Desde tempranas horas de la mañana un grupo de jóvenes y hombres se habían reunido en torno a los cerezos con picos y palas. Guiados por Gerónimo Valdez se comenzaron las labores de búsqueda. Unos esperanzados, otros sin esperanzas. Raquel se mantenía de pie un tanto en la distancia. ¿Y si escondiste el documento ahí? pensaba ¡Oh Guillermo que locura, jamás se me hubiera ocurrido! Le había indicado a Gerónimo cual sería el perímetro donde sería más idóneo buscar. Esos lugares donde ella y su amado compartieron horas de compañía, amor y pasión. Alzó la vista hacia los viejos cerezos, sus amados testigos de aquellos tiempos. Aquellos amigos silenciosos de su alegría. ¿Serían también los custodios de la salvación de todo Bardolín y de todo lo único que había tenido en la vida? Luego su mirada se fue un poco más lejos, un poco hacia su izquierda, más allá de la cerca alambrada que delimitaba el final de Los Jardines.
- Jazmín - suspiró -. Mi niña.
Miró hacia los pozos, donde estaba otro de los tesoros más importantes de su vida. En algún lugar, ahí, no lejos estaba su hija. Dormida en el tiempo acompañada por su muñeca. Por su leal compañera de porcelana. De la cual en casa tenía una réplica.
- Hija - la llamó en voz baja como si Jazmín pudiera despertar lentamente de su sueño e ir a sus brazos y ser envueltos en ellos. Recordó la tarde que la perdió. Se precipitó de pronto una tormenta en todo Bardolín, no era tiempo de lluvias y aquel cielo grisáceo en la distancia no preocupó a los lugareños pensando que solo sería pasajero. Más no fue así, cuando llegó golpeó con su fuerza todo el lugar, con sus corrientes de aire furiosas como un demonio invisible que quería destruirlo todo. Cuatro niños jugaban a lo lejos cerca de los cerezos y en un descuido de los presentes cruzaron la verja hacia los pozos. Querían asomarse al borde de uno de ellos y mirar que tan hondos eran. No podían entender como podían decir que no tenían fondo. Mamá, en algún lugar deben tener un fondo, le decía Jazmín de vez en cuando a Raquel. Ojalá no lo tuviesen pensó la dama de damas al recordar las palabras de su pequeña pelirroja. Ojalá aun estés cayendo eternamente sin nunca alcanzar fondo. Entre aquellos cuatro niños estaba Jazmín. Aquella improvista tormenta tomó por sorpresa a los infantes, el suelo se hizo viscoso. El lodo se formó rápido por las pocas hierbas que había en esa zona donde estaban y la fuerte brisa empujaba sus pequeños cuerpos hacia atrás llenándolos de mucho miedo. Solo tres niños alcanzaron llegar a la verja y llegaron pálidos de terror donde estaban los demás encontrándose en el camino a una Raquel desesperada buscando a su Jazmín. ¡Se cayó! repetían los tres. ¡Se cayó! lloraban todos. Tuvieron que sostener entre varios a la desesperada madre bajo la demente lluvia, que quería correr hacia los pozos, mas la tormenta había empeorado tanto que no se podía mirar más allá de un par de metros con claridad. Era un riesgo irla a buscar. Los pozos eran demasiado peligrosos en una tormenta como esa.
