luna como aquella. Él no se dejaba asustar por esas historias, aunque a veces, durante las noches que se quedaba en su lugar secreto en Los Jardines, creía escuchar susurros que se mezclaban con el pasar del vendabal nocturno. Galleta le decía que era la hija de Doña Raquel que aun moraba entre las flores, jugando, sin darse cuenta de su suerte. A él no le parecían voces de una niña, le parecían en verdad almas susurrantes, y las veces que las escuchaba terminaba alejándose del lugar. No le gustaban, fuesen lo que fuesen, voces o el simple viento entre las hojas afiladas de los pastos verdes. Y esa noche, lleno de tantas emociones tan profundas, no se sentía de ánimos, ni tan veleroso para ir hasta el gran vergel. Volvió a preguntarse sobre los días siguientes, los cofres, los padres de Adelaida... y sin duda sobre Adelaida y él. Volvió a suspirar profundamente. Sintió el gran deseo de tenerla de nuevo recostada sobre su regazo, con sus delicados brazos rodeándole el cuello. Cuando la tenía cerca se sentía capaz de cualquier cosa en la vida. De que nada podría detenerle. Recordó el momento en que se despidieron, el deseoso de besarla, ella mirando a lo lejos, pensativa. ¿Estaría ella como yo por dentro? se preguntó. La pecosa no le decía nada, solo lo miraba lo que lo ponía nervioso, sin saber que hacer. ¿Se estará arrepintiendo? pensó en ese momento. Más ella le sonreía suavemente y a él se le llenaba el alma de ella. 

- Tengo que entrar - le dijo su amada. 

- ¿Sucede algo? Te has puesto muy pensativa - preguntó el muchacho de las herramientas. Ella movió la cabeza de un lado a otro suavemente. 

- ¿Estás segura que quieres quedarte en Bardolín? - Santiago titubeó un poco temiendo a la respuesta de la hermosa pelirroja.

- Santiago... te soy sincera... hay cosas que extraño de mi casa... pero son más las cosas a las que no quiero volver. En cambio aquí... aquí está mi tía Raquel... le debo tanto, Santiago, no tienes idea. 

-Es una gran persona  - dijo él.

- Es maravillosa... También está Lili, la hermana que nunca tuve. A veces siento que la necesito tanto, a veces siento que es ella la que me necesita tanto. En la ciudad nunca tuve una amiga así y no creo que la tenga - Adelaida se quedó en silencio unos segundos mirándolo de nuevo, cómo si estuviera diciéndose en el secreto de sus pensamientos cosas sobre él. 

- Sí, Galleta es única. Yo tampoco sé que haría sin ella. También es cómo una hermanita para mi - respondió Santiago un poco confuso. Esos silencios repentinos que hacía Adelaida lo preocupaban un poco. Lamentó que la pelirroja no le dijera que él era una de las razones por las que también decidía quedarse, aunque ¿no debía ser obvio? Temprano cuando se abrazó a él frente a los padres de ella. Cuando se aferró a él cómo si tenía la certeza de que estaría segura entre sus brazos, que nadie la podría mover de ahí. 

- Lili es única - dijo al fin ella rompiendo su silencio. 

- Yo... es mejor que yo me vaya - dijo él dando un paso hacia atrás haciendo la muestra de que ya iba a retirarse -. Es tarde. 

- Sí. Ya debería entrar y papá y mamá me están esperando. Tengo tiempo que no los veo. 

- No te retengo más - le sonrió. Ella lo volvió a mirar silenciosa y sin decirle palabras caminó hasta él y se le abrazó al pecho muy cariñosamente. Él la envolvió en sus brazos y la sintió suspirar. Tan frágil, tan delicada, siempre sentía esa necesidad de protegerla e impedir que nada la volviera a lastimar nunca más. 

- Te quiero - dijo ella tan bajamente que él no la escuchó. Se apartó de su pecho y lo miró con los ojos llenos de estrellas. 

- Descansa Adelaida.

- Nos vemos mañana.

