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sábado, 20 de junio de 2015

Capítulo 29


Su mano recorría suavemente el cabello cobrizo de su amada hija. Hacía tanto tiempo que no se detanía a admirar la belleza exótica de Adelaida. Miró su perfil hundido en la almohada, sus pequeños y hermosos ojos cerrados, el contraste entre sus encendidas pecas, al lado de aquellas más tenues y suaves; su tez blanca. Sus graciosos labios que en cualquier mínimo gesto parecían simular un inocente beso. Le pareció de pronto tan indefensa, tan frágil. ¿Cómo pudo esta niña tan frágil soportar tanto dolor? pensó. La pelirroja hermosa llegó a ser tan dura, tan fuerte, pero cómo todas las cosas de la naturaleza que tienen corazas, son tan indefensas por dentro, tan vulnerables, tan sutiles. La admiró de pronto, reconoció que Adelaida tuvo más fortaleza de espíritu que ella. Betania no pudo soportar llevar a cuestas el dolor que sufría su hija, sin embargo la pecosa sobrellevo su propia pena y el desprecio de los demás y la frialdad de su madre. ¿Cómo hizo para poder levantarse cada día y enfrentarse a un mundo que de un día para otro se le volvió en contra, que luego de ser un lugar de oportunidades y alegrías, se le volvió un pandemonium? Un alma pura puede elevarse sobre todas esas miserias, un alma que aun tiene esperanza de encontrar su propia luz. Se le volvió hacer un nudo en el pecho, la dejé tan sola, se dijo en sus pensamientos, le di la espalda y ella siguió adelante. ¿Importaba tanto que Adelaida fuese una dama ejemplar? ¿Ejemplar para quién? El hijo de los Villafranca poco pudo mirar la pureza y la belleza verdadera que traslucía en su hija. ¿La prefería considerada una dama respetable ante la sociedad, o la prefería sin heridas y felíz? Si tuviese que elegir entre una de ambas, sin duda que fuese felíz lejos de todo mal dolor. Sus lágrimas volvieron a surcar su rostro. Nunca había pensado así de su niña antes, le exigía tanto, la enderezaba con estrictas normas, y nunca se preguntó nada sobre la paz y la felicidad que en verdad deseaba que debía merecer Adelaida. La pecosa entreabrió los ojos, parecía aun lejana en sus pensamientos y emociones, pero cercana a las constantes caricias que dejaba su lastimada madre en sus largos y hermosos cabellos pelirrojos. 

- ¿Cómo te sientes? - preguntó Betania sin saber como sonar maternal para su hija. De que ella sintiera de que su pregunta era auténtica y no una evaluación más de su conducta. Mas la muchacha se quedó en silencio. 

- ¿Le contaste todo a tu papá? - Adelaida sentía que su madre estaba siendo honesta en sus atenciones, pero no estaba segura si eso duraría mucho tiempo. De igual modo le asintió suavemente. 

- ¿Y qué te dijo? ¿Está molesto contigo? Conmigo sé que lo está - dijo entristecida su madre a la pecosa. 

- No... - apenas musitó Adelaida. 

- ¿Te dijo algo? 

- Solo me preguntó por qué nunca le dije nada. 

- Por mi culpa... yo te lo prohibí. 

- Mamá - la pelirroja movió la cabeza suavemente de lado a lado negando -. Nunca le dije por miedo. 

- A que te tratara como lo hice yo - la pecosa se quedó en silencio -. Tu papá fue tu soporte, siempre te defendió de todos, siempre te miró y aún te mira cómo su niña... apesar de tus errores. Yo te fallé cómo madre... yo te fallé...

Adelaida miró hacía el rostro compungido de Betania y al mirar en él tan profundo dolor, se compadeció; le sostuvo de una mano con firmeza. 

- No mamá - con los ojos también humedecidos la pelirroja triste respondió -, me fallé a mi misma. Me falló Joshep. Tú no estabas ahí. Tú y papá confiaban en mi. Yo tengo responsabilidad, pero he aprendido a reconocer que tampoco tengo la culpa. 

- Hija es lo mismo...

- No... Antes me sentía culpable, pero no tengo culpa de lo que me pasó mamá. Sin embargo reconozco mi responsabilidad y por eso he decidio avanzar. Dejar de sentenciarme todos los días, asumir mis actos errados, aprender de ellos y dejar de vivir en una autocondena. 

- Que madura te has vuelto. 

- No te culpes más mamá. Tú tampoco te culpes más. Házte responsable...