Las lágrimas salieron de sus ojos en el más solemne silencio. Su rostro no cambió en lo más mínimo su expresión de lontananza, de nostalgia. Cómo si esas lágrimas fueran libres de irse de entre sus párpados a su antojo, libres en su tristeza. Se recordó a sí misma, casi demente, llorando, gritando, golpeando a los que la sostenían. Al mismo Guillermo lo tuvieron que sostener también, parecía un toro sostenido por endebles hombres, que luchaban porque no avanzara más allá de la verja. La lógica no importaba en ese momento. Jazmín lo era todo para ellos, Los Jardines se convirtieron en algo secundario cuando nació su pequeña pelirroja. Ella era la flor del lugar, ella era el jardín, ella era la primavera perpetua, ella era el Jazmín. Esa tarde el mundo cambió para Guillermo y para Raquel. Sus corazones jamás serían los mismos. La dama de damas miró en la redoma central de Los Jardines el recuerdo de los días siguientes. Ese lugar iba a ser muy distinto de lo que era en ese momento. Guillermo y Raquel intentaban seguir como podían con su vida e intentado en memoria de su hija hacer de Los Jardines un lugar único, pero él estaba quebrado por dentro y en un momento de dolor volteó contra el suelo la pequeña carreta llena de pequeñas plantas y semillas. Comenzó a pisarlas, a golpearlas, a sostener los pequeños sacos de semillas y lanzarlos a ciegas. Raquel intentó detenerlo, pero no pudo. Por el contrario terminó uniéndose a él, arrojándolo todo en todas direcciones. Cuando su alma no pudo más buscó el regazo de Guillermo y se abrazó a él con tanta fuerza que lo trajo de vuelta en sí mismo; la miró pálida, diáfana, cómo si de pronto mirara en los ojos de ella el profundo deseo de no vivir más. Sintió terror de perderla a ella también. Y trató de ser fuerte, trató de ser la columna de Raquel, aunque el seguía quebrado por dentro. Roto.
En los meses siguientes no se acercaron a Los Jardines; ella no salía de casa y él intentaba hacerla sonreír aunque fuese lo más mínimo. Sin embargo Raquel iba camino a la locura, no salía de la habitación de su niña. La ausencia de Jazmín le parecía una mentira a la dama de damas, tenía que ser todo una simple pesadilla de la que tenía que despertar en cualquier momento. Pero la ausencia no solo de su niña, sino también de su inseparable muñeca doblaban el silencio, multiplicaban el vacío en aquella casa. Raquel se culpaba a ella misma de su pasado, Dios le cobraba cuentas, le recordaba que no era digna de ser feliz por sus pecados, pero Guillermo le prohibía pensar así. La escarmentaba cuando ella se mal juzgaba, cuando se comenzaba a culpar y a odiarse ella misma por tiempos tan lejanos ya. Para salvarla de su hundimiento él decidió darle una sorpresa a Raquel. Tomó el cabello de Jazmín, la parte que él conservaba de la vez que a la niña le cortaron el cabello, tan largo y abundante que Guillermo conservó una parte, Raquel otra y la tercera parte lo usaron para la muñeca. Fue donde el artista que había hecho la primera muñeca para que este le hiciera una segunda, una réplica de la primera. Cuando el escultor supo la noticia, estuvo mucho rato en silencio sin decir nada. En el mismo silencio doloroso tomó el cabello de Jazmín y con una sonrisa compasiva se despidió de un Guillermo taciturno, después que este le diera algunas indicaciones sobre la muñeca. Una tarde llegó una carta de Gran Papá, era una carta urgente, necesitaba la ayuda de Guillermo en una de sus minas, sus otros hijos no habían querido comprometerse y sabía que de todos ellos Guillermo no lo dejaría solo. El día que tenía que partir fue el mismo día que le entregaban la muñeca terminada, corrió a la casa del escultor en el pueblo vecino para recibirla, para poder dársela a Raquel y partir lo antes posible a auxiliar a Gran Papá. Cuando tuvo la muñeca en brazos no pudo detener sus lágrimas. Agradecido se despidió de su amigo artista y con prisa llegó a casa. Raquel estaba sentada en la mesa del comedor, pensativa, ida, casi vacía, mas cuando él se acercó a ella y le mostró la nueva muñeca, la dama de damas la tomó un largo rato en manos si decir nada, luego mirando a su esposo se le lanzó al cuello abrazándolo con tanto amor, con tanta solidaridad, con toda su alma. Estuvieron abrazados no importa cuantos minutos, fue un abrazo eterno. Él la miró a los ojos con amor, ven conmigo, le pidió una vez más. Raquel negó con la cabeza regresando sus ojos al rostro de la muñeca acariciando su melena roja. Ven por favor, le imploró nuevamente preocupado por tener que dejarla sola. Pero ella se volvió a negar. El resto de su vida se arrepentiría de no haber ido. Cuando llegó la hora de irse, cuando el iba con maleta en mano, se acercó a Raquel y la besó como nunca, la besó tan intensamente amante que ella sintió alivio en su alma, luego él comenzó a caminar hacia la puerta y bajo su umbral se detuvo y volteó a mirarla. Se miraron unos segundos, él le sonrió. Te amo, le dijo y salió camino a la vereda principal.
