La esbelta dama caminó solemne hasta el cofre. Se inclinó frente a él y miró el diseño de aquel escudo, labrado e incrustado magníficamente sobre la tapa de madera con fuertes soportes de metal. Su corazón parecía haberse quedado mudo, no lo sentía en el pecho. Puso su mano sobre la sucia superficie en la parte baja de aquel emblema y apartando la tierra húmeda hacia a un lado dejó al descubierto dos iniciales: "G.B."
Las miró unos segundos en silencio. Suspiró profundamente, pero la expresión de su rostro no salió de su lejanía. Se incorporó mirando hacia Santiago y Toñoño, y les pidió que se acercaran.
- Diga usted - dijo Toñoño, mientras el joven de las herramientas se mantuvo en silencio muy tenso.
- Necesito que en ese mismo lugar sigan buscando.
- Pe... pero... ¿no cree que esté el documento en ese baúl? - titubeó el joven de mejillas rosadas.
- Hagamos lo que nos pide - dijo Santiago en baja voz sin quitar la mirada de la dama de damas.
Se dio la vuelta pero antes de alejarse miró hacia a Adelaida. Ella se ruborizó. Luego caminó decidido directo hacia su pala y Toñoño lo alcanzó a trote, haciendo lo mismo. Sin pensárselo dos veces comenzó a palear en el mismo lugar donde había aparecido el misterioso cofre. Tenía un mal presentimiento. ¿Seguir buscando? ¿Qué? Por el contrario todos los demás comenzaban a moverse incómodos, a murmurar. Las mujeres de estos que estaban hacia un borde de Los Jardines se acercaron. Los ánimos comenzaban a caldearse un poco en los que no entendían la actitud silenciosa de la Señora de Bardolín.
- ¿Por qué a mandado a los chicos a seguir paleando? - estalló molesto un hombre de mediana edad - ¿Por qué no nos dice nada? ¿El documento no está ahí?
La Raquel de acero lo miró y aquella mirada hizo que el hombre tragara hondo. Pero ella no le dijo nada. Silenciosamente volvió a mirar sobre aquellas iniciales. G.B. Guillermo Bardolín. Mas ella sabía que no era su Guillermo, sino el padre de este. Su bien apreciado Gran Papá. Si aparecía otro cofre, entonces sería cierta la historia que siempre le había contado su amado. Si era así, sino aparecía el documento, podría que Los Jardines de Bardolín aun pudiesen salvarse.
- Tía... ese cofre... ¿Lo conoce? ¿es lo que estamos buscando? - la pecosa se le acercó al oído casi punta en pie. La dama de damas le sonrió maternalmente.
- El cofre es de Gran Papá - le respondió como un susurro.
- ¿De Gran Papá? ¿El documento no está ahí? - la pecosa se aferró con fuerza a la cintura de su alta tía.
- Me temo que no - Raquel volvió a mirar por encima de los presentes hacia los jóvenes que continuaban buscando, mirando que Fabián y Gaspar se habían unido a ellos. Otros se iban acercando poco a poco, mientras un grupo de hombres con sus esposas comenzaban a retirarse descorazonados. Ella los dejó ir. En cambio Gerónimo intentaba convencerlos de que regresaran, que no perdieran la fe. Que en mucho tiempo no se había conseguido nada y ahora tenían una gran posibilidad de que dentro de aquel cofre estuviera el documento. Pero no le creían. Si era así ¿por qué Doña Raquel no se veía contenta? ¿Por qué no detuvo la búsqueda de lo que se estaba buscando, por el contrario la continuó? Lo más sano para ellos era comenzar a pensar que hacer, donde irse de perderlo todo, sino era que ya lo habían perdido. Adelaida volteó a mirarlos también y el corazón se le agitó con brío. ¿Por qué se van? pensó ¿Por qué? ¿Acaso no aman este hermoso lugar más de lo que lo amo yo? Y sin darse cuenta de sus propias acciones, se soltó de su tía abuela.
