Raquel y Adelaida se encontraban absortas cada una en su lectura, lo que se había vuelto una costumbre para ambas. La pelirroja siempre se sentaba en su lugar predilecto cerca del vitral del ángel. Había conseguido un gran libro de ciencias naturales donde hablaba de muchas especies de insectos; encontró contenido sobre las mariposas y no dejaba de pensar que Lili se fascinaría al ver y leer todo lo que frente a ella tenía, sobre aquellas páginas. Poco entendía sobre las explicaciones demasiado científicas sobre las características de las mariposas, pero no tenía duda que para su querida amiga y hermana, todo aquello sería un poema para su provecho. Mientras más iba avanzando en la lectura, su fascinación creció por las pequeñas compañeras aladas de Lilibeth; poco a poco fue comprendiendo la pasión que tenía por las mariposas. Esas pequeñas pinceladas vivientes que llenaban el paisaje de Los Jardines; esos silenciosos seres que parecían ser la alegoría de la madurez. Nacían siendo deboradores de plantas, incluso algunas especies llegaban a ser plagas temidas en muchos cultivos, para luego encerrarse en sus propias crisálidas y transformarse en unos seres más hermosos, de apariencia más sabia, convirtiéndose en polinizadoras, en portadoras de vida de la naturaleza misma en su gran extensión. Una parte de su alma se entristeció al recordar lo que ello significaba también para Galleta. El deseo de metamorfosis. Salir de la crisálida transformada en una mariposa, dejar de ser vista como la oruga del lugar. Si se lo preguntaban a ella, diría que la mariposa fantástica de Bardolín era Lilibeth, y que todas las demás necesitaban salir de la crisálida. Incluso ella misma. Un mundo lleno de orugas sin duda juzgaría a la única mariposa del lugar.
Tenía el cabello suelto, el que caía cómo una cascada de cobre sobre sus hombros y espalda. La luz que sorteaba los colores del vitral daban sobre ellos, haciendo saltar reflejos hermosos de su melena pelirroja. La dama de damas levantó la mirada de su lectura un momento para mirar a Adelaida en silencio. Miró aquel rostro maravillado y curioso lleno de pecas, absorto, con los ojos sumergidos en las páginas del gran libro que tenía en frente. No pudo y no quiso evitar compararla por un minuto con Jazmín, se permitió soñar con la idea de que su sobrina era realmente su hija, que nunca se había ido de su lado. Se permitió amarla de esa manera brevemente, infinitamente. De todos modos la quería cómo a una madre quiere a su pequeña. De todos modos, al pasar ese minuto de ensueños, la quería así, cómo a una hija. Supo que de igual manera Jazmín jamás podría ser remplazada en su corazón y Adelaida tampoco. Si dentro de ella quedaba un espacio vacío, Luisa Adelaida lo había llenado completamente. La pecosa sintió la mirada profunda de su tía abuela y la miró con el rabillo del ojo. Raquel sonrió.
- Qué hermosa estás Adelaida - dijo la dama de damas tras una bonita sonrisa.
- La belleza está en los ojos de quien mira - le respondió la pecosa con las orejas coloradas, sin dejarla de mirar con el rabillo del ojo de vez en cuando. Raquel sonrió graciosa.
- Mírame un segundo - le pidió cariñosamente la tía abuela. Ella la miró -. Qué hermosa estás de verdad. Te ves tan serena, tan felíz. Dime hija... ¿En verdad cómo te sientes?
Adelaida miró hacia el vitral unos segundos en silencio, buscando dentro de ella las palabras precisas. Miró de nuevo a su querida tía, meditativa. No encontró las palabras adecuadas para describir sus propias emociones. No sabía si estaba de pleno feliz, o de pleno triste. Amaba a Los Jardines de Bardolín y todo lo que significaba para ella, sin embargo, sus padres estaban en casa de la tía abuela, dejando correr los días hasta el momento que tuviesen que volver juntos a la ciudad.
- Me siento bien - pudo por lo bajo decir.
- Oh... mira esa carita que has puesto... Adelaida, escúchame, se feliz. Tú sabes que no hay nada que buscar, nada que encontrar - A la pecosa le dio escalofrío al escuchar esas últimas palabras. Eran del libro de Maira. "Tú sabes" había dicho la tía abuela, como si intuyera que ella había leído aquellas líneas -. La felicidad es algo que llevas por dentro, no se encuentra en un lugar o cosa. Solo en ti. Sé que esto no es facil de entender, menos de llevar a la práctica. Que te lo dice esta anciana, pero créeme, no hay mejor dicha que descubrir que toda buenaventura en la vida procede de uno mismo.
- Tía... ¿Por qué se quedó sola? - le preguntó la pecosa después de verla un par de segundos pensativa.
- Bueno hija - Raquel suspiró hondamente -, por levantar muros demasiado altos; por vivir abrazada al miedo, a la soledad cómo una protección para mi misma. Decisiones de las que una vieja como yo solo le queda arrepentirse en silencio. No creerme digna de la felicidad, por pensar que mi pasado iba a encontrármelo siempre de frente en mi futuro, mi lamentable pasado. A veces me traiciona, y suelo creer que aun me castiga, pero a estas alturas de mi vida, hija, vivir casi es un lujo.
- No diga eso tía. Usted es una persona muy positiva, muy llena de vida, yo le estoy tan agradecida por todo su calor, por toda su comprensión hacia mi. Sé que su pasado ha sido duro. Perder a su hija, no ver volver a su esposo y quedarse sola en esta casa, esperando que alguien viniera por usted. Quizá a traerle consuelo, quizá a traerle la vida que sintió había perdido; pero por encima de eso, a pesar de todas las cosas, usted me ha enseñado a vivir de frente a la verdad, a creer en mi misma, porque sé que usted cree en sí misma.
- La vida es hermosa Adelaida, por muy difíciles que parezcan ciertas épocas la vida tiene sus maravillas. Sin embargo, la mía ha tenido de todo. Mi hermosa vida ha sido muchas veces dolorosa, equivocada, errada. Fue mi responsabilidad, mi rebeldía. Ya ni sé, o ya no me importa, en todo caso es igual. El pasado es el pasado, de donde solo intento traerme lo mejor, solo eso. Y muchas personas vinieron por mi, muchos amores después de Guillermo quisieron este corazón renuente a dejarse amar de nuevo. Y quien sabe Adelaida, quien sabe, quizá hasta pude ser feliz de nuevo.
- Yo creo que sí. ¿Cómo no la iba a querer otra persona de verdad siendo como ustede es? Una mujer tan buena, tan alegre y rediante.
- ¡Bueno! - la dama de damas rió con mucha gracia - Te lo he dicho antes. No conociste a Raquel Lamuza de los años antaños.
- Pero es que usted no era una persona tan difícil cómo lo puedo ser yo. No me lo puedo imaginar.
- ¡Oh hija! ¡Era una fiera! Pobre de aquel que mal se pusiera en mi camino. Pero el mundo me había hecho así.
- Yo podría entenderla tía, yo también estaba enfurecida con la vida. Fuí muy lastimada y acosada en la ciudad después de lo de Joshep. Y me sentía tan mal. Impura, de poco valor. Sentía que nunca otro hombre me miraría con respeto, sino que me había ganado el estigma de mujer fácil.
- Y solo fuiste una niña inocente en las fauces de un lobo, mas yo mi hija, yo si pisé hondo. Cosas de las que no son gratas hablar.
