Sonriente como una luna creciente, reluciente y hermosa iba ella. Ya había dejado atrás la fuente de la vereda principal y en lugar de ir hacia la izquierda en dirección a Los Jardines, cruzó a la derecha camino al pequeño mercado de Bardolín. Llevaba el cabello recogido en el cenit sostenido entre cintas que simulaban rosas. Miraba todo con ojos nuevos; aunque ya había recorrido incontables veces esa vereda, ese día todo le parecía distinto, más ordenado, más colorido. Toda la belleza que brotaba de su alma la veía reflejada en todas las cosas, como una lámpara que el resplandor que deja delante de sí es su propia luz. Al alcanzar el final de la vereda se dejó invadir por los aromas que venían de todos los tarantines a su alrededor. Especias, frutas, hierbas, colores. Se detuvo un momento frente a verdes perejiles, cilantros y hierbas buenas. Se acercó un poco para olerlas profundamente, no le interesaba llevárselas, solo quería experimentar las sensaciones de todos esos silvestres aromas.
- Señorita ¿le puedo ayudar en algo? - dijo la señora Marta, mientras ataba un manojo de menta con sus manos rollizas.
- Oh... No, no Doña Marta. Muchas gracias - dijo la pecosa mostrando una tierna sonrisa que a la mujer de las hierbas cautivo.
- Señorita Adelaida, hoy está muy hermosa - le dijo pícara -. ¡Ah que mire que esos ojitos llenos de chispa yo los conozco muy bien! ¡Tantas veces que los he visto en el espejo y en otras caras!
- Solo son ojos de felicidad - respondió la bella pelirroja aun manteniendo su rostro risueño.
- Pero usted parece la felicidad con ojos. Afortunado el dueño de esa mirada.
La pecosa inclinó su rostro como una flor al atardecer y pareció mirar hacia el cielo tratando de alcanzar un pensamiento. Luego cerró sus pequeños hermosos ojos un segundo y sus labios volvieron a dibujar una de las más hermosas sonrisas jamás vistas en todo Bardolín. Los abrió lentamente como saliendo de un amable sueño.
- ¡Ay señorita! ¡Usted está enamorada! - dijo la señora de las hierbas mientras tomaba otro manojo de menta sin quitar los ojos de la muchacha.
- De la vida Doña Marta. Qué tenga un hermoso día. Que venda mucho - Adelaida siguió su camino dejando detrás de sí a la señora rolliza la que también le deseo un magnífico día. Cerezas, pensó, que lastima que aun no sea tiempo de cerezas, mientras miraba en todo el lugar los diferentes tarantines llenos de las matizadas frutas que llenaban gran parte del mercado.
- ¡Preciosa dama! ¡Buen día! - la llamó de pronto una voz masculina. Era Mateo Bardolín. Miraba hacia los lados como buscando a alguien -. ¿Cómo está Raquel? ¿Está por aquí para saludarla?
- Buen día - respondió la pecosa mostrándose algo altiva y apretando un poco el entrecejo -. Mi tía abuela está como debe estar. Y no, no ha venido. Sí quiere saludarle usted sabe donde vive.
- Señorita, señorita. Por favor - Mateo comenzó a andar al lado de la joven de cabellos de fuego, siempre con su actitud un tanto altanera y de excesiva autoconfianza -. Creo que debemos comenzar de nuevo a conocernos. No me tenga mala idea, no soy tan malo como a usted le parece.
Adelaida apenas lo tocó con la mirada, mas no le respondió en lo absoluto. Él no dejaba de mirarla con cierta curiosidad amable.
- Eres hermosa como tu madre.
La muchacha pelirroja siguió sin pronunciar palabra. Aunque estuvo a punto de detenerse e interpelarlo. Que no se atreviera a mencionar a su madre, pero no quería arruinarse el día.
- Tengo recuerdos muy especiales de Betania - la voz de Mateo sonó nostálgica, tanto que ella volteó a mirarlo. Él se había quedado en silencio, pensativo mientras iba a su lado mirando a lo lejos.
- Mi madre nunca me ha hablado de usted - le dijo ella con algo de sequedad.