- Nos vemos mañana - respondió mientras comenzó a alejarse. Ella no se apartó de la pequeña puerta de la verja del jardín, se quedó ahí mirándolo. Incluso estándo lejos volteó hacia casa de Doña Raquel, y aun estaba ahí, mirándolo en la distancia. Le saludó con la mano y ella le correspondió, luego ella giró y caminó fuera de su vista entrando por fin.  

Se inclinó hacia atrás y apoyó sus manos en el suelo, mientras alzaba la mirada una vez más hacía la luna. Recordaba a la pecosa abrazada a su pecho, pero no podía dejar de pensar que de pronto le parecía lejana de nuevo. Lamentó tener la costumbre de quemarse la cabeza pensando demasiado sobres las cosas que le preocupaban. Deseaba poder olvidarse de esas ideas que estaba teniendo y dedicarse a irse a dormir. En ese momento escuchó la puerta de su casa abrirse, y se incorporó hacia adelante sentado aun en el primer escalón de arriba hacia abajo. Miró en la medio penunbra a Fabián que se detuvo cuando lo miró en la distancia. 

- Iba a buscarte - balbuceó notariamente soñoliento. 

- ¿Desde cuando me sales a buscar en las noches? - le respondió a su hermano sonreído. Aquello le pareció gracioso, más Fabián lo miró con gravedad.

- No olvides que los Bardolín están en el pueblo y se comenta que los han visto muy de noche recorriendo esta zona, hacia la entrada de Los Jardines.

- No he visto más que un perro...

- Entra Santiago - le interrumpió Fabián con autoridad -. Es mejor prevenir. 

- Esta bién, pero no me regañes. Y yo sé cuidarme - el muchacho de las herramientas se puso de pie y caminó hasta el lado de su hermano y este lo envolvió con un brazo, aun con la mirada llena de sueño.

- Santiago, no me perdonaría si te pasara algo. 

Caminaron hacia la entrada de la casa en silencio y Santiago se lo pensó mejor y pasando también su brazo por sobre el hombro de Fabián le dijo:

- Gracias por preocuparte. Seré cuidadoso. 

Sonrieron, cruzaron el umbral y la puerta quedó cerrada detrás de ellos.




Betania estaba pensativa, a solas en el jardín escuchando los sonidos de la noche. Las emociones del día habían mermado y sentía la cabeza más fría para meditar las cosas. No estaba tan emocional como antes y sentía que podía ser crítica de sus propias palabras horas antes. Después de haber conversado largo rato con tía Raquel sobre los acontecimientos de los últimos meses y en especial los de esa tarde en Los Jardines, no podía apartar de su mente la imagen de Adelaida llena de mugre, sudorosa, desaliñada. Su niña haciendo el trabajo de un hombre. ¿En realidad estaba bien que aquel joven que decía amarla la hubiese dejado hacer semanjante trabajo? ¿Palear cómo un obrero? Su hija no había ido a ese lugar a perder su delicadeza, a romperse las manos en labores tan rudas. En el fondo no podía aceptarlo, en fin de cuentas Adelaida debía ser una dama... o era que... ¿estaría condenada su hija a no serlo? Aquella lejana noche en el jardín de los Villafranca, su hija olvidó todo lo que una mujer respetable no debe olvidar. No olvidó una sola cosa de muchas, en un minuto las olvidó todas en manos del hijo del alcalde. Nada más y nada menos. En ese momento, pensó, que la excusa de Adelaida había sido el amor. ¡Nuevamente la excusa era la misma! Mi hija es muy ligera, se dijo en baja voz a sí misma, parece no haber valido tanto esfuerzo. Se descorazonó de pronto. No podía comparar su pasado con Mateo, con el presente de Adelaida con Santiago. No eran la misma cosa. Y fuera de toda comparación era obvio para ella, que los Bardolín eran una familia muy influyente y adinerada, de haber podido vivir su vida junto a Mateo no hubiera sufrido carencias. ¿Qué podía ofrecerle Santiago a su hija? ¿El hijo de Antonio? ¿Qué sería, un cartero más? ¿Adelaida de ser la prometida del hijo de un alcalde a ser la enamorada de un cartero? Respiró un poco angustiada. ¿El amor justifica todas estas cosas? En un mundo de fantasías solamente, en el mundo que solo puede crearse en la cabeza de una muchacha sin rumbo como la de mi hija, pensó. 