- Adelaida - Raquel intentó sostenerla pero la pecosa avanzó decidida hacía los cerezos y tomando con un poco de dificultad la primera pala que se le cruzó en el camino la levantó con sus delicadas manos y caminó hasta el borde de la zanja.
- Santiago - lo llamó haciéndole dar un respingo. Cuando el la miró ella le extendió la mano para que la ayudara a entrar, pero él dudó. La miró con la herramienta en la mano y dudó. ¿Adelaida quería escarbar también? Era un trabajo demasiado rudo para sus manos.
- Adelaida, no es necesario...
- Santiago - le volvió a extender la mano con mayor firmeza, mirándolo sin pestañar.
- ¡Luisa Adelaida! - la dama de damas la llamaba pero su bravía sobrina la ignoraba - ¡Santiago no!
- Santiago - una vez más la pecosa le pidió su ayuda para entrar -. Me ayudas a bajar o bajo yo sola.
- Hija esto es un trabajo rudo, para hombres - se acercó Gaspar -. Te lastimarás las manos. Si es necesario nosotros cuatro buscaremos por todo el lugar si los demás se dan por vencidos - los que estaban fuera de la zanja se movieron incómodos al escucharlo. Adelaida lo miró pero no le respondió. Entre aquel grupo de hombres que estaban impávidos y hasta admirados por la determinación de la preciosa pelirroja, no les quedó duda de que Adelaida llevaba en su sangre la fortaleza de espíritu de Doña Raquel.
- Santiago - por última vez miró al joven de las herramientas a los ojos. Y movido sin saber por qué motivos, le extendió la mano y se la sostuvo. Tan suave, piel tan delicada, manos pequeñas y amadas, pero tan valientes, tan capaces, pensó él. Adelaida bajó con cuidado apoyada en su mano y al quedar frente a frente ella lo miró solidaria.
- No perderás tu hogar - le dijo muy cercana a él.
- No tienes por qué hacer esto.
- Sí. Sí tengo.
- Adelaida...
- Amo este lugar Santiago - la pecosa sintió como sus mejillas se le pusieron cálidas al decir eso, un hermoso rubor llenó su rostro. Se sintió tímida y desvió la mirada. No era solo ese lugar que comenzaba a amar.
- No tienes por qué hacerlo - se acercó Fabián.
- Hija, puedes apoyarnos de otras formas - dijo Gaspar. Al rededor los que se habían quedado mirando comenzaron a sentir remordimiento de su propio actuar, al ver lo decidida que estaba la sobrina de Doña Raquel, al ver a esa joven dama tan "bonita y refinada" dispuesta a luchar por lo que ellos estaban desesperanzados por conseguir, cuando ellos eran los que perdían más sino luchaban.
- Adelaida... - Santiago no soltaba su mano - no quiero que te lastimes...
- No permitas que me lastime - ella lo miró con cariño. Él le sostuvo la mirada en silencio unos segundos y luego, sin pensarlo más sacó de sus bolsillos una venda, la que cortó a la mitad y tomando las manos de la preciosa dama, se las envolvió con determinación, con toda la intención de crear para su delicada piel la mejor protección posible. Ella lo miraba con tanto amor, se sentía protegida por él, se sentía que podría palear con Santiago hasta el otro lado del mundo, si ahí debían llegar. La dama de damas se había acercado pero se detuvo algo distante con la mano en el pecho. La imagen de Adelaida y Santiago, uno frente al otro, juntos, tan cercanos, casi íntimos, dispuestos a luchar por el futuro de Bardolín la dejó paralizada llena de inmedibles emociones. Los miraba como si fuera una proyección en el tiempo, como si pudiera verse a sí misma frente a Guillermo, retando al mundo al que se enfrentaron por estar juntos, por vivir de su amor tanto como pudieran, por hacer realidad ese lugar tan lleno de historias suyas. Los Jardines de Bardolín tenían esa magia, en especial si se estaba cerca de los cerezos con el corazón lleno de amor.