- Pero tía ¿Qué pudo haber hecho tan malo?
- Ay Adelaida - Raquel pareció mirar el pasado, cómo un lejano mal conocido que cruzara de pronto la esquina -, yo caí de todas las formas que puede caer una mujer. Sólo Dios sabe por qué Guillermo puso sus ojos en mi, por qué se me cruzó en la vida para cambiar el camino de está alma que estaba sin rumbo.
- ¿Y no me puede decir que fueron esas cosas que hizo? - Adelaida recostó la barbilla sobre una de sus manos mientras apoyaba el codo sobre la otra. Miró con curiosidad a su tía abuela, intentado mirar en ella esos rastros del pasado, cómo si pudiera mirar en la mujer de cabellos de plata, su historia proyectada cómo una película.
- Hay cosas que son mejor olvidarlas.
- Incluso no se olvidan - dijo la pecosa meditativa. Raquel sonrió.
- Sí hija, incluso no se olvidan, pero mejor olvidarlas.
- Entiendo. No quiere decírmelo.
- No lo digas así.
- Yo entiendo tía. No se preocupe - le pecosa le sonrió comprensiva y regresó a su lectura. Aunque ella se seguía preguntando en secreto sobre el pasado de su tía abuela, se reservaría las ganas de preguntarle sobre aquello, sobre esas cosas que "son mejor olvidarlas".
- Lo importante hija es que al final aprendí a ser feliz. A veces se llora, a veces la tristeza aparece, pero somos humanos. La tristeza solo debe venir de vez en cuando, mas la felicidad, mi felicidad está en mi.
- ¿En verdad tía es feliz estando tan sola? - la pecosa volvió a mirarla.
- Oh... No, hija... no es la soledad un resultado de mi felicidad... Yo aprendí a ser feliz conmigo misma, pero eso no implica que estar sola en esta casa signifique para mi una dicha plena. Dichosa soy desde que viniste a llenar los silencios de este lugar. Tú le has dado vida a esta casa, la llenas con tu sonrisa, con tus cosas, con tus ocurrencias.
- ¿Mis ocurrencias? - Adelaida levantó las cejas. La dama de damas rió nuevamente.
- Desde lanzarle jugo en la cara a Santiago, hasta pelear con la puerta cerrada de la entrada principal. Darle vuelta a los cerezos del huerto, y vivirles preguntando cuando se cargarán de cerezas para ti. Verte hablar a solas con Jazmín...
- Usted también lo hace - le interrumpió ruborizada.
- Sí, pero yo no le hablo sobre Santiago - la dama de damas la miró pícara. La pelirroja hermosa metió la cara en su gran libro de nuevo, apenada, cerrándolo un poco escondiendo su rostro entre las portadas.
- No sé ha que se refiere - murmuró tan cerca de las páginas que no podía leer nada sobre ellas.
- No te preocupes, ni ella ni yo diremos nada - respondió la tía abuela sonriente.
- Usted me espía - dijo Adelaida sin sacar su rostro pecoso de su escondite.
- No hija - Raquel rió a boca de jarro - ¿Espiarte? Te abstraes tanto cuando le hablas que no te das cuenta de nada a tu alrededor.
- No es cierto.
- Si la muñeca hablara.
- Ojalá lo hiciera, que seguro me cuenta algunas cosas de usted también - dijo la pecosa medio asomando su hermoso rostro sobre el libro, como un sol de amanecer en el horizonte.
- Estamos a salvo, pues no lo hace - Raquel le guiñó un ojo - Jazmín es muy leal con los secretos.
Las dos sonrieron en silencio. Escucharon pasos por la escalera y se giraron a ver quien subía a la biblioteca. Eran Betania y Gregorio. La madre de la pecosa miraba el lugar con nostalgia y admiración, su mente y su alma se llenaron de recuerdos, de tan amados recuerdos.
- Tía... la biblioteca está idéntica... - dijo acercándose a ellas. Gregorio le seguía de cerca mirando todo a su alrededor.
- No he movido nada de su lugar.
- Me parece que no hubiese pasado el tiempo - Betania se sentía conmovida. Luego miró a Adelaida, la que la observaba con curiosidad -. Me sentaba justo ahí donde estás tú.
- Es cierto - dijo la dama de damas mostrándose sorprendida.
- ¿Justo aquí? - Adelaida también se sorprendió.
- Sí hija, era mi lugar favorito - se acercó hasta la pequeña mesa donde estaba sentada Adelaida y se sentó a su lado. La pecosa sintió dentro de ella una extraña emoción. Imaginó a Betania en el mismo lugar donde ella estaba leyendo. Intentó imaginarla en sus años de juventud, pasando las horas leyendo al lado de la tía abuela Raquel. La visualizó con su cabello azabache y brillante recogido muy pulcramente, muy comedida, juciosa en la postura, en esos años en Bardolín cuando... conoció al señor Mateo... cuando conoció el amor y también el dolor... De pronto la invadió una secreta tristeza. Bardolín parecía ser un lugar maravilloso, donde el Amor podía resurgir de la nada, aparecer cómo el replandor del amanecer llenando el ocaso triste de la soledad, sin embargo, para su mamá y para ella parecía que solo el Amor de Los Jardines era para llevarse en la memoria como un tesoro silencioso. Sabía que pronto tendría que irse de tan amado pueblo y dejar atrás a Santiago... Le preguntó a Dios por qué, cual era la razón por la cual se lo había puesto en su camino. Después de tanto tiempo, de tanto miedo, de tanta soledad le había abierto poco a poco su alma a Santiago, sin medir el mañana, poniendo en las manos de él, nuevamente su frágil corazón. Si pudiera quedarme cerca de él, deseó, si Dios, fuese tu mandato unir nuestras vidas por alguna razón que nos permita llegar al final de este camino, que todo mi ser quiere recorrer. Quiero ir hacia él, quiero correr el riesgo... quiero amarlo...
- También es el mío - la pecosa respondió taciturna.
- Y ¿Qué lees? - Betania se inclinó hacia ella mirando dentro del gran libro que su hija sostenía - Oh... sobre mariposas... ¿Te gustan las mariposas?
- Realmente lo leo para mostrárselo a una amiga, que las colecciona aquí en Bardolín.
- ¿Tienes una amiga aquí? - su madre sonrió.
- Sí, se llama Lilibeth.
- ¿Quienes son sus padres?
- Doña Margot y Don Gaspar.
- ¡Margot y Gaspar! - Betania rió con gracia - Han tenido una hija. Es que no me sorprende, ellos siempre juntos para arriba y para abajo. Era de esperarse que terminaran casados.
- ¿Sabes quienes son? - preguntó la pecosa mirando a su mamá cómo alguien a quien poco conocía, cómo alguien con la que ahora compartía muchas cosas, sin saberlo.
- Sí Adelaida, claro que sí, Gaspar era muy amigo de... - inclinó la cabeza y habló en voz baja - Mateo.
- ¿Eran amigos?
- De los mejores. A través de Gaspar fue que lo conocí - Betania se quedó en silencio unos momentos mirando el pasado y su rostro dibujo una tierna sonrisa -. Margot y él siempre estaban juntos, los tres de hecho siempre estaban juntos. Frecuentaban mucho Los Jardines. Los unía un recuerdo muy triste.
- ¿Un recuerdo triste?
- Sí. Ellos estuvieron con la hija de la tía Raquel, el día que desapareció. Llegó un momento en que ya no estaban seguros si la habían visto caer, o si realmente dentro de la confusión de ese día eso fue lo que ellos creyeron que pasó.