- De tí - le interrumpió. Adelaida se quedó en silencio mirándola -. Sí hija, entiendo lo que me quieres decir. No culpar a nadie que a estas alturas nada hace cambiar lo que pasó, lo que si puedo hacer es hacerme responsable de mi hija, de su tristeza, de su dolor, de su alegría, de su futuro. Hacerme responsable de mi propia conducta para contigo y ser una madre no culpadora, sino más bien una madre responsable. ¿Sabes hija lo tanto que te amo? Te amo Luisa Adelaida desde el primer momento que te tuve en mis brazos...

La pecosa se incorporó en la cama queriendo abrazar a Betania, pero no sabía que hacer. Aun sostenía su mano con calidez. Vió como su madre tomó la almohada y se la puso sobre las piernas y la intentaba alisar con la palma de su mano mientras de sus ojos las lágrimas corrían desbordadas. 

- Mamá yo también te amo mucho - Betania al escucharla sintió crecer su remordimiento. ¿Cómo puede amarme si la dejé tan sola, si fuí tan indobleganble con ella? Se abrazó a la almohada y bajó la mirada. No se la pudo sostener.

- Mamá suelta esa almohada... y ven... abrázame a mi - dijo por fin Adelaida convencida de sus propias palabras y emociones. Le tuvo que quitar de las manos la almohada y envolverla en sus brazos. Betania lloró dolorosa, mientras su hija le tomaba los brazos y con ellos se rodeaba el cuerpo. Recostó su cabeza en el hombre de la pecosa y se abandonó ahí. No hallaba la manera de conseguir consuelo. No hallaba la manera de aligerar el remordimiento que tenía. Reconocía que era muy difícil dejar de sentirse culpable cómo se sentía en ese momento. 

- Perdóname hija... 

Adelaida miró en el espacio vacío de su almohada sobre su cama y ahí estaba; el libro de Maira. Lo sostuvo en sus manos un segundo y luego se apartó de Betania; caminó rápido hasta la puerta escondiendo el libro detrás de sí al ver a la tía Raquel sentada en el sillón vinotinto mirando hacia ella. Le mostró una sonrisa, que a la dama de damas le pareció extrañamente nerviosa y cerró respetuosamente la puerta de la habitación y giró la llave. A Raquel aquello le dio curiosidad extrema. La pelirroja hermosa de regreso trotó hasta la cama y se sentó al lado de su madre y comenzó a buscar entre las páginas maltrechas del pequeño libro.

- ¡Mi Dios! - exclamó Betania - ¡Ese libro!

- ¿Lo conoces? - Adelaida la miró sorprendida. 

- Sí... ya ni lo recordaba... mi tía te va a matar si se entera que tienes un libro fuera de su biblioteca. 

- Lo sé - sonrió -. Quiero leerte algo.

- No está bien que tengas esto aquí...

- Mamá...

- Está bién - Betania suspiró profundo y le sonrió intentando bordear su pragmatismo. La pecosa buscó rápidamente entre el pequeño y antiguo libro, se detuvo en uno de los capítulos y se le llenó el rostro de ternura. Y comenzó a leer




EL PERDÓN.


No te juzgueís más. Mirad a tu alrededor y no encontrareís ni el tribunal ni al acusante. Los culpables son los que obran con alevosía. Más yo sé, tú, quien leéis estas líneas, que obraste con inocencia y por eso fuistéis lastimada. Pero os digo, sigue inocente, porque no fue la culpa de vuestra inocencia. Culpar vuestra inocencia es culparte a ti misma. Perdonad a aquel que te hizo daño para que puedas estar libre de él. Perdonad siempre. 

Culpar es una carga, el perdón es su purga. Sentir culpa es una carga, perdonarte a ti misma, es su liberación. No llevéis cargas innecesarias, ni de otros, ni vuestras. La vida aunque os parezca un viaje, en ella no necesitáis llevar de equipaje vuestras penas. Mientras más pesadas nuestras valijas, menos lejos llegaréis. Os juro que la vida solo vale su pena cuando podéis ir lejos. Lejos de vuestro pasado, incluso, lejos de vuestro futuro. Ahora es hoy, en este preciso momento en cada paso del segundero la vida avanza. No espera. Y la culpa es solo un ancla que has puesto en vuestro tiempo, no viváis más anclada en el pasado, que el segundero os deja atrás y la vida va adelante.