Fue la última vez que lo vio.
Un día furiosa con la vida y con todo Bardolín, caminó hasta Los Jardines dispuesta a maldecirlos e irse para siempre de ese lugar. Abrió la puerta de hierro que existía en la entrada, pero cuando llegó frente al lugar se quedó paralizada. Las flores habían crecido mezcladas, el paisaje que tenía en frente era demasiado increíble para creerlo. ¿Cómo del dolor de Guillermo y ella nació un jardín cómo ese? Al lanzar las semillas en todas direcciones cada una decidió su mejor lugar al caer. La naturaleza multicolor que tenía en frente superaba toda imaginación que pudiese haber tenido antes de lo que ella quería que fuera el lugar. Pensó que sin duda alguna, en Los Jardines había quedado algo de Jazmín y de Guillermo, incluso de ella. Y en vez de odiarlo, lo amo más. Como si en cada flor vivieran sus dos amados. Esposo e hija. Raquel levantó la mirada de nuevo hacia los que seguían cavando en la tierra en busca de un cofre, o de algo que pudiese contener el documento. Por favor, le rogó a Dios. Deseó con toda su alma que estuviese ahí el escurridizo papel que debía ser firmado por dos personas, las que se harían dueñas absolutas de todo Bardolín. Ese era el deseo de Gran Papá, de que Guillermo y Raquel firmaran el documento. Raquel pensó que de aparecer el documento se lo daría a firmar a Margot y a Gaspar, sus más queridos bardolideños. Dos personas de gran alma y queridos en todo Bardolín. Ella ya era una anciana que no duraría muchos años más. Los Jardines de Bardolín estarían bien cuidados en manos de tan amables y amados amigos. Casi unos hijos para ella.
- ¡Adelaida! ¡Apúrate! - Lili estaba inquieta.
- ¡Ya voy! ¡Ya voy! - le dijo la pecosa desde su habitación yendo de un sitio a otro. Se probaba un sombrero y se miraba al espejo. No, meneaba la cabeza y lo lanzaba sobre la cama. Tomaba otro, igual. Estaba indecisa. La que siempre sin problema se combinaba ante el espejo sin problemas, la que era una maestra del buen vestir de pronto se encontraba dudosa. La verdad era que en ese momento no le importaba verse correcta, sino hermosa. Había perdido la costumbre de sentirse bella que no sabía que hacer. Santiago estará allá, se decía.
- ¡Adelaida! - le insistía Galleta.
La pecosa sin más tomó un sombrero blanco, con tocado de flores y se lo puso sin más, sin mirarse al espejo. Se acercó a la puerta y la muchacha de ojos marrones suspiró aliviada de que por fin su amiga saliera. Era la hora perfecta para mostrarle a Adelaida la vida en Los Jardines, que conociera el floreado lugar justo en el momento que no solo había colores en los pétalos sino también aleteando en el aire fresco de tan hermoso vergel. La hora en que aves y mariposas llenaban todo con sus cantos y matices. La hermosa pelirroja le sonrió apenada por el retraso y salieron sin perder un segundo más camino a Los Jardines, donde en ese día estaban puestas todas las oraciones de los bardolideños. Al avanzar por la vereda principal, al llegar a la altura de la fuente apareció Fabián, como siempre, con su risa de centella. Lili se sonrojó, tanto que casi parecía una manzana.