- Yo tampoco nunca hablo de ella - le miró pareciendo otro, más sincero, más auténtico -. ¿Realmente hace falta?
- ¿Qué quiere decir?
- El silencio no es olvido - él volvió mirar a lo lejos.
- A veces sí - le respondió Adelaida sintiendo algo de compasión por él. ¿Jamás a podido olvidar a mamá? Que pena. Ella si parece haberlo olvidado por completo, pensó.
- A veces sí, a veces no. Pero con el silencio nunca se sabe - él le sonrió con gesto paternal.
- Obviamente no está hablando de usted ¿no? - la muchacha pareció ofuscarse un poco -. ¿Me está queriendo decir que mi mamá aunque no lo diga usted cree que aun piensa en usted?
- Señorita - se detuvo apoyándose en su bastón con las dos manos -, hablo de mi. Ante los demás soy un Bardolín intruso entre los tarantines de este lugar que poco a cambiado con los años. No tengo que decirlo, por eso nadie sospecha que vengo aquí porque allá - levantó su bastón dirección al tarantín de la flores - conocí a Betania. Hermosa, con su cabello negro como el azabache, estaba absorta con las rosas blancas que vendía Mercedes. Yo no pude evitar acercarme hasta su lado y contemplarla. Hermosa, como te he dicho. Tu madre era muy hermosa.
- Lo es.
- No tengo duda de ello. ¿Y cómo está ella? - dijo el enderezándose
- En la ciudad, junto a mi papá.
- Claro.
Adelaida vio un rastro de tristeza en la mirada de Mateo, el que se quedó en silencio observándola unos segundos. Serías mi hija, pensaba él, si la vida hubiera estado de nuestra parte. Volvió a mirar hacia el puesto de las flores cómo si pudiera ver el pasado proyectado como una película ante sí.
- Y... ¿usted se casó? - preguntó Adelaida después de mirarlo silentemente.
- ¿Yo? - Mateo salió de su letargo -. Sí. Con una buena dama. No le gusta este lugar. Se quedó en la ciudad.
A Adelaida las orejas se le encendieron. Y se le endureció un poco el rostro de nuevo.
- Pero... si está casado ¿por qué me dice todas esas cosas del silencio, del olvido y de mi madre?
- No sé. Espero que por tu juventud no sepas lo que es aferrar el corazón a algo que no tiene sentido. Pero en fin de cuentas, aferramos el corazón a caprichos, a personas o a recuerdos. ¿Sabrá Dios por qué motivos? Vicios del corazón.
Ella se quedó en silencio pensando en esas palabras. Lo miró de nuevo a los ojos y le dijo con mucha entereza:
- Lamentablemente a mi corta edad ya sé lo que es aferrar el corazón al dolor. Pero también estoy aprendiendo que si mis manos hacen un nudo, mis manos pueden desatarlo...
- Señorita, hay nudos que cuando se aprietan mucho no se pueden desatar - le interrumpió él.
- Se corta la soga. El problema no es el nudo. El problema son las manos que no hacen nada para desatarlo.
Mateo la miró con admiración. La hija de Betania le pareció muy sabia, muy madura. Sus palabras tenían sentido. Uno mismo es el que hace las ataduras, se dijo internamente, uno mismo debe soltarlas cuando necesitamos proseguir. La pelirroja que tenía en frente le acababa de dar una lección. La misma hija de su recordada Betania, tal vez le estaba enseñando a como dejar tanto pasado atrás.
- Señorita Adelaida ¿todo está bien? - se acercó de pronto el señor Ugenio, mirando de arriba a abajo a Mateo Bardolín como si mirara un montón de desperdicios uno encima de otro.
- Sí señor Ugenio. No hay ningún problema - la pecosa le mostró su hermosa sonrisa. Ugenio se alejó con desconfianza aún mirando al Bardolín, el que le parecía un agravio en el paisaje.
- Bueno señorita, mejor me despido - Mateo le dijo amablemente -. No quiero crearle ningún problema.
- A quién no debe crearle problemas es a este noble pueblo - Adelaida lo miró directo a los ojos y con mucha determinación - y mucho menos a mi tía Raquel.