- ¿Pero si no cayó en un pozo, mamá, que pasó con ella? ¿Dónde está?
- Bueno hija - Betania miró a la dama de damas con tristeza -, pudo suceder que alguien se la llevara dentro de la confusión de ese día. Ese día, cuentan, cayó una tormenta inesperada en Bardolín un día en que estaba mucha gente del pueblo en Los Jardines, tanto como la familia de Mateo, cómo las demás familias del pueblo. Dicen que en un descuido cuatro niños cruzaron la cerca hacia los pozos, y la tormenta los tomó ahí por sorpresa. Solo regresaron tres...
- El señor Mateo, Doña Margot y Don Gaspar.
- Sí hija, y lo único que repetían era que Jazmín había caído en un pozo.
- ¿Mi tía estaba ahí? - la pecosa miró hacia su tía abuela sintiendo tanta pena por ella.
- Sí. Mi tía estuvo ahí.
- Pero... ¿Si no cayó en un pozo, si alguien se la llevó, por qué? ¿Mamá por qué?
- Por odio a la tía Raquel. Los Bardolín nunca la han querido, a excepción de pocos. Se dice que posiblemente se la llevó una de las tías de Mateo.
- ¿Una hermana de tío Guillermo?
- Sí, eso se dijo, pero nunca se comprobó dicho rumor.
- ¿Pero mi tía fue a buscarla?
- No sé hija, lo que sé es que desde entonces ella muy pocas veces a salido de Bardolín. En los pozos se buscó día tras día, por hallar a la niña. Hasta que la dieron por perdida.
- Que historia tan triste mamá.
- Sí hija, pero ya de eso tanto tiempo.
- Pero para tía Raquel Jazmín sigue estando muy presente. Nunca la olvida.
- La puedo entender - Betania miró a Adelaida, reconoció para sí misma que no había sido la mejor madre para su pelirroja en esos días en que tanto la necesitó, pero sabía que se moriría si le llegara faltar su hija. No podría vivir, no tendría sentido para ella nada en la vida.
- Si Jazmín estuviese viva, sería una bendición si apareciera por Bardolín, en busca de la tía Raquel.
- Sí hija, pero quien sabe. Pero no hablemos más de esas cosas tan tristes. Háblame de tu amiga.
Adelaida miró unos segundos en silencio a su tía abuela mientras hablaba con Gregorio. Sintió tanta compasión y amor por ella. Y dentro de ella no tuvo ninguna duda, la dama de damas merecía que todo saliera a su favor, que Bardolín se salvara de ser perdido, que sus últimos años fuesen hermosos, llenos de alegrías. Sabía que aunque se fuese, volvería muchas veces a visitarla, no la dejaría sola. Ella no.
- Lilibeth es una persona muy especial mamá. Bastante tímida, pero muy hermosa persona. De un corazón muy bueno cómo pocas personas lo tienen. Y vive en su mundo, coleccionando mariposas, estudiándolas, aprendiendo de ellas.
- Debe ser una muchacha muy interesante.
- Lo es. Aunque hay muchas personas que la molestan por ser diferente.
- ¿Diferente? A que te refieres.
- A que lo que le interesa a ella no es lo que le interesa a la mayoría. Es muy reservada, pareciera que caminara dentro de una caja de cristal, cómo si ella no pudiera alcanzar el mundo, y el mundo no quisiera alcanzarla. No cualquiera puede conocerla realmente, sin embargo, tiene un alma digna de ser conocida. Es muy pura. Muy buena.
- Me gustaría conocerla. Si quieres podemos visitarlos.
- ¿Ir juntas? - Adelaida le emocionó la idea.
- Si hija, y así verlos que tengo mucho tiempo sin saber de ellos.
- Me encantaría mamá - la pecosa sintió mucha emoción. Sintió a Betanía más cercana aún, más amiga.
Gregorio miró el vitral mientras conversaba con Doña Raquel. Estaba fascinado como le sucedía a todo aquel que lo obsevababa por primera vez. Miraba el gran ángel construido majestuosamente con diferentes cristales, habilmente cortados y armados con plomo fundido. La luz del día entraba esplendoroza a través del vitral, dándole una atmósfera casi sacra a la biblioteca.
- Una obra de arte - dijo para sí mismo.
- Hay que reconocer que los Bardolín siempre tuvieron buen gusto - le comentó Raquel, mientras lo veía, admirado ante el gran ventanal.
- Se refiere a su esposo, sospecho - respondió él sin apartar los ojos de los coloridos cristales.
- De todos en general. Pero sí, mi esposo tenía una predilección por el arte muy grande - la dama de damas se puso de pie y se le acercó. Gregorio miró un momento en silencio a aquella mujer casi tan alta como él.
- ¿Y qué fue de su esposo, Doña Raquel? Si no es muy atrevido de mi parte preguntar.
Se mantuvo un momento pensativa, cómo si escuchara una voz lejana que le dictara alguna historia triste.
- ¿Betanía nunca te contó? - él negó con la cabeza - Un día se fue y nunca volvió.
- ¿Qué quiere decir que nunca volvió? - la miró lleno de enigmas - ¿Se fue y sencillamente nunca volvió? ¿Por qué? ¿Nunca tuvo noticias de él?
- Las peores noticias. Yo nunca las creí.
- ¿Pero... le sucedió algo o... él...?
- ¿Si se quedó con otra mujer? - la dama de damas lo miró sólida. Gregorio carraspeó -. Mi vida está llena de misterios, Gregorio. Los seres que más amé en la vida, desaparecieron. Sin dejar rastro. Es todo lo que te puedo decir.
- Pero... si alguno de ellos apareciera... - él recordó su conversación con Mateo Bardolín.
- No aparecerán.
- Pero si apareciera... - Gregorio se quedó en silencio al ver como la dama de damas lo miró cómo si su mirada podía escrutarlo por dentro, cómo si eso era lo que intentaba hacer, leerle la mente.
- No lo harán - le respondió Raquel sin dejar de mirarlo de aquella manera tan penetrante.
- Sí Adelaida me faltara algún día, por mucho que pasaran los años, nunca perdería la esperanza de volverla a ver. No podría vivir sin esa esperanza - dijo el padre de la pecosa mientras volteaba a mirar a su hija.
- Yo tampoco Gregorio, pero entre la esperanza y la realidad, una se vuelve tu compañera y la otra tu enemiga.
El padre de la pecosa guardó silencio. Sintió dentro de sí mucha compasión por la tía abuela de su esposa; no se imaginaba estando en su lugar. Él no lo soportaría. Se movió en lo más profundo de su alma una gran tristeza, se despertó en su ser el deseo de que fuese cierto que Jazmín estuviese sana y salva en algún lugar de Europa. Sí fuese Adelaida, sí fuese mi niña, daría lo que fuese por volverla a ver, después de eso podría morir en paz, pensó. Sintió que la vida le ofrecía un compromiso, un propósito altísimo, una misión. Lo haría, le tomaría la palabra a Mateo Bardolín e iría a buscar a la hija de la dama de damas, pero no por las razones que le pedía el Bardolín sino por las razones que solo puede darlas el corazón de un padre, por las razones de una angustia comprendida, por desear que hicieran lo mismo por él si la vida le tratara de igual manera como lo había hecho con Doña Raquel. Buscaría a Jazmín para decirle que su madre aun vivía y que nunca había podido olvidarla.