Adelaida se acercó a Santiago y lo besó en la mejilla. Luego aferró sus pequeñas manos a la pala que sostenía y avanzó entre Fabían, Toñoño y Gaspar y se dispuso, con toda su determinación comenzar a remover la tierra que tenía ante ella. Los tres hombres no salían de su asombro, se habían quedado estáticos viéndola, una imagen tan ambigua y tan hermosa, la delicadeza y la rudeza juntas. Adelaida hizo su primer intento, pero fue poco lo que pudo lograr, supo desde el primer momento que sería una labor exigente. Santiago se acercó a ella y desde atrás puso sus manos sobre las de la pecosa, ella lo miró trémula, pero al segundo siguiente se acunó en su pecho mientras él la guiaba sin palabras, le enseñaba como debía hacer uso de la pala. Alguno de los hombres que se habían mantenido de mirones, comenzaron a saltar dentro de la zanja y como si hubieran recibido una dura lección comenzaron a cavar sin más. Gaspar sonrió, la niña ha hecho el trabajo más rudo de todos, pensó, motivar a esta cuerda de desmoralizados. Algo que él sabía no se lograba con fuerza bruta.
- Lo lograremos - dijo Adelaida.
- Ahora sé que sí - le dijo él cerca de su oído. Ella sonrió.
Santiago y Adelaida formaron un equipo, él removía la húmeda oscura y pesada tierra bajo sus pies y Adelaida la paleaba hacia un lado donde los demás la arrojaban fuera de la fosa. Con la cooperación de todos los que se iban sumando, no tardó mucho tiempo ante los pies de la dama y su caballero, aparecer otro cofre idéntico al anterior. Alzaron las voces y Doña Raquel comenzó a cambiarle el semblante. Su expresión iba suavizándose poco a poco, aunque seguía en absoluto silencio. Entonces era cierto. La historia era cierta. Ahora debían aparecer dos cofres más, si aparecían no habría falta abrirlos para saber que había dentro de ellos. Por su parte Gaspar al aparecer el segundo cofre, se quedó pensativo. Él también había escuchado la historia de los cuatro cofres, la escuchó de Don Guillermo y de Doña Raquel, cuando apenas era un niño, el que corría por Los Jardines junto a Margot y junto a Jazmín. De pronto tuvo una visión tan clara de la niña pelirroja de Doña Raquel y alzó la mirada hacia Adelaida. La observó casi nostálgico. La presencia de la sobrina de la dama de damas se volvió casi mística. ¿Eres Jazmín que ha vuelto para ayudar a su amada madre? pensó en sus adentros. Jazmín, Adelaida, los cofres, Los Jardines, todo se unía como si fuera un plan del destino. Miró a Doña Raquel y ella le devolvió la mirada, se sintió de nuevo como ese infante que escuchaba las maravillosas historias de Guillermo y Raquel, sentado junto a Jazmín y Margot... y recordó... incluso Mateo. Recordó que Mateo era muy cercano a su tío, el esposo de Raquel, porque Vicencio, el padre de Mateo, y Guillermo habían sido muy unidos. La dama de damas le sonrió como si hubiera leído sus pensamientos. Le asintió en complicidad. Gaspar le regresó el gesto.
- ¡Hay otro! - otro grupo de bardolideños había dado con un tercer cofre.
- Falta uno nada más - dijo para sí misma la dama de damas. Al intentar sacar los dos cofres no pudieron. Pesaban mucho, tuvieron que sacarlos entre seis hombres, tres por cada lado. Adelaida estaba agotada y se sentía adolorida, estaba llena de tierra de arriba hasta abajo. Su vestido estaba desastroso, pero seguía viéndose hermosa, seductora para el joven de las herramientas, el que se acercó y le quitó la pala de las manos y ella vencida no le dio oposición. Tenía ampollas en sus finos dedos, Santiago sintió pena por ella. Le quitó poco a poco las vendas y vio las manos de la pelirroja hermosa coloradas por el roce del arduo trabajo. La piel estaba lesionada. Ella se miró las manos y suspiró compungida.