Yo odié a quién tanto dolor marcó en mi pecho y por mucho que se alejó de mi vida, yo no me alejé de su recuerdo. Un puñal que yo misma clavaba a capricho sobre mi lacerado corazón. Me odié, me culpé, me sentí indigna de amor y a su vez, culpé a otros de mi desdicha. Mi única culpa fue culparme. ¿Si vuestros pies tropiezan con la piedra, de quién es la culpa, de vuestro pie o de la piedra? Os aseguro que no importa la respuesta mientras estéis tirada en el suelo lamentándote de vuestras heridas. No seréis la primera que tropiece contra la piedra, os juro que caí más veces de lo que puede caer un ave sin alas en un hoyo infinito. Perdonad a vuestros pies, perdonad a la piedra, y seguid adelante. Y os suplico, hazte responsable de tu andar. No caminéis como una víctima del camino, vuestro camino es el que dibujan vuestras huellas, no esa senda ajena que han marcado delante de ti. Y Maira te da su palabra de honor, que no tropezaréis más y si tropezáis, no os caeréis de bruces. Ya deja de lamentaros por la piedra que no vistéis venir al paso, ya has caído, eso no lo borrará vuestro juicio. Solo lo cambiará vuestra voluntad de poneros de pie, mirar el resto del camino y andar dejando el tropiezo en el espacio de suelo donde sucedió. No llevéis la piedra en el pie. Dejadla en el camino. Perdonadle y avanzad.

Sé que pensáis que perdonar es tolerar. Mas os digo que tolerar es aguantar el dolor y perdonar es sanarlo. No tenéis que tolerar el dolor, menos el recuerdo y el rencor, que iguales son sirvientes del primero. Perdonad, y libérate de tu pena. Dejadle ir. Abre tus manos, soltadle y veréis que las mismas corrientes del destino alejan su barca de ti. No te afligáis más, tú, preciosa, quien leéis, que sentenciar en vuestro corazón y memoria no somete al agresor a tu condena. Él sigue libre, mientras eres prosionera de vuestro propio dolor y recordatorio. No le retengáis más. Cortad la cadena que los une, pues a ti es a quien arrastra. Creédme, perdonar no es aceptar el golpe. Perdonar es demostrarle a tu alma que ni en tu recuerdo serás de nuevo agredida por aquel. Porque eres valiosa, porque en la vida hay cosas más hermosas para recordar, cómo la mirada de aquel que te ama. Por eso el perdón es Amor, porque solo el alma se sana y se repara en el Amor. No en el rencor, no en la soberbia, no en la venganza, no en la tristeza. Amad y avanzad. Perdonar es avanzar hacia el Amor. 

Sin embargo yo sé, porque quién escribe lo supo así, en la propia piel, que el peor agresor, el más despreciado, el que una y otra vez le permitimos flagelarnos, el que nos hunde a capricho, al que odiamos pero permanecemos a su lado, es nuestro propio Juicio. Ámate y avanzad. Perdonarte es avanzar hacia el amor. Líberaos de vuestra propia iniquidad. Liberaos de vuestra propia venganza. Liberaos de vuestro propio rencor. Queréis ser feliz mientras os acusas. ¿Qué alma puede ser feliz condenada por sí misma? ¿Queréis vuestra alma libre? Perdonádla. Amadla. Avanzad. 

Delante vuestro hay brazos abiertos extendidos, pero estáis mirando siempre al pasado, culpando y culpándote. ¡Girad el rostro, hermosa, y lanzaros a los brazos amorosos que te esperan! Y dejad el pasado en el pasado, el ayer en el ayer, el dolor en el dolor. Perdonadle para que no te duela más, dejadle atrás en el dolor, y vuela libre hacia la alegría. ¡Vivid en el presente! ¡Vivid en la alegría! ¡Corred hacia vuestro Amor, que el dolor perdonado jamás podrá daros alcance! ¿Sabéis por qué? Porque perdonar es purgar el dolor. Porque perdonar es tener el alma libre de cargas innecesarias. Mirad, quien tanto desea amarte, y estáis cegada por la rabia, por la tristeza, por la culpa, y no podéis ver toda la hermosura que te devuelve el espejo en su reflejo. Porque te odiáis y odiáis aquellos que te hicieron odiarte. Perdónate y no tendréis que perdonarlos, porque ya quedarán perdonados. Perdónate y volveréis a mirar tu verdadera belleza. No ese pergemino de sentencias que crees merecer. Inocente, mantente inocente, que solo los inocentes perdonan al siguiente minuto. Solo los inocentes son felices. Porque un alma sin cargas, es libre. Ojalá nunca hubiera sido necesario que perdonaras, pero lleváis dolor en el alma. Perdonad. Preciosa perdónate y avanza hacia vuestro propio Amor. 