- No está bien - dijo apretando los dientes y aferrando con fuerza con una de sus manos la verja del jardín. Comenzaba a arrepentirse de la aprobación que había tenido de la idea de que Luisa Adelaida se quedara en Bardolín, aunque fuese un tiempo más. Por lo menos sabía que había logrado salir de su encierro emocional, que así como había logrado abrir su corazón hacia Santiago, podría hacerlo con otro más respetable. Con otro que si le pudiera ofrecer un verdadero futuro a su hija. Tal vez sería lo mejor, convencer a Adelaida de volver a la ciudad. Cierto era y lo tenía bien claro, que cuando conoció a Gregorio era un comerciante que no poseía gran cosa. Pero Santiago no era Gregorio, eran casos muy diferentes para ella. Y aunque su esposo con los años logró una excelente prosperidad monetaria y vivieron desde entonces cómodamente, a su vez que era un buen hombre; su ideal no era que Adelaida intentara la misma suerte. No tenía por qué. Era su hija y no iba a vivir las mismas angustias que ella, su pelirroja niña tenía que tener una vida distinta. 

- ¿Qué haces sola aquí en este frío? - se acercó Gregorio por su espalda envolviéndola en sus brazos.

- Estoy arrepentida - dijo ella mirándolo a los ojos.

- ¿Arrepentida?

- Adelaida no debe quedarse aquí - dijo en cierta forma temerosa. Sabía que Gregorio no lo tomaría de muy buena gana al ser él quien primero se opuso a que la niña de sus ojos durara un día más en tan lejano pueblo.

- ¿Eh?... Qué tú... ¡Válgame Dios! - se apartó de ella -. ¿Qué sucede ahora?

- Baja la voz...

- ¿Qué baje la voz? ¿Estás escuchando lo que estás diciendo? ¿Ahora estás arrepentida de que Adelaida se quede?

Aquellas palabras se filtraron cómo un espíritu burlón por la ventana de la pecosa y llegaron a sus desprevenidos oídos. La pecosa se paralizó al escucharlas con el cepillo en una mano y su melena roja humedecida en la otra, frente al espejo de la habitación. ¿Había escuchado bien? Dejó el cepillo suavemente sobre la mesa y caminó silenciosa hasta la ventana y miró a sus padres uno frente al otro discutiendo.

- ¿Puedes bajar la voz Gregorio? Es que... no sé Gregorio, es que... lo mejor es llevarla a casa...

- Le hemos llenado la cabeza de una gran ilusión Betania, ¿ahora vamos a quitársela?

- Esa muchacha ya tenía la cabeza llena de ilusiones antes de que llegaramos y precisamente por eso pienso que lo mejor es llevarla a casa.

- No nos lo perdonará - gruñó él.

- Ella no tiene moral para no perdonarnos - Betania no dejaba de recordar el acontecimiento del chalet.

- ¿A que te refieres?

- Recuerda lo que hizo donde los Villafranca.

- No estuvo bien, es cierto. Pero solo se pasó de copas, una muchacha que no sabe beber. Eso no puede ser tan grave tampoco - él se comenzó a sentir muy molesto.

-  Gregorio... - Betania se mordió los labios evitando contarle lo realmente sucedido.

- Yo soy el primero que quiere llevársela de aquí, pero tampoco me parece bien que...

- ¿Te la quieres llevar con nosotros? - le interrumpió ella.

- ¡Claro que quiero! - alzó la voz colérico.

- ¡No grites! - Betania trató de cubrirle la boca - ¡Apóyame entonces!

- Estás demente mujer. ¿Por qué no me apoyaste primero a mi en la tarde cuando llegamos? - apartó la mano de su esposa. Ella se quedó en silencio -. Ah claro... comprendo... en la tarde era más importante el tal Mateo.

- Gregorio...

- Eras otra temprano, todo aquel nerviosismo, toda aquella actitud misteriosa.

- No se trata de mi Gregorio, estamos hablando de Adelaida.