- ¡Ja! Esa era toda tu prisa - le acusó Adelaida cerca de su oído.
- ¡No! ¡Que dices! - los ojos de Lili se abrieron amplios como dos ventanas -. No sabía que estaría aquí.
- Sí. Claro - le dijo la pecosa entrecerrando los ojos como dos pequeñas rendijas.
- Eres injusta - se sonrió la muchacha de cabellos lacios.
- ¿Cómo que injusta?
- Me acusas por mi prisa, pero no dices nada por tu retraso.
- Mi... es distinto... - la pelirroja se sintió atrapada.
- Sí. Claro - dijo Lili. Se rieron las dos.
- Mi retraso solo es porque no sabía que ponerme - aun trató de defenderse.
- Siempre te ves bella y es la primera vez que te veo tan preocupada de como te ves. Yo sé que no es como te ves, sino como quien te ve - dijo la muchacha de ojos marrones, al mismo tiempo que ponía expresión de desentendida.
- ¿Cómo quién me ve? - a Adelaida las orejas se le sonrojaron -. No sé que estás diciendo.
Lilibeth solo la miró y le sonrió. Fabián se había acercado hasta ellas, mientras caminaban en su dirección.
- Cómo estás Adelaida - caballerosamente saludó a la pecosa. Luego miró a Lili -. Hola Galleta, que bonita estás hoy.
- Gracias - Lili miró con pena hacia su amiga. Nunca Fabián le había dicho algo así y menos delante de nadie.
- Estarás ciego Fabián. Ella está bonita todo los días - dijo la pelirroja provocando al muchacho de sonrisa de centella.
- Sí. lo mismo pienso cada vez que la veo - respondió él sin apartar los ojos de los de Galleta, la que estaba rígida. Sin saber donde mirar, queriéndolo mirar solo a él -. Solo que hoy lo he dicho.
- Deberías decirlo más.
- ¡Adelaida! - Lili la jaló de la manga de su blusa.
- Lo diré más - dijo Fabián, mas Galleta no sabía como mirarlo. ¿Por qué lo está haciendo? ¿Por qué dice eso? ¿Será que..? No, no. No puede ser, cavilaba en sus pensamientos.
- Voy de regreso a Los Jardines que estamos ya en este momento buscando el documento de Doña Raquel.
- Vamos para allá - dijo la pecosa -. Voy a conocer a Los Jardines.
- ¿No has conocido Los Jardines? - dijo sorprendido el joven - ¿La sobrina de la creadora de Los Jardines no los conoce?
- ¿Creadora de Los Jardines? ¿Mi tía? - la pecosa pareció sorprendida.
- ¿No lo sabías? - dijo él. Galleta seguía en silencio pensando por qué Fabián le había dicho aquello.
- No. Sin duda mi tía está llena de miles de historias sobre este lugar.
- Este lugar es ella - pudo decir Lili por lo bajo.
- Así es - dijo él.
- Me dije que antes de irme tenía que conocer a Los... - se quedó a mitad de lo que estaba diciendo. Se sintió mal. También pudo sentir como Galleta la miraba con desamparo. Recordó las palabras de Santiago, se le hizo un nudo en la garganta. No se quería ir.
- ¿Sucede algo? - le dijo extrañado el joven de risa de centella al verla hundida en su repentino silencio.
- No. Nada - ella intentó sonreír -. Me acordé de algo, eso es todo.
Lili unos pasos más adelante le tomó de la mano y la miró con sus grandes ojos llorosos. Adelaida se le estremeció el corazón. Mi hermana, pensó, la dejaré sola. Aunque miró por encima de ella al silencioso Fabián que miraba hacia el frente a lo lejos. No, no estará tan sola. Se dijo en sus adentros que ese día no había llegado, el día de su partida, que en el presente ella estaba en Bardolín y que viviría cada día como si fueran perpetuos. Que disfrutaría cada hora por venir.