Es el primer paso para amar y ser amada de verdad.


Adelaida levantó la mirada del pequeño anónimo libro, hacia el rostro de su madre. La que la miraba con tanto amor, y tanta tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo? se decía en su alma ¿Cómo me voy a perdonar haber lastimado tanto a mi niña, a esta alma tan pura? ¿Cómo puedo perdonarme? Los labios de Betania estaban trémulos, repletos de palabras que no se ordenaban para salir. Quería volver abrazar a su dama, a su hermosa hija. Pero por más que lo intentaba se sentía indigna.

- Hija...

- Mamá que tienes - la pecosa se acercó a ella, dejando el libro de Maira a un lado -. Estás pálida.

- No me lo puedo perdonar - y lloró de nuevo.

- Mamá... mírame... - la muchacha de cabellos de fuego tomó el rostro de su amada madre y con delicadeza, con sus dedos sutiles, le alzó la mirada hacia la de ella - Te amo.

- Ay Luisa... perdóname...

- Mamá - le sonrió con ternura -, no quiero tu perdón, quiero tu amor. Y para eso debes perdonarte. Yo lo he ido entendiendo. Perdónate y avanza hacia mi, hacia mi cariño, hacia mi amor.

- Adelaida hay cosas que aun no me has perdonado, yo lo sé.

- Tal vez mamá, tal vez, pero te amo. ¿Y el amor no es en sí mismo perdón?

- Lo que acabas de leer decía que perdonar es alejarse del que te lastimó.

- No mamá, míralo de esta manera, para mi, lo que entiendo es que perdonar es tener el alma libre de rencor para poder seguir viviendo, para poder seguir amando. Y que solo los culpables son aquellos que hacen daño sabiendo que lo están haciendo. Pero incluso a esos hay que perdonar.

- Hija... ¿tú has perdonado a Joshep lo que te hizo?

- Mamá, no has entendido... Me perdono a mi misma y no tengo que perdonarle, porque ya queda perdonado cómo parte de mis antiguas culpas. Me perdono y sigo adelante con mi vida, hacia un más digno amor. Me libero del mal que me dejó; me perdono, dejo de condenarme, de sentirme indigna; dejo de sentirme merecedora de lo que me sucedió.

- Yo tengo culpa de que te sien...

- ¡Mamá!... ¡Por favor basta! ¡no te culpes más! Quiero que te acerques a mi sin remordimientos - a Adelaida los ojos se le nublaron de lágrimas -. Te necesito.

- Ahora lo sé hija, lo tanto que me necesitaste...

- No importa ya lo pasado. Mamá, te necesito ahora. Te amo mucho. Si supieras lo bien que me ha hecho estar aquí con la tía abuela, en este precioso pueblo. Te lo debo a ti, yo estaba tan hundida que en tu desesperanza no se te ocurrió más que traerme. Y tu decisión me salvó de mi misma. Yo me menospreciaba, yo me odiaba mamá, yo me sentía culpable de toda mi mala suerte. Pero yo actué con mi corazón delante de mi, yo di mi alma, yo di mi amor inocentemente mamá. ¿Cómo puedo ser culpable? ¿Cómo? No hay manera de serlo. Pero tampoco quiero ser la víctima. Tampoco quiero vivir debajo de la sombra del maltrato que sufrí de todos en el Oeste de la ciudad. No quiero vivir bajo la sombra de lo que me hizo Joshep. Yo soy más digna que todo eso. Yo soy más elevada. Yo valgo mamá. Soy una buena mujer, soy una buena dama. Sé que no soy perfecta mamá, pero tengo un buen corazón. Yo estoy por encima de todo lo que me sucedió, porque quiero ser feliz y no voy a seguir permitiendo que el pasado me robe mi paz. No quiero esa carga en mi alma. Me perdono mamá, porque he ido aprendiendo amarme, y solo el amor perdona, porque el perdón es eso...

- Es Amor - asintió llorosa Betania.

- ¿Ves que si lo entiendes? Perdónate mamá y sigamos juntas, más que antes.