Se escucharon unos pasos por la escalera. Betania y Adelaida las más cercanas, voltearon a ver quien era. Tímidamente asomó el rostro el muchacho de las herramientas. Al ver a Adelaida su corazón se aceleró, y sintió cómo su rostro se le llenaba de un calor nervioso. Terminó de entrar a la biblioteca con paso menos decidido que con el que subió. Su mirada después de embelesarse en la pecosa, como siempre, busco apremiante a Doña Raquel, dejándola con las orejas ruborizadas. Traía entre manos una cesta con el mandado que le había pedido la dama de damas a tempranas horas al verlo merodear cerca de su jardín. Le dejó la orden que al regresar subiera directo a la biblioteca y que no se detuviera por nadie, aludiendo a los padres de Adelaida.
- Buenos días - saludó a madre e hija. La pecosa le respondió con su hermosa sonrisa; Betania le hizo un amable gesto con la cabeza.
El padre de la pelirroja no pudo impedir que su entrecejo se le hundiera, sin embargo no podía dejar de notar ese brillo en los ojos de su hija y la forma en que aquel joven la miraba. No, Joshep Villafranca nunca la miró así. Podía reconocer que el hijo de los Villafranca la miraba y la presentaba frecuentemente con orgullo. Mas aquel bardolideño ponía sus ojos en Luisa Adelaida como una caricia, con un embeleso que solo tienen los enamorados en la tonta expresión, meditó.
- Santiago - la dama de damas se mostró contenta al verlo -, pasa acércate, pon la cesta aquí.
- He conseguido todo, incluso - el muchacho de las herramientas bajó la voz y se acercó un poco a ella - conseguí las cerezas.
- Excelente - se emocionó Raquel.
- Buenos días - saludó Santiago algo rígido al Señor Castelán al sentir que este no le quitaba la escrutadora mirada.
- Buenos días joven.
- Betania ven, acércate - Raquel llamó a su sobrina. Betania se puso de pie y caminó hacia ellos. Santiago en ese momento se sintió intimidado por primera vez por la distinguida madre de su amada. Por el porte, la elegancia, de donde podía entender el origen de la belleza de Adelaida. Pasó entre Gregorio y el muchacho y al ver las cerezas también se sonrió en complicidad con su tía abuela.
- ¡Vamos, vamos! - aupó Raquel a Santiago - Ve con Adelaida. Acompáñala.
El muchacho de las herramientas miró con el rabillo del ojo a los padres de la pecosa, pero la dama de damas moviendo los brazos hacia él le volvió a aupar. Algo nervioso caminó cerca de su musa.
- Hola Santiago - le sonrió la bella pelirroja -. Siéntate.
- Hola - él se sentó respetuoso al lado de ella. Miró su melena de fuego suelta, hermosa, ondulada. Cada segundo sentía que la amaba más que el anterior. ¿Por qué? Se preguntaba por dentro ¿Por qué este amor me crece en el pecho con solo verla? ¿Por qué la amo tanto sin razón aparente? Sin embargo, una parte de él sabía que esa era una pregunta que no podía responder. Puesto que el Amor es el significado de sí mismo, por lo que no puede definirse en términos distintos de lo que es. No hay sinónimos para el Amor. El Amor es, con eso le basta.
- Mira lo que he conseguido - la pecosa le mostró el gran libro abierto en unas páginas llenas de ilustraciones de mariposas. Pero Santiago no vio las mariposas en el primer momento, ni siquiera bajó su mirada a las páginas. Se quedó mirando la blanca piel de Adelaida, el dibujo de sus pecas, el color rojo toronja de sus labios, el encendido destello de la luz del vitral bañando la cabellera de fuego de su musa -. A Galleta esto le va a encantar.
- Eh... que... Oh sí, sí.
- Mira todo lo que hay en este libro. Para ella esto será un tesoro.
- La vi que iba...
- Donde Fabián - le interrumpió la pecosa con una sonrisa suspicaz.
- ¿Cómo sabes? ¿Pasó por aquí?
- No, es que ayer consiguió una mariposa nueva para su colección y ya sabes lo que sucede.
- Sí, Galleta corre a mostrársela a mi hermano. No sé por qué Fabián no... - se detuvo, al sentir que quedaría atrapado en su propio argumento si seguía hablando.
- No qué - preguntó la pecosa incorporándose en su silla con los ojos curiosos.
- Nada, pensé con la boca. - sonrió nervioso. Adelaida lo vio con los ojos entreabiertos unos segundos.
- Vamos, que sabes tú que no me lo quieres confiar. La otra tarde en Los Jardines no quisiste decirme nada tampoco.
- Nada Adelaida, es que esos dos... tú sabes... ¿no es obvio?
- Hay cosas que a veces parecen obvias y no lo son, y hay cosas que no lo parecen y lo son - la pelirroja hermosa regresó su mirada al gran libro que sostenía con sus gráciles manos.
- Mas yo diría que en este caso parece y es.
- ¿Y cuál es el parecido y con qué obviedad? - después que pronunció aquel trabalenguas los dos rieron graciosamente.
- Los dos se quieren - dijo al fin el muchacho de las herramientas mientras bajaba la mirada hacía las vetas de la madera de la mesa. La pecosa lo miró con amor en silencio unos segundos. ¿Y nosotros Santiago? pensó ¿Nosotros cuanto nos queremos? ¿Sabemos cuanto? o nuestro deseo ha de ser el querer saber cuanto nos podríamos amar de aquí hasta donde el alma no pueda más. Sonrió sonrojada.
- Ellos se quieren a su manera - musitó ella.
- Tienen suerte - ella le pareció de pronto lejano en aquellas palabras, quizá triste. Santiago no pudo evitar la idea de imaginar a Adelaida partiendo de Bardolín. Constantemente se atormentaba con ello. La miró de nuevo de la única forma que sabía hacerlo. Amándola.
- Tú también tendrás suerte Santiago - respondió la pecosa adivinando al final los pensamientos de él. Sentía que su corazón se desbordaba por aquel joven amante, pero entendía su tristeza. Era la misma tristeza de ella. Sin embargo no podía dejar de desear en su corazón lo mejor para Santiago, el mejor amor que se le pudiera cruzar en el camino. Quizá, un mejor amor que ella. A él, por el contrario, esas palabras le apuñalaron. Le parecieron una despedida indirecta, un adios anunciado con antelación sin haberse pronunciado aun. ¿Suerte? Suerte sería tenerte para siempre, se dijo en sus adentros.
- Más que suerte, necesito un milagro.
Adelaida le tomó la mano y le sonrió con mucha ternura.
- Eres un buen hombre. No eres para cualquier mujer Santiago. Quienes no han valorado lo que eres se han perdido de todo el calor que puedes hacer sentir en un corazón. La vida tiene algo bueno guardado para ti. Eres especial...
- Quédate... - él mismo se sorprendió de aquella palabra que se le escapó de la boca disparada desde su corazón.
- Quisiera quedarme... pero es como pedirte que vengas conmigo... Dejarlo todo por mi...
- Pídelo. Pídelo Adelaida, aquí nada me retiene.
- Santi...
- Yo... en mi corazón... ¿cómo se pueden explicar estas cosas? Tú lo has cambiado todo para mi. Este lugar no será lo mismo sin tí. Eres para mi... eres... Adelaida lo llenas todo... ¿Cómo? No lo sé. Pero todo lo llenas, todo me recuerda a ti en cada rincón de cada vereda, en cada flor de Los Jardines, en cada flor de los cerezos. En especial de aquel cerezo - la pecosa se sonrojó tímida y conmovida -. Adelaida... yo necesito...