- Me alegra que ya no parezcas tenerme miedo - sonrió él. Mas la hermosa pelirroja no le respondió. Por ella la conversación había terminado pues todavía quedaba mucho de ese hermoso día por disfrutar.
- Buen día - le dijo ella.
- Buen día señorita - respondió el alzando un poco su sombrero. La miró un segundo con admiración y cariño y se dio la vuelta regresando a su actitud altenera. Luego siguió pavoneándose camino hacia la salida del mercado. Adelaida suspiró.
- Por fin - dijo al aire y al levantar la vista el corazón le vibró en el pecho, pero lleno de mucha emoción. No se movió de donde estaba y miró al muchacho de las herramientas a cierta distancia, dudoso frente a un montón de frutas de todos los colores.
Santiago estaba concentrado sosteniendo en sus manos dos duraznos. Se decidía por cual llevarse; miraba su textura, su color, su aroma. Miró hacía las sandías, luego hacia las ciruelas. Estaba un poco indeciso. ¿Qué me llevo? pensaba. El señor de las frutas lo miraba impaciente.
- Jovencito... ¿vas a elegir alguna fruta o las vas a ver una por una primero? - dijo un poco malhumorado.
- Disculpe - el muchacho de las herramientas molesto en el fondo por el comentario del frutero, estuvo apunto de soltar las frutas y darse la vuelta.
- Hola - escuchó que lo saludaban. Era una voz que él amaba. Volteó casi dando un respingo.
- Adelaida - dijo sonriéndole algo nervioso pero ella se veía distinta. Se veía radiante, en sus ojos brillaban muchos destellos y su rostro se veía ruborizado y luminoso.
La pecosa tomó una de las frutas aterciopeladas de las manos de él y con su pañuelo limpió la fruta y la acercó a la nariz de Santiago.
- Siente tan magnífico aroma - Adelaida lo miró esperando su apreciación. Él olió la fruta atrapada en la pequeña y frágil mano de la pelirroja hermosa, pero fue el aroma de ella, su perfume suave el que realmente lo alcanzó nuevamente. Mientras olía el durazno no pudo evitar mirar los hermosos y rojizos labios de ella, como dos gajos de toronja. Esa si sería una fruta digna de probar, sin duda alguna.
- Sí, huelen muy bien - respondió alelado en ella. La bella muchacha le quitó de la mano el otro durazno y extendiéndolos hacia el impaciente señor del tarantín le dijo tras su hermosa sonrisa, ablandándolo:
- Me los llevo - luego mirando a Santiago aun llena de esa gracia y seguridad que lo tenía cuativado le dijo: Yo invito.
- No... Adelaida... gracias pero yo...
- Yo invito - volvió a insistir ella mientras dejaba unas monedas en las manos del ya satisfecho frutero. Ella le entregó el durazno que ya había limpiado y luego se afanó con el otro dejándolo impecable. Así, sosteniéndolo luego como una copa con sus delicados dedos lo acercó al de Santiago -. ¡Salud!
El muchacho alzó su durazno y lo juntó al de ella. Los duraznos parecieron darse un beso.
- Salud - sonrió él. Ella se le iluminó el rostro todavía más mostrando una sonrisa llena de verdadera alegría. Santiago estaba mirando a una Adelaida distinta, una que no conocía y que le gustaba más. ¡Oh mi Dios! pensó ¡Qué hermosa es cuando sonríe así! Desde ese día Santiago amo a los duraznos y a Adelaida... mucho más.
- Te quiero pedir disculpas. Ayer en la tarde... por retirarme así como me fui... - el muchacho pareció apenado.
- No te preocupes - dijo ella antes de morder delicadamente la redonda y dorada fruta. Cerró los ojos -. ¡Deliciosa! ¡Qué deliciosa esta fruta!
- Hoy te ves feliz - observó el muchacho de las herramientas con el durazno aun a medio camino, atrapado como siempre en la belleza de ella, entre sus pecas. La forma de su rostro. Sus ojos cerrados suavemente. Sus labios de toronja -. Ayer te veías triste.