- Ahora eres tú quien quiere hablar de Adelaida y sortear el tema. Siempre evadiendo el hecho de venirla a buscar, de hablar de tu hija que estaba distante de nosotros, ahora eres tú la que quiere hablar de Adelaida.

- ¿Sucede algo? - Raquel se acercó hasta su puerta, hablando con su característica autoridad.

- No tía... nada.

- Sí sucede Doña Raquel. Sucede que en la tarde Betania le dice a Adelaida que se quede en este lugar, ahora dice que no la va a dejar quedarse. Después de llenarle de ilusión la cabeza a Luisa Adelaida, ahora ella "lo ha pensado mejor". Después de convencerme a mi de apoyar que se quedara, el que casi le tuvo que arrastrar para venir a buscar a Adelaida, porque si es por Betania ni para su cumpleaños veníamos.

- ¡Por favor Gregorio, no me pongas ante mi tía Raquel como una madre insensible!

- Les suplico que por favor se calmen un poco - dijo la dama de damas -. Adelaida no está sola aquí en Bardolín. Está bajo mi tutela. Yo no puedo evitar que decidan llevársela, pero si les puedo decir todo el daño que pueden hacerle sino piensan en ella, en especial tú Betania.

- Tía... ¿yo?... Tía pero si en este preciso momento estoy pensando en ella - respondió la madre de la pecosa indignada.

- ¿Cómo cuando me la trajiste?

- ¿Qué quiere decir? - Betania se estremeció, le tenía elevado respeto y temor al mismo tiempo a su tía Raquel.

- En la carta que me enviaste antes de traerla decías que Adelaida solo estaba despechada, "cosas de jovencita" - dentro de la anciana comenzó a arder un resquemor - Te pregunto Betania ¿en verdad lo que tenía tu hija eran cosas de jovencita? ¿Un simple despecho?

- Eh... yo... - la madre de la pelirroja balbuceó un poco. ¿Qué le intentaba decir la dama de damas? ¿Sería que Adelaida le había confesado todo lo que pasó? -. Tía... cosas de muchacha... Estaba deprimida porque su prometido terminó con ella porque Adelaida no cuidó su comportamien...

-  ¡Tu hija fue abusada Betania! - Raquel pareció rugir.

- ¿Qué...? ¿Cómo...? - Gregorio sintió como si el alma se le hubiera salido del cuerpo.

- Tía, Adelaida dejó de comportarse como una dama y...

- ¡Esa pobre niña es más dama de lo que tú y yo juntas jamás llegaremos a ser nunca! ¿Cómo tienes corazón para no reconocer que el tal Villfranca abuso de ella?

Betania se puso pálida. Gregorio le hizo la par, miró como un león furioso a su esposa con sentimientos encontrados.

- ¿Abusada? ¿Me puedes explicar Betania de que está hablando Doña Raquel?

- ¡Luisa Adelaida no fue abusada! ¡Ella se olvido de lo que era, una dama; ella se le entreg...

No había terminado de decirlo cuando sintió una fuerte cachetada que la sacó de equilibrio haciéndola caer sentada sobre la hierba del jardín. Se quedó petrificada en donde estaba viendo a su tía muchísimo más alta de lo que era desde ese ángulo en que la miraba. Raquel estaba fúrica y le daba gracias a Dios que Betania había caído sentada, que si hubiese quedado de pie le daba otra cachetada con mucha más fuerza. Adelaida estaba en la ventana viendo todo aquello suceder. Su corazón volvió a sentir dolor. Su madre la seguía juzgando, su madre la seguía viendo menos de lo que ella sentía que era. Sintió mucha vergüenza saber que su padre supiera lo que realmente sucedió, ella era la niña de sus ojos, ella lo sabía bien. ¿Ahora cómo la vería su padre? ¿De la misma manera dura y crítica con que se había acostubrado a ser mirada por su madre?

- ¿Qué clase de madre eres? ¡Tú niña fue embaucada por el joven Villafranca! ¡La engañó hablándole de amor, la metió en aquel chalet y valiéndose de la inocencia de Adelaida, abusó de ella! ¡Luego la humilló aun más pues no estaban solos, habían dos jóvenes entre arbustos viendo todo lo que pasaba! ¡Tu hija fue violada!