- ¿Te duelen? - preguntó con ternura Santiago, ella asintió sin apartar la mirada de sus manos. Él estaba muy cerca de ella, mucho, y no se atrevía a levantar la mirada, aunque lo deseaba. Deseaba con toda su alma mirarlo en tan diminuta distancia. Él acercó las suaves manos de la pecosa a sus labios y sopló suavemente en ellas. El cálido aliento de Santiago aliviaba mucho el ardor que sentía sobre la piel.
- No pude evitar que te lastimaras - dijo con algo de pena el joven de las herramientas, pero ella sonrió dulcemente.
- No estoy lastimada - le susurró. Él la miró al rostro, ella tuvo el valor de mirarlo.
- Pero te duelen las manos - él pereció acercarse más a ella.
- Pero no estoy lastimada - a ella el corazón le latió en todas direcciones y se quedó casi inmóvil.
- Adelaida...
- ¡Otro! ¡Aquí está otro! - gritaron una vez más al encontrar el último cofre. Adelaida y Santiago casi dieron un brinco. Voltearon a ver como sacaban otro pesado cofre de las oscuras y fértiles tierras de Los Jardines. La pecosa le sonrió a Santiago y comenzó a caminar en dirección de los tres cofres encontrados, él suspiró. Estaba apunto de conseguir su propio tesoro, solo si hubiera tenido un par de segundos más. Caminó detrás de ella resignado a su suerte. La dama de damas estaba al borde de la amplia fosa, y pidiéndole a Gaspar que se acercara le pidió que abriera uno de los cofres. El corazón de aquel robusto hombre latió como el de una pequeña avecilla. Valiéndose de una barra de metal hizo fuerza entre la tapa y la vieja cerradura de la estructura de madera, reforzada con piezas de metal, bastante corroídas por la humedad y el tiempo. Aun así aquella tapa le opuso resistencia, pero el gran Gaspar no se dejaría vencer por un pedazo antiguo de madera. Crujió fuertemente la superficie y la cerradura se desprendió llevándose consigo trozos y astillas pegadas. La tapa había quedado libre. Un silencio cayó encima de todos los presentes. Parecía que hasta las aves habían dejado de trinar en los altos árboles. Como si la brisa se hubiera detenido a curiosear. Miró a la dama de damas que le asintió para que prosiguiera. Gaspar abrió el cofre. Había una cobertura casi hermética cubriendo la boca, soltó la barra que tenía en la mano y le pidió a Toñoño la pequeña pala que llevaba en la braga. El joven chancho se la pasó y sin perder ni un solo segundo la incrusto por todo el borde y comenzó a destaparlo. Retiró la cobertura caoba y se escuchó un gran rumor correr entre todos al mirar el contenido.
Estaba repleto de oro.
Gaspar sonrió al verlo con sus propios ojos. ¡Era cierto! ¡La historia de los cofres era cierta! En ese momento era mucho más feliz por ser parte de la verdad de uno de los misterios más grandes de su infancia en Los Jardines, que por la fortuna que tenía frente a él. Los cofres llenos de oro de Gran Papá existían. Raquel tenía la certeza que con aquella cantidad de oro se podía llegar a un acuerdo con los Bardolín y así salvar a su tan amado pueblo y a sus tan amados jardines.
- Con esto salvaremos nuestros hogares - dijo por fin la dama de damas, con su voz potente y señorial.
- ¿Comprará el pueblo? - preguntó una mujer que estaba abrazada a su sudoroso esposo.
- Digamos que sí. Con esto podemos llegar a un acuerdo en caso de que no aparezca el documento - respondió Raquel.
- ¿Es que vamos a seguir buscándolo? - dijo un anciano.
- Lo único que nos hará dueños de Los Jardines es ese documento en caso de que la familia Bardolín no quiera negociar - se adelantó a decir Gerónimo. Corrieron comentarios entre todos los presentes una vez más, aunque ya no se sentían tan desamparados. Santiago salió de la zanja y ayudó a la pecosa a hacer lo mismo. La muchacha caminó hasta su tía abuela la que la miró de arriba a abajo lleno el rostro de una expresión graciosa.