- Ayer Santiago - ella abrió los ojos y lo miró con gracia -, todavía hablando de ayer y no has probado el durazno.
Él mordió por fin su redondeada fruta y en verdad la disfrutó. Como ningún otro durazno que hubiese probado antes y no se debía a que estuviese maduro y dulce. Era el durazno que le había dado ella. Eso lo hacía distinto de cualquier otra fruta que hubiese probado jamás. Adelaida lo miró satisfecha, le mostró una vez más su radiante sonrisa y al muchacho de las herramientas casi se le cae el durazno de la boca. ¡Hermosa! ¡Adelaida es infinitamente hermosa cuando está feliz! pensó. Ella notó la cara de él y se le ruborizaron las orejas igual que sus mejillas. Sin embargo no se sintió tímida, se sintió hermosa como hace tiempo no lo hacía, se sintió bonita.
- Hoy soy feliz - dijo ella casi como un murmullo. Soy la felicidad; no tengo que ir a ningún lado, no tengo que encontrar nada. Soy una dama y estoy hecha de lo que está hecho mi corazón, y hoy está hecho de felicidad. ¡Soy una dama feliz! se dijo a sí misma en sus adentros.
- Entonces me alegro - respondió él. Y aunque él no lo tenía tan claro como ella, en ese preciso momento había dejado de buscar, en ese preciso momento no había nada que encontrar. Detuvo la travesía de su corazón. No tenía que buscar la felicidad en ninguna otra parte. Él y ella eran la felicidad.
Lo demás, el pasado, comenzaba a no importar.
- Tan tierno - se le interpuso León a Mateo en el camino -. ¿Hablando con la hija que nunca tuviste?
- Déjame en paz - le respondió intentado bordearlo, pero León lo sostuvo del brazo.
- Espero que no estés olvidando de quién es familia esa sangre de cabaretera - le dijo apretando los dientes lleno de soberbia. Mateo lo agarró con fuerza por la pechera del chaleco y lo pegó fuertemente contra la pared de una casa de la vereda.
- ¿Cómo has dicho? - le gruñó.
- Por favor Mateo, tu sabes bien quién es Raquel y esa muchachita es de su estirpe - a León se le hacía imposible zafar la mano de su primo de sus ropas.
- ¿Cómo te atreves a llamarla...? - de pronto en la mente de Mateo se presentó una imagen muy conocida. Esa expresión la había escuchado antes, de otra persona, aludiendo al mismísimo León. Sacudiéndolo con más fuerza contra la pared le dijo:
- Dime una cosa León, ¿tiene alguna relación esa muchacha con tu amistad con el hijo de los Villafranca? Él me llegó a comentar que gracias a ti, por decirle que su prometida tenía sangre de cabaretera él se salvó de cometer el peor error de su vida.
- ¿Es que no lo sabes? - le respondió con malicia - ¿La muchacha del chalet? Recuerdas esa desafortunada historia ¿Cierto? Bueno, he ahí a la muchacha del chalet. Esa jovencita con su cara de inocentona no es diferente de su anciana tía.
- ¿Adelaida era la prometida de Joshep Villafranca? - dijo Mateo sintiendo un mal pesar en su cuerpo.
- Lo era. Pero por suerte...
- Lo pusiste en contra de ella por tu odio a Raquel - casi le escupió el rostro.
- Solo le dije la verdad y el mismo la comprobó - León lo miró con soberbia una vez más.
- Una cosa es querer recuperar lo que es nuestra herencia, otra destruir la vida de una jovencita tan buena como esa - dijo Mateo comprendiendo en su alma el por qué la pecosa le había dicho que a pesar de su edad ya sabía lo que era aferrar su corazón al dolor.
- ¿Tan buena como esa? - León rió burlonamente -. ¡Por favor Mateo! Toda tu ceguera es porque es la hija de Betania de la que también tuviste la suerte de no...
Mateo soltó el bastón el que cayó sobre las redondeadas piedras de la vereda sonando tenebrosamente seco. Con sus dos manos sostuvo casi en el aire a León y lo miró con todo el enojo y desprecio que le pudo brotar de adentro. León palideció, el sabía que cuando su primo soltaba su bastón de esa manera era mejor alejarse, pero en ese momento no tenía manera de como hacerlo.