- Aquí estoy hermanita - le dijo acercándose a Galleta -. Aquí estoy.
Así llegaron juntas, tomadas de la mano hasta el arco de hierro forjado, que en el pasado sostuvo la reja que cuidaba el paso a Los Jardines. Cruzaron su umbral y comenzaron a recorrer el sinuoso camino que había hacia el vergel. La pecosa no disfrutaba mucho la pequeña subida, su falda se iba llenando de algunas semillas extrañas que se adherían a la tela y sus botas más sencillas, incluso eran demasiado finas para poder caminar con comodidad por ese sendero. Pero olvidó todo eso cuando vencieron la pequeña pendiente y por primera vez, con sus pequeños hermosos ojos, vio a Los Jardines de Bardolín. Se llevó una mano al pecho. Estaba viendo al paraíso.
Se quedó sin palabras.
Adelaida pensó que en ese lugar debían aparecer ángeles. El vendaval hizo sisear todo el vergel, meciendo en el aire las coloridas flores que llenaban todo cuanto veía. El perfume silvestre la envolvía dándole la bienvenida a Los Jardines con sus elaborados bouquets. La cantidad de mariposas era impresionante, no tardaron en posársele en el vestido. Miró los esbeltos árboles que rodeaban, como niños gigantes tomados de la mano, todo el hermoso edén. Trataba de decir algo pero su fascinación la tenía pasmada. ¿Cómo no había venido antes? pensaba una y otra vez. Los Jardines de Bardolín parecían llenarla por dentro de energía, de vivificarla, la hacían respirar paz. Se sentía consentida por una entidad invisible, como si aquel lugar tuviera consciencia de que ella estaba ahí, recibiéndola con amor. Los Jardines eran el reflejo de la gente noble del lugar. Era sin duda el corazón de tan hermoso pueblo, lleno de veredas, flores, historias y cerezos. No tan lejos de ahí miró en silencio a su alta tía. Casi inmóvil como una gran escultura mirando a lo lejos, siguió con la mirada la dirección en donde miraba la dama de damas y vio a un grupo de hombres trabajando arduamente cerca de una robusta hilera de cerezos que delimitaban la parte trasera del vergel. Más allá están los pozos, recordó. Recordó a Jazmín. Su pecho latió con intensidad pensando en su prima, sintió profunda compasión por esa niña jamás encontrada, la que en algún lugar detrás de Los Jardines se mantenía oculta, sostenida por los brazos del tiempo.
- Jazmín - le habló como un susurro -, desde aquí te envío una oración de paz. Te prometo que mientras esté aquí cuidaré de tía Raquel con todo mi ser.
Lili la miró en silencio. No dijo nada. Fabián se había adelantado a ellas, dirigiéndose camino al grupo de hombres que cavaban sin parar. Al llegar cerca notó que habían encontrado restos de algunas cosas, nada útiles. Del documento aun no se tenía ni lejana idea de donde podría aparecer, los ánimos iban decayendo poco a poco incluso en los más entusiastas. Fabián miró hacia Doña Raquel, la miró en silencio, sola, mirando inamovible hacia donde ellos estaban. Sintió compasión por aquella mujer tan querida por todos, la que nunca los trató como intrusos en aquellas tierras que de momento seguían estando bajo su tutela. Ella los recibió como su familia. Realmente pensó, que todos en Bardolín eran la única familia que había tenido Raquel durante todos sus años de soledad. Regresó su atención al trabajo, aferró con fuerza el asidero de su pala y comenzó a remover la tierra que estaba frente a él.