- Estás irreconocible Adelaida - le dijo la dama de damas. Su sobrina le sonrió.
- Hay esperanzas tía.
- Pero Raquel - gruñó el anciano de nuevo -. ¿No sería mejor repartir ese oro entre todos y comenzar a buscar donde irnos?
- ¡No me saqué ampollas en las manos para que aun quieran salir corriendo de aquí! - a Adelaida aquella palabras se le escaparon de la boca sin poder evitarlo. Se sintió tan indignada por el comentario de aquel hombre.
- Señorita usted no sabe...
- Señor no importa lo que yo sepa o no sepa. Lo importante es que este hermoso lugar no se pierda. Soy yo según usted una ignorante, pero que intenta salvar su hogar. Cada día que pasa amo más este lugar y me pareciera que cada día que pasa, muchos de ustedes lo aman menos. ¿Cómo es posible?
- No es necesario que se moleste... - el anciano intentó calmarla ante la mirada atónita de todos los presentes.
- Pero sí estoy molesta. Porque yo estoy dispuesta a ayudar a mi tía y a las personas que quiero en este tan bello pueblo que haré todo lo que esté a mi alcance, hasta el último momento. Y me molesta ver el abandono de muchos aquí ante esta situación. Quieren seguir teniendo una vida plácida ¿pero sin hacer nada para evitar lo que se avecina? Yo si quiero que aparezca el documento así sea el último día, en el último momento - Adelaida tenía el entrecejo anudado de lo furiosa que se sentía. Por el contrario Raquel estaba admirada, del ímpetu, del coraje que en todo sentido había demostrado su sobrina ese día en Los Jardines. Es como si ese vergel la estaba terminando de transformar, de llenar en las partes vacías de su alma.
- Ya lo dije antes - dijo Raquel - el que ya se siente perdido ¿por qué sigue aquí? Pero les voy a decir algo. Sé que en el fondo siguen aquí porque tienen esperanza, igual que mi querida sobrina. Sé que tienen miedo. ¿Pero si no tuvieran miedo que harían por Bardolín? Harían lo que Adelaida, actuarían, amaran, lucharan por lo que por años ha sido nuestro, por lo que por años ha sido nuestra vida y nuestro hogar. Espero no estar equivocada con ustedes.
- Raquel... muchos estamos agotados, han sido tantos años buscan... - el anciano intentó intervenir una vez más.
- ¡Parece que no dije nada! Yo definitivamente también estoy molesta - le interrumpió la dama de damas - y si no tienes nada a favor que decir con la suerte de Los Jardines de Bardolín, es mejor, Bernardo, que no digas nada. O seré yo misma, con la autoridad que aun tengo y de la que nunca he hecho uso, la que comenzaré a sacarlos de sus casas, porque el que no luche por este lugar no se lo merece - la dama de damas se sorprendió a ella misma soltando tal sentencia, pero el coraje de Adelaida la había despertado desde el centro de su ser.
Todos se pusieron pálidos, en especial el anciano al escucharla hablar tan decidida.
- Ahora necesito voluntarios para llevar los cofres hasta mi casa. Y necesito que se siga buscando el documento - dijo Raquel. Nadie dijo más, y hubo voluntarios tanto como para una cosa como para la otra. Trajeron hasta la entrada de Los Jardines una pequeña carreta jalada por un asno, donde subieron los cofres y emprendieron camino a la vereda principal. La carreta apenas si cabía por las veredas del pueblo pero avanzó sin problemas hasta la casa de Doña Raquel. Ella se fue detrás siguiéndolos a todos, dejando a Adelaida junto a sus amigos, Lili, Fabían y Santiago en Los Jardines. No sin antes rogarle a la pecosa que por ningún motivo fuera más allá de los cerezos, hacia los pozos.
Santiago se sentó a descansar recostado de uno de los cerezos cerca de la fosa y Adelaida hizo lo mismo sin darle importancia a lo que correspondía a los modales de una dama. Estaba muy cansada. Uno junto al otro sobre la hierba se quedaron en silencio mirando a cierta distancia a Galleta y a Fabián que conversaban a solas.