La pecosa con los ojos humedecidos y emocionados, le cubrió los labios con sus finos dedos, antes de que la hiciera llorar como a una chiquilla. Un milagro, pensó, también deseo ese milagro. Y el milagro para mi no es poder quedarme en Bardolín, sino poder quedarme en tu vida. ¿Cómo no desear ser amada así como tú lo haces? Sin embargo esas palabras no era capaz de pronunciarlas. Tal vez solo aumentarían la tristeza del mañana, harían más pesaroso el adiós cuando este llegara. Él con delicadeza apartó su mano.
- Adelaida...
- No lo digas Santi. No digas lo que yo callo. Que sí lo dices tú, nos dolerá a ambos igual. A veces es mejor lo que dice el silencio.
- No entiendo... ¿lo que dice el silencio? ¿A que te refieres?
- El silencio nos deja imaginar lo no dicho, nos permite soñar la respuesta deseada, nos permite corregir lo que evitó decirse, para esperar poder tener las palabras adecuadas.
- Entonces quédate y no respondas. Quédate y déjame imaginar la respuesta deseada.
Adelaida lo miró con tanto Amor. Y se mantuvo en silencio. Deseó como nunca aquel milagro.
- ¿Sabes lo hermosa que eres?
- La hermosura está en los ojos de quién mira - dijo la pecosa alelada, mirándolo.
- La hermosura está en los ojos de quién ama - dijo él perdido entre las pecas de ella.
- Santiago... - murmuró ella.
- Dime Adelaida.
- Ven conmigo y no respondas.
Santiago la miró ambilado, en silencio. Sonrió para ella, sonrió para sí mismo. Es cierto, a veces el silencio susurra con la voz de la esperanza. A veces lo que las palabras separan, el silencio mantiene, porque quien entiende no es la razón sino el alma que está atenta para comprender en el otro, el más mínimo brillo hermoso en las ilusionadas pupilas. Traduce el lenguaje de las miradas, entiende la conversación de dos manos que se rozan, dejando limitada toda palabra. El muchacho de las herramientas siguió con la mirada el hermoso cabello de fuego de su amada y de nuevo se le vino a la mente aquella Venus de la que le había hablado alguna vez Doña Raquel, su rostro se iluminó un poco y miró hacía las paredes de la biblioteca y ahí estaba: La replica de El Nacimiento de Venus de Botticelli. Adelaida volteó a mirar en la dirección en que lo hacía Santiago y al ver de nuevo aquella pintura en presencia de él se sonrojó un poco llena de pudor, al ver de nuevo a aquella dama de piel de porcelana desnuda sobre su concha de mar.
- Ella me recuerda a ti - dijo movido por las emociones el pobre muchacho, tan alto que los padres de Adelaida voltearon a escucharlo. La pecosa se le subió a las orejas la sangre hirviendo de la vergüenza. ¡Cómo se le ocurre de pronto decir, delante de papá y mamá y de mi tía que yo le recuerdo a esa mujer desnuda! pensó mientras palidecía. Acto reflejo se puso de pie y alzando el gran libro que tenía en las manos lo abanicó contra la cabeza de Santiago el que reaccionando en el último segundo se agachó sintiendo como se libraba del golpe por milímetros.
Gregorio ya había dado un paso cuando Betania y Raquel lo sostuvieron. La dama de damas miraba al muchacho con resignación mientras meneaba la cabeza como siempre cuando se trataba de una ocurrencia de él. Vieron como Adelaida volvía a levantar el pesado libro en el aire y pretendía aplastar a Santiago como a un insecto. La vergüenza que sentía era muy grande, como en un momento como aquel se le ocurría hacer tal comparación.
- Pervertido... - volvió rozar con el libro la humanidad del muchacho de las herramientas que esta vez había caído sentado en el piso sentado con los ojos tan abiertos como los de un gato aterrado.
- A... Adela...
- Cómo te... - alzó en lo alto el libro y lo dejó caer como un matamoscas gigante - como te atreves.
Santiago pudo esquivar de nuevo el impacto gateando, quedando casi de cabeza en los primeros escalones de la escalera.
- ¿Cómo que esa mujer desnuda te recuerda a mi? ¡Pervertido!
- Esa es una diosa... Doña Raquel... - gritó pidiendo socorro a la dama de damas - La de la pintura, dígale, dígale que es una diosa del Amor y la Belleza...
La pecosa se quedó con el libro en alto, ruborizada aun más. No acomoda la situación ante papá y mamá, pensó un poco ansiosa. Sin embargo, de pronto había entendido la comparación que hacía su Santiago. No era realmente el parecido físico, era el significado poético que le estaba dando él. Eso la conmovió. La estaba comparando no con la mujer desnuda de aquel lienzo, sino con la diosa del Amor. Comenzó poco a poco a reírse primero de sí misma, por impetuosa y luego del asustado muchacho arrinconado en la escalera. Comenzó a reírse gustosamente y bajó el libro. Santiago se quedó sorprendido y embelesado aún más al escuchar y ver por primera vez en ella una sonrisa tan libre, tan armónica, tan feliz, tan natural, tan llena de belleza. Pero no solo él estaba pasmado, los padres de Adelaida no la escuchaban reír desde hace tanto tiempo, que no recordaban como sonaba la risa de su hija y quedaron conmovidos ante aquella escena. Raquel la miraba admirada. Era cierto, Santiago tenía razón. Ahí ante ellos estaba una diosa de la hermosura y del Amor, de esa hermosura que viene de adentro y de ese Amor que voltea hacia sí mismo y se contempla digno. La risa de la pecosa llenaba el lugar como si fuera música, como si fuera luz.
Sí Santiago, pensó Raquel, así es cómo nace Venus, espléndida, fantástica, mostrando lo más hermoso que tiene.
La desnudez de su alma.
Tenía el cabello suelto, el que caía cómo una cascada de cobre sobre sus hombros y espalda. La luz que sorteaba los colores del vitral daban sobre ellos, haciendo saltar reflejos hermosos de su melena pelirroja. La dama de damas levantó la mirada de su lectura un momento para mirar a Adelaida en silencio. Miró aquel rostro maravillado y curioso lleno de pecas, absorto, con los ojos sumergidos en las páginas del gran libro que tenía en frente. No pudo y no quiso evitar compararla por un minuto con Jazmín, se permitió soñar con la idea de que su sobrina era realmente su hija, que nunca se había ido de su lado. Se permitió amarla de esa manera brevemente, infinitamente. De todos modos la quería cómo a una madre quiere a su pequeña. De todos modos, al pasar ese minuto de ensueños, la quería así, cómo a una hija. Supo que de igual manera Jazmín jamás podría ser remplazada en su corazón y Adelaida tampoco. Si dentro de ella quedaba un espacio vacío, Luisa Adelaida lo había llenado completamente. La pecosa sintió la mirada profunda de su tía abuela y la miró con el rabillo del ojo. Raquel sonrió.
- Qué hermosa estás Adelaida - dijo la dama de damas tras una bonita sonrisa.
- La belleza está en los ojos de quien mira - le respondió la pecosa con las orejas coloradas, sin dejarla de mirar con el rabillo del ojo de vez en cuando. Raquel sonrió graciosa.