Adelaida recorrió la caminería de lozas azuladas hasta llegar al lado de su tía abuela. La dama de damas no la miró, recibió a la pecosa acunándola bajo su brazo como un ave protege a su polluelo. La muchacha de cabellos de fuego se abrazo a ella con fuerza.
- Tía, que hermoso lugar.
- Hermoso como ningún otro. Aquí cabe toda la tristeza y la alegría de esta anciana - le respondió Raquel sonriendo melancólica.
- Ese documento tiene que aparecer - dijo la pecosa llenándose a sí misma de esperanza.
- Sí hija, tiene.
- No pierda la fe tía. Dios no se olvidará de usted.
Ya se ha olvidado antes, pensó. Sin embargo cuando bajó su mirada a los ojos iluminados de su sobrina se dijo que también tenía sus momentos que se acordaba de ella. Hacía tanto tiempo que no estaba tan feliz por dentro, estaba tan agradecida de que Adelaida pasara por su vida, ya no importaba cuanto tiempo fuese a durar. Su alma había sido llenada de nuevo de amor, de alegría, de fe en el mañana. Se sentía de nuevo como una madre. Se sentía útil para alguien, que sus palabras, amor y compañía podían hacer de Luisa Adelaida, una dama enteramente feliz.
Adelaida pensó que en ese lugar debían aparecer ángeles. El vendaval hizo sisear todo el vergel, meciendo en el aire las coloridas flores que llenaban todo cuanto veía. El perfume silvestre la envolvía dándole la bienvenida a Los Jardines con sus elaborados bouquets. La cantidad de mariposas era impresionante, no tardaron en posársele en el vestido. Miró los esbeltos árboles que rodeaban, como niños gigantes tomados de la mano, todo el hermoso edén. Trataba de decir algo pero su fascinación la tenía pasmada. ¿Cómo no había venido antes? pensaba una y otra vez. Los Jardines de Bardolín parecían llenarla por dentro de energía, de vivificarla, la hacían respirar paz. Se sentía consentida por una entidad invisible, como si aquel lugar tuviera consciencia de que ella estaba ahí, recibiéndola con amor. Los Jardines eran el reflejo de la gente noble del lugar. Era sin duda el corazón de tan hermoso pueblo, lleno de veredas, flores, historias y cerezos. No tan lejos de ahí miró en silencio a su alta tía. Casi inmóvil como una gran escultura mirando a lo lejos, siguió con la mirada la dirección en donde miraba la dama de damas y vio a un grupo de hombres trabajando arduamente cerca de una robusta hilera de cerezos que delimitaban la parte trasera del vergel. Más allá están los pozos, recordó. Recordó a Jazmín. Su pecho latió con intensidad pensando en su prima, sintió profunda compasión por esa niña jamás encontrada, la que en algún lugar detrás de Los Jardines se mantenía oculta, sostenida por los brazos del tiempo.
- Jazmín - le habló como un susurro -, desde aquí te envío una oración de paz. Te prometo que mientras esté aquí cuidaré de tía Raquel con todo mi ser.
Lili la miró en silencio. No dijo nada. Fabián se había adelantado a ellas, dirigiéndose camino al grupo de hombres que cavaban sin parar. Al llegar cerca notó que habían encontrado restos de algunas cosas, nada útiles. Del documento aun no se tenía ni lejana idea de donde podría aparecer, los ánimos iban decayendo poco a poco incluso en los más entusiastas. Fabián miró hacia Doña Raquel, la miró en silencio, sola, mirando inamovible hacia donde ellos estaban. Sintió compasión por aquella mujer tan querida por todos, la que nunca los trató como intrusos en aquellas tierras que de momento seguían estando bajo su tutela. Ella los recibió como su familia. Realmente pensó, que todos en Bardolín eran la única familia que había tenido Raquel durante todos sus años de soledad. Regresó su atención al trabajo, aferró con fuerza el asidero de su pala y comenzó a remover la tierra que estaba frente a él.