- Ojalá aparezca el documento - dijo Lili mirando a Fabián de momentos.
- Hay que mantener la fe - el joven de sonrisa de centella trato de darse ánimos a sí mismo con sus palabras. Se quedaron en silencio. Él miró a la tímida muchacha de cabellos lisos como cortinas, tan negros como un azabache y ella se puso rígida sin saber como actuar. Si tuviera mis mariposas aquí, pensaba, tendría que decir.
- Galleta, estás muy bonita hoy - terminó diciéndole él.
- No sigas con eso - dijo ella muy apenada.
- No quiero molestarte... es que... hoy he querido decírtelo. No es que sea la primera vez que te veas tan bonita. Es... es como dice Adelaida... todos los días... Galleta...
- Yo no soy bonita Fabián. Bonita es Carolina, María, Verónica... - se quedó callada de pronto. Se sintió celosa. Sin querer le había nombrado a alguna de las muchachas a las que Fabián había cortejado alguna vez y con la que con una de ellas tuvo un noviazgo.
- Galleta... - él titubeó un poco - Indiferentemente de lo bonitas que puedan ser ellas. Tú eres hermosa...
- Fa...
- Galleta, yo no sé que irá a suceder con este pueblo. Pero si el destino decide que cada uno de nosotros debe tomar rumbos diferentes - a Lili los ojos se le abrieron tan amplios como de costumbre, era cierto, lo que decía Fabián era cierto. Si no aparecía el documento ¿a donde iría cada cual? ¿No vería más a Adelaida ni a Fabián? Eso era demasiado duro para ella - quiero que sepas que eres una mujer muy especial, que entre todas las mujeres que he conocido ninguna ha tenido un alma tan pura como la tuya.
- Fabián... - ella se sonrojó como el sol al atardecer - ¿que te sucede?
- Es una buena pregunta - se le acercó. La pobre muchacha no sabía donde mirar, no sabía si correr o no moverse en lo más mínimo. Lili lo amaba, pero estaba asustada, ella nunca había sido abordada así. Y él parecía querer acercarse mucho a ella. Si la besaba la mataría de la impresión.
- Yo mejor me voy - dijo ella en contra de sí misma.
- Yo te acompaño.
- No... yo... no gracias... yo me voy - y dando la vuelta comenzó a alejarse de él. Fabián intento alcanzarla pero ella aceleró al paso.
- Galleta - la llamó. Pero ella no volteó. Se repitió mil veces lo idiota que había sido. ¿Qué me pasa? Se preguntó. Bien sabía que ha Lilibeth se le debía tratar con suma delicadeza, pero tal vez el temor de perderla, si tenían que irse de Bardolín, lo seguro que el destino los pudiese llevar por caminos muy distantes el uno del otro. No quería eso. Y sabía que podía encontra por el mundo infinidad de mujeres hermosas y buenas, pero con la ternura de Galleta nunca, porque lo que había terminado amando de ella, más que su frágil belleza era su alma. Miró hacia Santiago y se despidió de él desde donde estaba, hizo lo mismo con Adelaida. Avanzó algo cabizbajo y se dirigió a la salida de Los Jardines.
- Vaya con estos dos - murmuró Santiago. Adelaida lo miró.
- ¿Por qué lo dices?
- Por nada. Tanto que tienen que decirse y no se lo dicen. Tan fácil que sería para ellos - Santiago tragó hondo, pues de pronto se sintió en la misma situación. Tanto que decir.
- ¿Tú crees? - la pecosa no dejaba de ver su perfil.
- No me hagas caso - intentó evadir las aguas en las que se estaba metiendo.
- Gracias por apoyarme temprano - le dijo la pecosa.
- Lamento que te hayas lastimado las manos de esa manera... y mira tu vestido...
- ¡Oh! - ella se rió de sí misma - Sí parezco un huerto andante.
- Más bien un jardín - dijo él soltándose un poco. Ella sonrió y arrancó una pequeña flor que se mecía silenciosamente frente a ella.
- Gracias Santiago.