- Mírame un segundo - le pidió cariñosamente la tía abuela. Ella la miró -. Qué hermosa estás de verdad. Te ves tan serena, tan felíz. Dime hija... ¿En verdad cómo te sientes?
Adelaida miró hacia el vitral unos segundos en silencio, buscando dentro de ella las palabras precisas. Miró de nuevo a su querida tía, meditativa. No encontró las palabras adecuadas para describir sus propias emociones. No sabía si estaba de pleno feliz, o de pleno triste. Amaba a Los Jardines de Bardolín y todo lo que significaba para ella, sin embargo, sus padres estaban en casa de la tía abuela, dejando correr los días hasta el momento que tuviesen que volver juntos a la ciudad.
- Me siento bien - pudo por lo bajo decir.
- Oh... mira esa carita que has puesto... Adelaida, escúchame, se feliz. Tú sabes que no hay nada que buscar, nada que encontrar - A la pecosa le dio escalofrío al escuchar esas últimas palabras. Eran del libro de Maira. "Tú sabes" había dicho la tía abuela, como si intuyera que ella había leído aquellas líneas -. La felicidad es algo que llevas por dentro, no se encuentra en un lugar o cosa. Solo en ti. Sé que esto no es facil de entender, menos de llevar a la práctica. Que te lo dice esta anciana, pero créeme, no hay mejor dicha que descubrir que toda buenaventura en la vida procede de uno mismo.
- Tía... ¿Por qué se quedó sola? - le preguntó la pecosa después de verla un par de segundos pensativa.
- Bueno hija - Raquel suspiró hondamente -, por levantar muros demasiado altos; por vivir abrazada al miedo, a la soledad cómo una protección para mi misma. Decisiones de las que una vieja como yo solo le queda arrepentirse en silencio. No creerme digna de la felicidad, por pensar que mi pasado iba a encontrármelo siempre de frente en mi futuro, mi lamentable pasado. A veces me traiciona, y suelo creer que aun me castiga, pero a estas alturas de mi vida, hija, vivir casi es un lujo.
- No diga eso tía. Usted es una persona muy positiva, muy llena de vida, yo le estoy tan agradecida por todo su calor, por toda su comprensión hacia mi. Sé que su pasado ha sido duro. Perder a su hija, no ver volver a su esposo y quedarse sola en esta casa, esperando que alguien viniera por usted. Quizá a traerle consuelo, quizá a traerle la vida que sintió había perdido; pero por encima de eso, a pesar de todas las cosas, usted me ha enseñado a vivir de frente a la verdad, a creer en mi misma, porque sé que usted cree en sí misma.
- La vida es hermosa Adelaida, por muy difíciles que parezcan ciertas épocas la vida tiene sus maravillas. Sin embargo, la mía ha tenido de todo. Mi hermosa vida ha sido muchas veces dolorosa, equivocada, errada. Fue mi responsabilidad, mi rebeldía. Ya ni sé, o ya no me importa, en todo caso es igual. El pasado es el pasado, de donde solo intento traerme lo mejor, solo eso. Y muchas personas vinieron por mi, muchos amores después de Guillermo quisieron este corazón renuente a dejarse amar de nuevo. Y quien sabe Adelaida, quien sabe, quizá hasta pude ser feliz de nuevo.
- Yo creo que sí. ¿Cómo no la iba a querer otra persona de verdad siendo como ustede es? Una mujer tan buena, tan alegre y rediante.
- ¡Bueno! - la dama de damas rió con mucha gracia - Te lo he dicho antes. No conociste a Raquel Lamuza de los años antaños.
- Pero es que usted no era una persona tan difícil cómo lo puedo ser yo. No me lo puedo imaginar.
- ¡Oh hija! ¡Era una fiera! Pobre de aquel que mal se pusiera en mi camino. Pero el mundo me había hecho así.
- Yo podría entenderla tía, yo también estaba enfurecida con la vida. Fuí muy lastimada y acosada en la ciudad después de lo de Joshep. Y me sentía tan mal. Impura, de poco valor. Sentía que nunca otro hombre me miraría con respeto, sino que me había ganado el estigma de mujer fácil.
- Y solo fuiste una niña inocente en las fauces de un lobo, mas yo mi hija, yo si pisé hondo. Cosas de las que no son gratas hablar.
- Pero tía ¿Qué pudo haber hecho tan malo?
- Ay Adelaida - Raquel pareció mirar el pasado, cómo un lejano mal conocido que cruzara de pronto la esquina -, yo caí de todas las formas que puede caer una mujer. Sólo Dios sabe por qué Guillermo puso sus ojos en mi, por qué se me cruzó en la vida para cambiar el camino de está alma que estaba sin rumbo.
- ¿Y no me puede decir que fueron esas cosas que hizo? - Adelaida recostó la barbilla sobre una de sus manos mientras apoyaba el codo sobre la otra. Miró con curiosidad a su tía abuela, intentado mirar en ella esos rastros del pasado, cómo si pudiera mirar en la mujer de cabellos de plata, su historia proyectada cómo una película.
- Hay cosas que son mejor olvidarlas.
- Incluso no se olvidan - dijo la pecosa meditativa. Raquel sonrió.
- Sí hija, incluso no se olvidan, pero mejor olvidarlas.
- Entiendo. No quiere decírmelo.
- No lo digas así.
- Yo entiendo tía. No se preocupe - le pecosa le sonrió comprensiva y regresó a su lectura. Aunque ella se seguía preguntando en secreto sobre el pasado de su tía abuela, se reservaría las ganas de preguntarle sobre aquello, sobre esas cosas que "son mejor olvidarlas".
- Lo importante hija es que al final aprendí a ser feliz. A veces se llora, a veces la tristeza aparece, pero somos humanos. La tristeza solo debe venir de vez en cuando, mas la felicidad, mi felicidad está en mi.
- ¿En verdad tía es feliz estando tan sola? - la pecosa volvió a mirarla.
- Oh... No, hija... no es la soledad un resultado de mi felicidad... Yo aprendí a ser feliz conmigo misma, pero eso no implica que estar sola en esta casa signifique para mi una dicha plena. Dichosa soy desde que viniste a llenar los silencios de este lugar. Tú le has dado vida a esta casa, la llenas con tu sonrisa, con tus cosas, con tus ocurrencias.
- ¿Mis ocurrencias? - Adelaida levantó las cejas. La dama de damas rió nuevamente.
- Desde lanzarle jugo en la cara a Santiago, hasta pelear con la puerta cerrada de la entrada principal. Darle vuelta a los cerezos del huerto, y vivirles preguntando cuando se cargarán de cerezas para ti. Verte hablar a solas con Jazmín...
- Usted también lo hace - le interrumpió ruborizada.
- Sí, pero yo no le hablo sobre Santiago - la dama de damas la miró pícara. La pelirroja hermosa metió la cara en su gran libro de nuevo, apenada, cerrándolo un poco escondiendo su rostro entre las portadas.
- No sé ha que se refiere - murmuró tan cerca de las páginas que no podía leer nada sobre ellas.
- No te preocupes, ni ella ni yo diremos nada - respondió la tía abuela sonriente.
- Usted me espía - dijo Adelaida sin sacar su rostro pecoso de su escondite.
- No hija - Raquel rió a boca de jarro - ¿Espiarte? Te abstraes tanto cuando le hablas que no te das cuenta de nada a tu alrededor.
- No es cierto.
- Si la muñeca hablara.