Adelaida recorrió la caminería de lozas azuladas hasta llegar al lado de su tía abuela. La dama de damas no la miró, recibió a la pecosa acunándola bajo su brazo como un ave protege a su polluelo. La muchacha de cabellos de fuego se abrazo a ella con fuerza.
- Tía, que hermoso lugar.
- Hermoso como ningún otro. Aquí cabe toda la tristeza y la alegría de esta anciana - le respondió Raquel sonriendo melancólica.
- Ese documento tiene que aparecer - dijo la pecosa llenándose a sí misma de esperanza.
- Sí hija, tiene.
- No pierda la fe tía. Dios no se olvidará de usted.
Ya se ha olvidado antes, pensó. Sin embargo cuando bajó su mirada a los ojos iluminados de su sobrina se dijo que también tenía sus momentos que se acordaba de ella. Hacía tanto tiempo que no estaba tan feliz por dentro, estaba tan agradecida de que Adelaida pasara por su vida, ya no importaba cuanto tiempo fuese a durar. Su alma había sido llenada de nuevo de amor, de alegría, de fe en el mañana. Se sentía de nuevo como una madre. Se sentía útil para alguien, que sus palabras, amor y compañía podían hacer de Luisa Adelaida, una dama enteramente feliz.
Santiago estaba cerca de Toñoño cavando sin detenerse. De pronto había sentido como si toda la realidad de Bardolín hubiese caído sobre él. Su hogar, dependía de que la búsqueda fuera efectiva. Que no se desmayara en los ánimos, que todo la intención estuviese centrada en encontrar el documento de como fuera lugar. Aunque en cada palada, al solo encontrar raíces y rocas se desmoralizaba gradualmente. Toñoño intentaba de igual manera no perder la fe. Tierra, pensaba, solo hay tierra y más tierra. Molesto levantó su pala con soberbia y la clavó con fuerza contra la tierra removida...
¡TOC!
Sonó algo hueco bajo el golpe de su pala. Toñoño sintió un escalofrío que le subió por el centro de la espalda. Se puso de rodillas y con las manos comenzó a escarbar casi sin respirar. Su sudor le corría por la frente y por lo brazos. Sus mejillas estaban un más rosadas de lo normal. Tocó algo duró, estructural, que no se movió al jalar de él con sus dedos. Sacó una pequeña pala que llevaba en el bolsillo trasero de su braga y cavó movido por una creciente ansiedad. Aquel objeto era rectangular y de medianas dimensiones.
- Oh mi Dios - dijo para sí mismo. Había conseguido algo.
Se puso de pie casi incapaz de hablar. Miró a su amigo Santiago el que le devolvió la mirada lleno de intriga. De pronto empezó a señalar con emoción hacia sus pies.
- ¡Lo encontré! - comenzó a decirle al muchacho de las herramientas, el que de casi un brinco llegó a su lado. Todos los presentes hicieron su parte acercándose ansiosos. El muchacho chancho, se inclinó de nuevo y como un perro que busca un hueso comenzó a sacar la tierra con sus manos de los lados de aquel objeto.
Era un cofre.
Cuando todos salieron de su pasmo se lanzaron junto a Toñoño a escarbar, a mover de un lado a otro el mediano cofre tratando de aflojarlo de las férreas manos de las tierras fértiles de Los Jardines.
- ¡Toñoño lo encontró! - gritó un señor hacia la dama de damas, la que se mantuvo sin siquiera moverse de donde estaba. Hasta que no lo tuviera en las manos no se alegraría.
- Tía - Adelaida la miró, pero la dama de damas, parecía de acero mirando hacia el grupo de hombres que parecían moscas sobre un trozo de carne cruda. Lili se mantenía al lado de las dos, orando por que el extraño cofre tuviese en su interior el anhelado documento.