- Tu alma está podrida León - le dijo entre dientes -. Has mandado a llamar al joven Villafranca solo para perturbarla a ella, para perturbar a Raquel a través de su sobrina. En pocas semanas él estará aquí por tu culpa, por tu maldad, por tu odio. Gran Papá estaría tan decepcionado de ti. Somos del linaje Bardolín, no somos malas personas, o por lo menos eso siempre he creído.
- Ahora eres un ángel.
- Siempre he reclamado lo que por derecho creo es mio, pero jamás me atrevería pasar por encima de una inocente niña para jactar mi orgullo. Para sentirme poderoso. Que bajo eres León. Estás podrido por dentro.
- Suéltame - le dijo comenzándose a poner nervioso -. Esa muchachita te ha cegado la razón. Nos han robado por años y ella y su tía y toda la marginal gente de este pueblo se nos interponen.
- No tienes dignidad - lo soltó casi dejándolo caer de bruces -. Tú no tienes nada de valor que se te pueda robar. Y si nosotros, los Bardolín somos todos como tú en el fondo no nos merecemos este hermoso lugar. Por eso Gran Papá fue sabio en sus decisiones.
- No menciones otra vez a ese maldito viejo... - no había terminado de decirlo cuando Mateo ya lo estaba abofeteando tan duro que le hizo sangrar la boca.
- ¿Cómo se te ocurre? - Mateo no salía de su asombro - ¿Cómo se...? Todo esto por lo que estamos luchando, que ahora no sé si sea lo correcto, se lo debemos a Gran Papá. ¡Que has hecho tú y yo sino que comernos la gran fortuna de dejó! Definitivamente estás podrido.
- Me has roto la boca - León miró sus dedos manchados de sangre, luego lo miró con total desprecio -. Voy a hundir a este pueblo, voy a echar casa por casa abajo, y estaré parado frente de cada una de ellas cuando caiga disfrutándolo. Escupiré sobre los pies de cada uno de estos pueblerinos mientras los vea irse de mis tierras. Y a la que más hundiré será a Raquel y si su sobrina se interpone la hundiré junto con ella, las ahogaré en el lodo de las ruinas que quedarán de este lugar. Y el hijo de los Villafranca estará aquí para montar, juntos, nuestras botas sobre sus cabezas mientras se hundan más y más. El tiempo está a mi favor, Mateo, y si te interpones tú, también te hundiré. Te lo juro por Dios que te hundiré.
- Estás demente - Mateo se acercó a su bastón y lo recogió. Luego mirándolo a los ojos casi fundiéndolo con el enojo que sentía le dijo: Tendrás que hundirme entonces. No sabes lo que acabas de hacer amenazándome. Eres un cobarde que solo tiene el valor de ser un calumniador para agredir a esa pobre muchacha. De ahí a más lejos eres un cobarde, no me asustas con tus amenazas. ¿Me vas a hundir? Vamos a ver quién se hunde primero.
- El demente eres tú - le gritó mientras Mateo comenzaba a alejarse mientras intentaba pulir la empuñadura de su bastón -. Somos toda la familia contra ti solo. Claro que te hundiré. Estás solo.
Mateo volteó y lo miró en silencio, luego sonrió muy serenamente mirando a su alrededor, hacia todas las casas.
- ¿Sólo? Eso vamos a verlo - se dio la vuelta y dejó solitario a León carcomiéndose en su propio odio. Maldijo cada hora que lo separaba del día en que Raquel ya no tuviese potestad sobre Los Jardines de Bardolín. Comenzó a caminar agitado por las emociones mientras se juraba a sí mismo que no quedaría una piedra sobre otra en cada paso que daba, que borraría de la faz de la tierra el más mínimo vestigio de aquel lugar. No dejaba de ver en su mente con profundo desprecio el rostro de Raquel y el de Adelaida.
Y sabía que hundir a la pelirroja sería hundir a la Señora de Bardolín.
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