- Ojalá lo hiciera, que seguro me cuenta algunas cosas de usted también - dijo la pecosa medio asomando su hermoso rostro sobre el libro, como un sol de amanecer en el horizonte.
- Estamos a salvo, pues no lo hace - Raquel le guiñó un ojo - Jazmín es muy leal con los secretos.
Las dos sonrieron en silencio. Escucharon pasos por la escalera y se giraron a ver quien subía a la biblioteca. Eran Betania y Gregorio. La madre de la pecosa miraba el lugar con nostalgia y admiración, su mente y su alma se llenaron de recuerdos, de tan amados recuerdos.
- Tía... la biblioteca está idéntica... - dijo acercándose a ellas. Gregorio le seguía de cerca mirando todo a su alrededor.
- No he movido nada de su lugar.
- Me parece que no hubiese pasado el tiempo - Betania se sentía conmovida. Luego miró a Adelaida, la que la observaba con curiosidad -. Me sentaba justo ahí donde estás tú.
- Es cierto - dijo la dama de damas mostrándose sorprendida.
- ¿Justo aquí? - Adelaida también se sorprendió.
- Sí hija, era mi lugar favorito - se acercó hasta la pequeña mesa donde estaba sentada Adelaida y se sentó a su lado. La pecosa sintió dentro de ella una extraña emoción. Imaginó a Betania en el mismo lugar donde ella estaba leyendo. Intentó imaginarla en sus años de juventud, pasando las horas leyendo al lado de la tía abuela Raquel. La visualizó con su cabello azabache y brillante recogido muy pulcramente, muy comedida, juciosa en la postura, en esos años en Bardolín cuando... conoció al señor Mateo... cuando conoció el amor y también el dolor... De pronto la invadió una secreta tristeza. Bardolín parecía ser un lugar maravilloso, donde el Amor podía resurgir de la nada, aparecer cómo el replandor del amanecer llenando el ocaso triste de la soledad, sin embargo, para su mamá y para ella parecía que solo el Amor de Los Jardines era para llevarse en la memoria como un tesoro silencioso. Sabía que pronto tendría que irse de tan amado pueblo y dejar atrás a Santiago... Le preguntó a Dios por qué, cual era la razón por la cual se lo había puesto en su camino. Después de tanto tiempo, de tanto miedo, de tanta soledad le había abierto poco a poco su alma a Santiago, sin medir el mañana, poniendo en las manos de él, nuevamente su frágil corazón. Si pudiera quedarme cerca de él, deseó, si Dios, fuese tu mandato unir nuestras vidas por alguna razón que nos permita llegar al final de este camino, que todo mi ser quiere recorrer. Quiero ir hacia él, quiero correr el riesgo... quiero amarlo...
- También es el mío - la pecosa respondió taciturna.
- Y ¿Qué lees? - Betania se inclinó hacia ella mirando dentro del gran libro que su hija sostenía - Oh... sobre mariposas... ¿Te gustan las mariposas?
- Realmente lo leo para mostrárselo a una amiga, que las colecciona aquí en Bardolín.
- ¿Tienes una amiga aquí? - su madre sonrió.
- Sí, se llama Lilibeth.
- ¿Quienes son sus padres?
- Doña Margot y Don Gaspar.
- ¡Margot y Gaspar! - Betania rió con gracia - Han tenido una hija. Es que no me sorprende, ellos siempre juntos para arriba y para abajo. Era de esperarse que terminaran casados.
- ¿Sabes quienes son? - preguntó la pecosa mirando a su mamá cómo alguien a quien poco conocía, cómo alguien con la que ahora compartía muchas cosas, sin saberlo.
- Sí Adelaida, claro que sí, Gaspar era muy amigo de... - inclinó la cabeza y habló en voz baja - Mateo.
- ¿Eran amigos?
- De los mejores. A través de Gaspar fue que lo conocí - Betania se quedó en silencio unos momentos mirando el pasado y su rostro dibujo una tierna sonrisa -. Margot y él siempre estaban juntos, los tres de hecho siempre estaban juntos. Frecuentaban mucho Los Jardines. Los unía un recuerdo muy triste.
- ¿Un recuerdo triste?
- Sí. Ellos estuvieron con la hija de la tía Raquel, el día que desapareció. Llegó un momento en que ya no estaban seguros si la habían visto caer, o si realmente dentro de la confusión de ese día eso fue lo que ellos creyeron que pasó.
- ¿Pero si no cayó en un pozo, mamá, que pasó con ella? ¿Dónde está?
- Bueno hija - Betania miró a la dama de damas con tristeza -, pudo suceder que alguien se la llevara dentro de la confusión de ese día. Ese día, cuentan, cayó una tormenta inesperada en Bardolín un día en que estaba mucha gente del pueblo en Los Jardines, tanto como la familia de Mateo, cómo las demás familias del pueblo. Dicen que en un descuido cuatro niños cruzaron la cerca hacia los pozos, y la tormenta los tomó ahí por sorpresa. Solo regresaron tres...
- El señor Mateo, Doña Margot y Don Gaspar.
- Sí hija, y lo único que repetían era que Jazmín había caído en un pozo.
- ¿Mi tía estaba ahí? - la pecosa miró hacia su tía abuela sintiendo tanta pena por ella.
- Sí. Mi tía estuvo ahí.
- Pero... ¿Si no cayó en un pozo, si alguien se la llevó, por qué? ¿Mamá por qué?
- Por odio a la tía Raquel. Los Bardolín nunca la han querido, a excepción de pocos. Se dice que posiblemente se la llevó una de las tías de Mateo.
- ¿Una hermana de tío Guillermo?
- Sí, eso se dijo, pero nunca se comprobó dicho rumor.
- ¿Pero mi tía fue a buscarla?
- No sé hija, lo que sé es que desde entonces ella muy pocas veces a salido de Bardolín. En los pozos se buscó día tras día, por hallar a la niña. Hasta que la dieron por perdida.
- Que historia tan triste mamá.
- Sí hija, pero ya de eso tanto tiempo.
- Pero para tía Raquel Jazmín sigue estando muy presente. Nunca la olvida.
- La puedo entender - Betania miró a Adelaida, reconoció para sí misma que no había sido la mejor madre para su pelirroja en esos días en que tanto la necesitó, pero sabía que se moriría si le llegara faltar su hija. No podría vivir, no tendría sentido para ella nada en la vida.
- Si Jazmín estuviese viva, sería una bendición si apareciera por Bardolín, en busca de la tía Raquel.
- Sí hija, pero quien sabe. Pero no hablemos más de esas cosas tan tristes. Háblame de tu amiga.
Adelaida miró unos segundos en silencio a su tía abuela mientras hablaba con Gregorio. Sintió tanta compasión y amor por ella. Y dentro de ella no tuvo ninguna duda, la dama de damas merecía que todo saliera a su favor, que Bardolín se salvara de ser perdido, que sus últimos años fuesen hermosos, llenos de alegrías. Sabía que aunque se fuese, volvería muchas veces a visitarla, no la dejaría sola. Ella no.
- Lilibeth es una persona muy especial mamá. Bastante tímida, pero muy hermosa persona. De un corazón muy bueno cómo pocas personas lo tienen. Y vive en su mundo, coleccionando mariposas, estudiándolas, aprendiendo de ellas.
- Debe ser una muchacha muy interesante.
- Lo es. Aunque hay muchas personas que la molestan por ser diferente.
- ¿Diferente? A que te refieres.