Él levantó los ojos hacia ella, hacia esos pequeños ojos inocentes y pudo sentir que lo miraba de otra manera. Casi que quiso besarla, casi que no pudo contenerse. El amor adentro hacía tanto ruido, pero por fuera se quedó silencioso. Adelaida bajó la mirada, lejana en un pensamiento miró la pequeña flor que hacía girar entre sus dedos. Volvió a mirarlo, se quedó en sus ojos un segundo. Casi que quiso besarlo, casi que quiso que él la besara.
Pero solo se sonrieron, aunque en el alma de ambos, eso contó como un beso. Luego cada uno cayó dentro de sus propios pensamientos.
- Los cerezos están en flor - dijo ella rompiendo el largo silencio - Amo las cerezas.
Él la miró, miró sus labios rojos como toronjas, mientras ella miraba hacia arriba, hacia las floridas ramas de los cerezos. Miró sus pecas, las siguió por todo su rostro. Su cabellera rojiza y atractivamente despeinada que caía libre sobre sus hombros y medio sostenido por moños que ya no cumplían la labor de tener ordenado su peinado. Ella sintió la mirada silente de él, como si la llamara sin palabras. Lo miró. No me mires así, pensó ella, que no sé de mi. Pero él no sabía mirarla de otra manera. No estando tan cerca.
- No me mires así - le susurró ella.
- ¿Cómo?
- No sé. Así, como lo haces.
- Disculpa ¿te estoy incomodando? Yo... pero ¿cómo te estoy mirando?
Ella lo miró sin decir nada. ¿A donde se había ido Joshep? Pensó. Aquel recuerdo incesante que se interponía entre su corazón y sus emociones. Por primera vez tuvo consciencia de una verdad que apareció ante ella como una luz. Se sentía digna de ser amada. Merezco Amor, se dijo en sus pensamientos. Merezco ser valorada por quien soy. Soy digna de ser tratada con delicadeza, soy digna de que se me respete, soy digna de lo mejor de la vida. No quiero menos.
- Perdóname si te estoy incomodando - él apartó la mirada, sintiéndose confundido.
- No. No me incomodas - le dijo ella como un murmullo -. Mírame.
Él aun el doble de confundido la volvió a mirar.
- No estoy acostumbrada a ser tratada con tanta dulzura. Yo he sido lastimada hondamente en mi alma Santiago y la vida, y las personas más cercanas a mi me golpearon muy duramente en toda mi confianza y en mi ingenuidad. No estoy acostumbrada a creer que merezco ser querida. No estoy acostumbrada a confiar. No quiero ser lastimada de nuevo. Por eso te he dicho que no me miraras...
- No te quiero lastimar - dijo él apartando la mirada de ella por segunda vez.
- Mírame Santiago. No quiero tener miedo de una mirada como la tuya. Mírame, merezco ser mirada así. Mírame Santiago, merezco ser mirada como lo haces - los ojos de la pecosa se llenaron de lágrimas. Él sintió tanto amor, tanta compasión por ella - Mírame, porque tus ojos me hacen recordar que soy bonita, que soy digna de ser valorada. Mírame como lo haces Santiago, merezco ser mirada así.
Ella llena de emociones comenzó a llorar y él la acercó a su regazo y ella se acurrucó en su hombro abrazándose a su cuello. Y lloró en silencio, tan silenciosamente que la brisa cubría el sonido de sus sollozos.
- No llores - le dijo el dulcemente al oído -. Mereces ser mirada con el mayor de los amores, con la mayor de las admiraciones, con la mayor de las ternuras. Para mi no hay otra forma de mirarte, porque la razón en la forma en que te veo, es porque estoy viendo en ti todas esas cosas. No llores. Si nunca te miraron con amor, que almas tan ciegas.
Los pétalos de aquel anciano cerezo comenzaban a caer sobre ellos, cómo si festejara, una vez más, que bajo su sombra volvían a encontrarse dos almas y el amor.
- Mis ojos son tuyos si quieres.
Ella lo abrazó tan fuertemente.
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