Gregorio caminó con pasos amplios hacia dentro de la casa rumbo a la habitación de su hija. Adelaida no lo vio entrar, sus ojos estaban inundados por dolorosas lágrimas, el dolor que ahora enfrentaba no tenía nada que ver con lo que había pasado en el jardín de los Villfranca, sino en casa, en presencia de su propia madre. Regresó a ella el recuerdo de cómo Betania no quiso acercarse a ella, no quiso abrazarla mientras ella con el alma destruída le contaba lo que le había sucedido. Tuvo la vana esperanza de que su madre la envolviera en sus brazos, que la hiciera sentir protegida, pero la miró con descontento, la miró con decepción. ¡Qué vergüenza tan grande me estás haciendo pasar! le dijo. No la dejó llorar, le dijo que todo lo sucedido le debía servir de lección. Eso le pasa a las libertinas, no a las damas, le dijo.

- Luisa Adelaida - retumbó la voz de Gregorio. Cuando la pecosa lo escuchó cerca de su puerta corrió hacia ella con la intención de girar la llave y no dejarlo pasar, pero antes de llegar hasta la manilla la puerta se abrió bruscamente. Su padre la miró al descompuesto rostro, hinchado de pena, de llanto. Ella se alejó de él.

- No, papá, no, no te acerques - lloraba la pecosa. Gregorio dio un paso hacia ella al ver la reacción de temor tan grande que vio en Adelaida.

- Hija...

- Por favor papá... no... perdóname papá... - Adelaida sintió una vez más como sus rodillas le temblaron, cómo las piernas le fallaron.

- Luisa... por el amor de Dios... dime la verdad...

- Perdóname papá... - su llanto se hacía más doloroso cada segundo que pasaba.

- Dime hija ¿Es cierto lo que dice Doña Raquel?

Adelaida solo pudo estallar en llanto de pie donde estaba. Gregorio se acercó con cuidado hasta ella y la abrazó. Su alma la sentía partida en incontables trozos. Sentía cómo Adelaida intentaba safarse de él, cómo si le tuviese miedo, pero él no la dejó liberarse de sus brazos, la sostuvo con mucha más fuerza intentando transmitirle todo su amor y toda su compasión.

- Hija, mi niña - sin poder contenerlo más de sus ojos también se escaparon sendas lágrimas mientras la pecosa se rendía y dejaba de luchar, mientras se entregaba al resguardo que le estaba ofreciendo paternalmente.

- No me odies como mamá - sollozó la pecosa.

- Luisa, hija, que sucedió esa noche.

- No me odies papá.

- No lo haré hija, lo juro, pero dime que pasó esa noche.

Betania llegó hasta la puerta y se quedó bajo su umbral sin saber que hacer. Gregorio llevó a Adelaida hasta la cama y se sentó junto a ella en su orilla. La pecosa miró a su madre sin saber que sentir, sin saber que buscar en aquella mirada igualmente dolorosa de Betania. La triste muchacha se abrazó con fuerza de nuevo a su padre y cerró los ojos queriendo que toda aquella tristeza se fuera lo antes posible.