Toñoño por una de las asas y Santiago por la otra lo arrancaron del suelo como si fuera una muela envejecida del removido suelo. Todos iban al lado de ellos llenos de emociones encontradas, mientras estos como por un acuerdo silencioso comenzaron a caminar con prisa hacia la Señora de Bardolín. Al llegar ante la silenciosa mujer, alta como una torre de acero, lo depositaron ante sus pies con cuidado. Adelaida y Santiago se miraron y se sonrieron esperanzados. El muchacho de las herramientas comenzó a quitar la tierra húmeda que estaba pegada sobre la parte superior de la tapa. Poco a poco fue apareciendo una figura. Raquel la conocía. Suspiró profundo. Cerró los ojos pidiendo a Dios el milagro que necesitaban para salvar su amado hogar.
- Doña Raquel ¿Este cofre era de usted y de su esposo? - preguntó uno de los ancianos presentes, mientras los demás hicieron un impoluto silencio. Ella negó con la cabeza. Sin embargo sobre el cofre estaba aquella figura tan conocida para ella.
El escudo de la familia Bardolín.
¡TOC!
Sonó algo hueco bajo el golpe de su pala. Toñoño sintió un escalofrío que le subió por el centro de la espalda. Se puso de rodillas y con las manos comenzó a escarbar casi sin respirar. Su sudor le corría por la frente y por lo brazos. Sus mejillas estaban un más rosadas de lo normal. Tocó algo duró, estructural, que no se movió al jalar de él con sus dedos. Sacó una pequeña pala que llevaba en el bolsillo trasero de su braga y cavó movido por una creciente ansiedad. Aquel objeto era rectangular y de medianas dimensiones.
- Oh mi Dios - dijo para sí mismo. Había conseguido algo.
Se puso de pie casi incapaz de hablar. Miró a su amigo Santiago el que le devolvió la mirada lleno de intriga. De pronto empezó a señalar con emoción hacia sus pies.
- ¡Lo encontré! - comenzó a decirle al muchacho de las herramientas, el que de casi un brinco llegó a su lado. Todos los presentes hicieron su parte acercándose ansiosos. El muchacho chancho, se inclinó de nuevo y como un perro que busca un hueso comenzó a sacar la tierra con sus manos de los lados de aquel objeto.
Era un cofre.
Cuando todos salieron de su pasmo se lanzaron junto a Toñoño a escarbar, a mover de un lado a otro el mediano cofre tratando de aflojarlo de las férreas manos de las tierras fértiles de Los Jardines.
- ¡Toñoño lo encontró! - gritó un señor hacia la dama de damas, la que se mantuvo sin siquiera moverse de donde estaba. Hasta que no lo tuviera en las manos no se alegraría.
- Tía - Adelaida la miró, pero la dama de damas, parecía de acero mirando hacia el grupo de hombres que parecían moscas sobre un trozo de carne cruda. Lili se mantenía al lado de las dos, orando por que el extraño cofre tuviese en su interior el anhelado documento.
Toñoño por una de las asas y Santiago por la otra lo arrancaron del suelo como si fuera una muela envejecida del removido suelo. Todos iban al lado de ellos llenos de emociones encontradas, mientras estos como por un acuerdo silencioso comenzaron a caminar con prisa hacia la Señora de Bardolín. Al llegar ante la silenciosa mujer, alta como una torre de acero, lo depositaron ante sus pies con cuidado. Adelaida y Santiago se miraron y se sonrieron esperanzados. El muchacho de las herramientas comenzó a quitar la tierra húmeda que estaba pegada sobre la parte superior de la tapa. Poco a poco fue apareciendo una figura. Raquel la conocía. Suspiró profundo. Cerró los ojos pidiendo a Dios el milagro que necesitaban para salvar su amado hogar.
- Doña Raquel ¿Este cofre era de usted y de su esposo? - preguntó uno de los ancianos presentes, mientras los demás hicieron un impoluto silencio. Ella negó con la cabeza. Sin embargo sobre el cofre estaba aquella figura tan conocida para ella.
El escudo de la familia Bardolín.
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