Se abrazaron de nuevo. Raquel cerca de la ventana desde el jardín escuchó todo aquello. Le había movido la curiosidad por la extraña actitud de la pecosa al cerrar la puerta. Ya lo comprendía, era por aquel libro. Caminó hasta la verja del jardín y miró la noche clara, iluminada por aquella luna resplandeciente, que dejaba su halo misterioso sobre todas las soñolientas casas de Bardolín. Los insectos nocturnos seguían dando sus serenatas y conciertos entre los pastos mozos de las veredas.

- Así que lo conseguiste Adelaida, el libro de Maira - murmuró para sí misma -. Es una de las mejores cosas que te pudo haber pasado. Escúchala.

Recordó el día que consiguió aquel libro tirado en una de las primeras veredas de Bardolín. Época en la que aquel lugar era muy concurrido por cercanos de la familia de Guillermo. Estaba casi segura que el pequeño texto le pertenecía a una dama muy particular que había visto por aquel entonces. Era muy independiente, muy segura, muy valiente al hablar. Era una mujer que parecía traída de otro mundo. Se veía feliz siempre. Ella en el fondo de su ser la admiraba, porque ella no hayaba la manera de dejar de ser cada vez tan dura. Había todo un mundo de personas señalándola y señalando a Guillermo por elegirla a ella, de entre tantas mujeres.

- ¿De verdad Guillermo... por qué a mi? - se volvió a preguntar después de tan largos años -. Gracias -musitó -, gracias por amarme de la forma en que lo hiciste. Miraste en mi lo que ni yo misma miraba.

 Miró de nuevo hacia la ventana de la pecosa y sonrió. Niña valiente, pensó, te has atrevido a sacar ese libro de mi biblioteca. Mas no estaba molesta como lo podrían temer Betania y Adelaida. Estaba muy contenta de que lo estuvieran leyendo juntas. Deseó que su pelirroja sobrina lograra ser como aquella dama que de pronto recordó, aquella mujer que parecía ser la misma autora del libro de Maira. Nunca supo su nombre, pero siempre tuvo la idea que solo una mujer como aquella podía haber escrito un libro tan valiente como aquel, en un mundo dominado por hombres. Un libro de una mujer escrito para otras mujeres. Aunque también creía que era una bendición no saber quien lo había escrito, pues quien siempre lo leía terminaba siendo reflejo de la autora, como la autora decía que era el reflejo de quién le lee. Libro misterioso, se dijo, escrito anónimamente para que puediera llevar la autoria de todas nosotras, la que lo hemos tenido en manos. Vino a su mente el día en que se acercó a aquella desluzbrante mujer de cabellos café y le extendió el libro, preguntándole si le pertenecía, la dama luminosa, lo miró unos segundos en silencio sin decir nada, luego la miró a los ojos, le sonrió y le dijo que no le pertenecía, que si se lo había encontrado ella, es porque algo tenía que decirle. Recordó que le dijo que un libro aparece como lo hacen los maestros, solo cuando el aprendíz está listo. Fue la última vez que la vio en Bardolín, nunca pudo darle las gracias por esas palabras porque en realidad cuando se sentó a leer el pequeño libro, se conmovió tanto que comenzó a cambiar mucho de sí misma, y casi pudo jurar que aquella dama de melena café, era Maira. ¿Acaso Guillermo no le había dicho que era la esposa de Juan Valladares? "Incluso os ruego, no olvidéis a Juan, llevaros en vuestra memoria un rato más", decía Maira en una de sus páginas.

Volvió a sonreír. Tenía esperanzas en Adelaida, cómo en mucho tiempo no las tenía en nadie, supo que la vida, que Dios, le había traído a la pelirroja y endurecida muchacha no solo para sanarse a sí misma, sino para cambiarle la vida a tan solitaria anciana y tenía el presentimiento, de los cuales había aprendido a confiar con el paso de los años, que Adelaida cambiaría a Los Jardines de Bardolín. Algo brillaba en esa jovencita cada día con mayor intensidad, que hacía que ella no dejara de pensar que la pecosa tenía un propósito y un destino muy grande en tan amable pueblo.

- Preciosa pelirroja, has cambiado la vida de todos los que has conocido en Bardolín... incluyéndome - dijo a la luz de la luna. Regresó sigilosa dentro de casa y se dirigió hacia su habitación, recogió a Jazmín de la repisa donde estaba siempre con su cara de felicidad perpetua, le acarició la rojiza melena y suspiró.

- Vámonos a domir Jazmín. Mañana será otro día - le dijo a la niña de porcelana. Entró en su habitación y cerró la puerta detrás de sí.