- Déjame solo con mi hija - le ordenó Gregorio a Betania de mala gana. Pero en primer momento ella no se movió de donde estaba, no quitaba la mirada de su hija. Sentía la ambigüedad del rencor y la compasión. Le costaba en el fondo perdonarle a su hija lo que había hecho, pero otra parte de ella sabía que no podía lidíar con el dolor de lo que a Adelaida le habían hecho. Sentía una parte de ella que Adelaida pudo haber evitado esa suerte siendo más comedida, más decente, más dama; pero la otra le decía que fue usada en su inocencia, una niña jugando con un lobo, un amor atrapado entre su inocencia de niña y su sentir de mujer. No sabía cómo llevar ese dolor, que sin darse cuenta rechazaba a Adelaida para no sufrir ella, a costa del sufrimiento y la soledad en que dejaba a su propia hija. Su alma intuía eso, más su razón la torturaba con todo aquel pragmatismo de sociedad en donde proyectaba la imagen, tal vez irreal que tenía de Adelaida. Raquel se acercó y la tomó por el brazo y ella se dejó llevar, se dejó alejar de la puerta quedando fuera de la vista de su esposo y de su pequeña. Mientras se alejaba junto a su tía, recordó la primera vez que la tuvo en brazos, esa pequeña muñeca impecablemente blanca, con aquel mechón rojizo de pelo en la cabecita. Era su adoración, no había visto en su vida nada tan hermoso como su niña. La amaba más que nada, su nena sería una de las más bellas de toda la ciudad y tenía el deseo de que fuese respetable, muy admirada, muy noble. Luisa Adelaida la bautizaron, incluso recordó la lucha que dio su nena cuando recibía el agua bendita sobre su cabecita. Será una mujer fuerte, se dijo admirada para sí misma en aquel entonces. Tuvo la mayor aspiración de felicidad para su hija, creó mil sueños en torno a su pelirroja niña. Cuando el hijo de los Villafranca puso sus ojos sobre Adelaida y la cortejó tan caballerosamente se sintió tan orgullosa de la crianza que le había dado, estaba tan orgullosa de ella, de su pequeña dama. Sin embargo, lo que aconteció después la dividió en dos. Se sentía decepcionada, pero no así en el fondo de su alma, pues muy dentro de sí sentía un dolor inmesurable, un sufrimiento indescriptible por lo que le había sucedido a Adelaida. ¿Cómo podía soportar tanto dolor? ¿cómo mirar día a día a su hija hundida en la miseria de haber sido ultrajada? No, no podía. Debía de alguna manera levantarla, hacerla fuerte, hacerle ver que lo que había sucedido no era tan grave como realmente lo era, que debía estar por encima de eso y que no lo olvidara, que nunca olvidara la lección que toda aquella fatal noche tenía que significar. Toda su dureza con Adelaida era porque la amaba y no sabía cómo expresar ese amor sumido en tanto dolor. Quiso hacer de su hija una mujer de acero, que ningún otro pudiese acercarse a ella llenándola de nuevo con romanticismos, pero al mismo tiempo ella, su propia madre la rechazaba. Es que si llegaba a abrazarla se desmoronaría en llanto y sentía que debía ser fuerte para sí misma y para fortalecer a Adelaida. Nunca midió la soledad en la que la había dejado, nunca sopesó el abandono interno en el que debió sentirse su hija. Nunca... hasta ese momento... Horas antes, frente a Santiago había logrado en un lapso repentino poder mirarla de mujer a mujer, pero en ese momento regresaba a ella la necesidad de mirar a la hija, no a la dama caída en desgracia. Necesitaba mirar a la hija lastimada, a la hija que pedía silenciosamente ser consolada, envuelta, sanada. Sentía cómo la amargura que tanto se tragaba le ardía en el pecho y sin quererlo evitar más, lloró, se desbordó.

- Hija - la dama de damas la ayudó a sentarse frente a la mesa redonda. Betania se odió a sí misma, se despreció por lo mala madre que se sentía que había sido. Se llevaba las manos al pecho, se afixiaba de momentos al recordar el rostro de Adelaida el día siguiente cuando despertó de su desmayo después de lo del chalet, la noche que Gregorio la encontró tirada en el jardín. El rostro de temor, de desamparo, la mirada de una niña maltrecha. Recordó esa mirada que le había dolido tanto, la que se negaba aceptar en su pequeña. Recordó cómo a Adelaida le temblaban las piernas, cómo tenía trémulas las manos cuando las extendió hacia ella, sin que ella diera un paso hacia la muchacha llorosa. Ese ser marchito que tenía en frente no era su niña, no era su razón de ser, no era su sol. No, no lo podía aceptar, su dolor la envolvió. Se negó a reconocer la realidad tal como había sido, mejor era tomar la experiencia y convertirla en una lección para Adelaida. Por lo que la hizo sentir merecedora de lo que le había pasado, la hizo sentir culpable para que desde ese momento en adelante se cuidara como debió haberlo hecho ante Joshep y cualquier otro.

- Tía... que mala madre he sido... - miró con ojos atormentados a Raquel.

- Ha necesitado mucho de ti. Aun te necesita Betania - la dama de damas se sentó junto a ella -. No es tarde.

- Ella me debe odiar... - miró hacia la habitación de la pelirroja - He sido... tan...

- Solo tienes que rectificar. Mirarla con verdadero amor y comprensión. Tu hija es una víctima.

- Yo no supe que hacer - respondió Betania sin dejar de mirar hacia la entrada de la habitación -. ¿Cómo debe actuar una madre llena de tanto dolor por el sufrimiento de su hija? Oh tía... mi error fue poner por encima mi propio dolor por el de mi hija que era superior al mio. Pero ¿cómo soportar el dolor de ella? Si acaso apenas podía con el mio. Llevar el de ella me hubiera matado, tía, me hubiera matado.

- Quizá haberle dado espacio entre tus brazos para hacerla sentir resguardada, defendida, consolada, te hubiera hecho algo de bien a ti también - le habló Raquel maternalmente.

- ¿Qué hubiera hecho tía usted en mi lugar? - Betania buscó en los ojos de su tía cómo si pudiera tener la certeza que podría regresar al pasado con la respuesta que le diera ella, para enderezar las cosas.

- Yo buscaba a ese muchacho y lo castraba - Raquel le sonrió -. Hija, para serte sincera ¿quién sabe que hubiera hecho? Lo que si tengo claro es que, si Jazmín hubiera crecido y hubiera vivido algo así, ella hubiera contado conmigo en todo momento. Yo iba a significar para ella todo lo contrario de lo que hubiese significado el dolor, el abuso, el abandono. Si los demás la lastimaban, yo iba a ser su bálsamo.

- Yo no supe que hacer tía. Y terminé siendo tan mala cómo los que le hicieron daño a mi hija. Sus amigas le dieron la espalda, la señalaban en el colegio de señoritas, le decían que ese no podía ser ya su lugar. La muchacha del chalet le gritaban desde lejos, cuando íbamos por la calle. Y Adelaida bajaba el rostro y yo le exigía que lo levantara. Me importó más el que dirían, que lo ella sentía. Los muchachos la acediaban, pensaban que ella era una libertina, que ella se acostaría con cualquiera. Los que no sabían lo que realmente había pasado, le decían la borracha roja. Y Adelaida cada vez se me marchitaba más, hablaba menos, sonreía menos. Se encerraba en su habitación y a veces la prefería encerrada que en la calle, recibiendo ofensas. A veces prefería no verla, para no juzgarla yo. Pero hasta en el colegio nos pidieron retirarla porque no era un buen ejemplo para las otras damas. No tuvimos mejor elección que mudarnos al otro extremo de la ciudad donde nadie la conociera. Cuando nos mudamos el encierro de Adelaida fue tan férreo que Gregorio y yo nos comenzamos a preocupar por su salud mental. Sólo se dedicaba a tocar el piano, aunque a su maestro particular lo dejó de recibir. Cuando venía a casa ella no salía de su habitación.

- ¿Adelaida toca el piano? - Raquel se sintió admirada.

- Hermosamente tía - Betania se enjugó los ojos -. Pero incluso eso dejó de hacerlo. Dejó de escribir poesía...

- ¡Oh por el Amor de Dios! - la dama de damas no salía del asombro -. ¿También escribía, la muchacha que dice odiar la poesía?

- Tía se marchitó. Yo permití que se marchitara. Escritos hermosos hacía... yo estaba tan orgullosa... - nuevamente sus lágrimas asomaron.

- Betania, mírame, Adelaida no está marchita, solo está lastimada. No sabes el bien que puedes hacerle dándole tu apoyo, tu fe en ella.

- Entiendo por qué no quiere irse... no quiere volver a estar cerca de mi...

- No digas eso. Está enamorada.

- Sí, de ese muchacho.

- No Betania, está enamorada de su nueva vida.

- ¿Su nueva vida?

- Date la oportunidad de conocer a tu hija realmente.

- Pero que quiere decir tía. ¿Su nueva vida?

- Betania, acércate a ella. Déjala que se muestre cómo es. Ella necesita que la mires directo a su alma.

La madre de la pecosa se quedó en silencio, opaca, meditativa. ¿Conocer a Adelaida? ¿a su propia hija? Ella creía conocerla. ¿O no era así? ¿Qué debo hacer? pensaba ¿Qué le debo decir al verla? Sintió nuevas ganas de abrazarla, de pronto se sintió extrañándola cómo nunca.

- Pronto es su cumpleaños - murmuró Betania.

- ¿Cuando? Sé que es pronto pero no sé el día.

- El cinco.

- Bueno, prepárale una gran celebración aquí en mi casa - le sonrió Raquel -. Ese puede ser un gran nuevo comienzo para las dos.

Betania también sonrió en silencio, tal vez su tía tendría mucha razón. Comenzó a desear con todo su corazón que Adelaida pudiera perdonarla y que esa parte de su propia alma también pudiera perdonar a la pecosa. De pronto Gregorio salió fuera de la habitación de la triste pelirroja y se detuvo unos segundos y miró a su esposa en silencio, cómo decaído, como si mirara a través de ella. Luego prosiguió hacia la entrada principal.

- Gregorio ¿A dónde vas? - Betania se puso de pie notoriamente preocupada. El se detuvo de nuevo sin mirarla, sus ojos estaban perdidos en muchos pensamientos.

- Necesito aire fresco. Necesito caminar - sin más avanzó y salió de la casa.

Ella no hizo nada, lo dejó irse. Por el contrario caminó hacia la habitación en busca de Adelaida y la encontró recostada, soñolienta, lloroza. Se sentó a su lado sin decirle palabra y comenzó a acariciar la hermosa melana de fuego de su hija. Adelaida cerró los ojos, abandonándose a ese extraño afecto que estaba teniendo su mamá con ella, y bajo la pena de su depresión sintió mucho sueño y quiso dormir para olvidarlo todo.

   

Gregorio se dejó llevar por sus pasos, su alma estaba pendiendo de un hilo. Hace más de un año que le habían ocultado tan grande tragedia. Recordaba una y otra vez el relato de Adelaida, se repetía una y otra vez la imagen horrorosa que creaba en su mente del momento que cayó víctima de la vulgar trampa de Joshep. Y pensar que respetaba y quería a ese muchacho. El que sería el esposo de su hija y parte de su familia, pero no podía superar el hecho de que Joshep no estuviera solo, que hubieran dos jóvenes más viendo a su hija ser abusada, de que la vieran desnuda. Que el hijo de los Villafranca la expusiera de esa manera como si su hija fuera una cualquiera. Sentía que podía matarlo si se le cruzaba en frente en ese momento. La adoración de su vida, su pequeña, su amada hija había sido ultrajada, humillada, abandonada como una poca cosa. Tenía el desmedido impulso de partir a la ciudad en busca de los Villafranca y torcerle el cuello a Joshep. A Adelaida se le tenía que hacer justicia de alguna manera. Lloró mientras apretaba los puños impotente. Esa noche no debió dejarla en la fiesta de los Villafranca, se arrepintió de confiar en el prometido de su hija. Él era su protector y esa noche, sin imaginarlo la había dejado desprotegida. Cuando la consiguió desmayada en el jardín no estaba ebria, estaba moribunda, estaba con el cuerpo y el alma heridos. La hubiera preferido mil veces ebria, hubiera deseado que la historia que conocía fuese la verdadera y no esa pesadilla, su hija abusada y luego humillada por media ciudad, porque el hijo de los Villafranca fue tan poco hombre, por no desmentir y decir la verdad de lo que había pasado aquella noche. Escuchó un suave rumor, el gorgoteo de la fuente de la vereda principal. Se encaminó hacia a ella y de pronto se detuvo al ver una sombra sentada en su borde. No era susperticioso ni creía en apariciones, pero en ese momento esperó no estarse encontrando con algún alma en pena de aquel lugar. Aquella persona se giró al sentirlo cerca. Se miraron uno al otro y se quedaron en silencio.

- Es bienvenido a sentarse - dijo la sombra.

Era Mateo.


 

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