- A que lo que le interesa a ella no es lo que le interesa a la mayoría. Es muy reservada, pareciera que caminara dentro de una caja de cristal, cómo si ella no pudiera alcanzar el mundo, y el mundo no quisiera alcanzarla. No cualquiera puede conocerla realmente, sin embargo, tiene un alma digna de ser conocida. Es muy pura. Muy buena.
- Me gustaría conocerla. Si quieres podemos visitarlos.
- ¿Ir juntas? - Adelaida le emocionó la idea.
- Si hija, y así verlos que tengo mucho tiempo sin saber de ellos.
- Me encantaría mamá - la pecosa sintió mucha emoción. Sintió a Betanía más cercana aún, más amiga.
Gregorio miró el vitral mientras conversaba con Doña Raquel. Estaba fascinado como le sucedía a todo aquel que lo obsevababa por primera vez. Miraba el gran ángel construido majestuosamente con diferentes cristales, habilmente cortados y armados con plomo fundido. La luz del día entraba esplendoroza a través del vitral, dándole una atmósfera casi sacra a la biblioteca.
- Una obra de arte - dijo para sí mismo.
- Hay que reconocer que los Bardolín siempre tuvieron buen gusto - le comentó Raquel, mientras lo veía, admirado ante el gran ventanal.
- Se refiere a su esposo, sospecho - respondió él sin apartar los ojos de los coloridos cristales.
- De todos en general. Pero sí, mi esposo tenía una predilección por el arte muy grande - la dama de damas se puso de pie y se le acercó. Gregorio miró un momento en silencio a aquella mujer casi tan alta como él.
- ¿Y qué fue de su esposo, Doña Raquel? Si no es muy atrevido de mi parte preguntar.
Se mantuvo un momento pensativa, cómo si escuchara una voz lejana que le dictara alguna historia triste.
- ¿Betanía nunca te contó? - él negó con la cabeza - Un día se fue y nunca volvió.
- ¿Qué quiere decir que nunca volvió? - la miró lleno de enigmas - ¿Se fue y sencillamente nunca volvió? ¿Por qué? ¿Nunca tuvo noticias de él?
- Las peores noticias. Yo nunca las creí.
- ¿Pero... le sucedió algo o... él...?
- ¿Si se quedó con otra mujer? - la dama de damas lo miró sólida. Gregorio carraspeó -. Mi vida está llena de misterios, Gregorio. Los seres que más amé en la vida, desaparecieron. Sin dejar rastro. Es todo lo que te puedo decir.
- Pero... si alguno de ellos apareciera... - él recordó su conversación con Mateo Bardolín.
- No aparecerán.
- Pero si apareciera... - Gregorio se quedó en silencio al ver como la dama de damas lo miró cómo si su mirada podía escrutarlo por dentro, cómo si eso era lo que intentaba hacer, leerle la mente.
- No lo harán - le respondió Raquel sin dejar de mirarlo de aquella manera tan penetrante.
- Sí Adelaida me faltara algún día, por mucho que pasaran los años, nunca perdería la esperanza de volverla a ver. No podría vivir sin esa esperanza - dijo el padre de la pecosa mientras volteaba a mirar a su hija.
- Yo tampoco Gregorio, pero entre la esperanza y la realidad, una se vuelve tu compañera y la otra tu enemiga.
El padre de la pecosa guardó silencio. Sintió dentro de sí mucha compasión por la tía abuela de su esposa; no se imaginaba estando en su lugar. Él no lo soportaría. Se movió en lo más profundo de su alma una gran tristeza, se despertó en su ser el deseo de que fuese cierto que Jazmín estuviese sana y salva en algún lugar de Europa. Sí fuese Adelaida, sí fuese mi niña, daría lo que fuese por volverla a ver, después de eso podría morir en paz, pensó. Sintió que la vida le ofrecía un compromiso, un propósito altísimo, una misión. Lo haría, le tomaría la palabra a Mateo Bardolín e iría a buscar a la hija de la dama de damas, pero no por las razones que le pedía el Bardolín sino por las razones que solo puede darlas el corazón de un padre, por las razones de una angustia comprendida, por desear que hicieran lo mismo por él si la vida le tratara de igual manera como lo había hecho con Doña Raquel. Buscaría a Jazmín para decirle que su madre aun vivía y que nunca había podido olvidarla.
Se escucharon unos pasos por la escalera. Betania y Adelaida las más cercanas, voltearon a ver quien era. Tímidamente asomó el rostro el muchacho de las herramientas. Al ver a Adelaida su corazón se aceleró, y sintió cómo su rostro se le llenaba de un calor nervioso. Terminó de entrar a la biblioteca con paso menos decidido que con el que subió. Su mirada después de embelesarse en la pecosa, como siempre, busco apremiante a Doña Raquel, dejándola con las orejas ruborizadas. Traía entre manos una cesta con el mandado que le había pedido la dama de damas a tempranas horas al verlo merodear cerca de su jardín. Le dejó la orden que al regresar subiera directo a la biblioteca y que no se detuviera por nadie, aludiendo a los padres de Adelaida.
- Buenos días - saludó a madre e hija. La pecosa le respondió con su hermosa sonrisa; Betania le hizo un amable gesto con la cabeza.
El padre de la pelirroja no pudo impedir que su entrecejo se le hundiera, sin embargo no podía dejar de notar ese brillo en los ojos de su hija y la forma en que aquel joven la miraba. No, Joshep Villafranca nunca la miró así. Podía reconocer que el hijo de los Villafranca la miraba y la presentaba frecuentemente con orgullo. Mas aquel bardolideño ponía sus ojos en Luisa Adelaida como una caricia, con un embeleso que solo tienen los enamorados en la tonta expresión, meditó.
- Santiago - la dama de damas se mostró contenta al verlo -, pasa acércate, pon la cesta aquí.
- He conseguido todo, incluso - el muchacho de las herramientas bajó la voz y se acercó un poco a ella - conseguí las cerezas.
- Excelente - se emocionó Raquel.
- Buenos días - saludó Santiago algo rígido al Señor Castelán al sentir que este no le quitaba la escrutadora mirada.
- Buenos días joven.
- Betania ven, acércate - Raquel llamó a su sobrina. Betania se puso de pie y caminó hacia ellos. Santiago en ese momento se sintió intimidado por primera vez por la distinguida madre de su amada. Por el porte, la elegancia, de donde podía entender el origen de la belleza de Adelaida. Pasó entre Gregorio y el muchacho y al ver las cerezas también se sonrió en complicidad con su tía abuela.
- ¡Vamos, vamos! - aupó Raquel a Santiago - Ve con Adelaida. Acompáñala.
El muchacho de las herramientas miró con el rabillo del ojo a los padres de la pecosa, pero la dama de damas moviendo los brazos hacia él le volvió a aupar. Algo nervioso caminó cerca de su musa.
- Hola Santiago - le sonrió la bella pelirroja -. Siéntate.
- Hola - él se sentó respetuoso al lado de ella. Miró su melena de fuego suelta, hermosa, ondulada. Cada segundo sentía que la amaba más que el anterior. ¿Por qué? Se preguntaba por dentro ¿Por qué este amor me crece en el pecho con solo verla? ¿Por qué la amo tanto sin razón aparente? Sin embargo, una parte de él sabía que esa era una pregunta que no podía responder. Puesto que el Amor es el significado de sí mismo, por lo que no puede definirse en términos distintos de lo que es. No hay sinónimos para el Amor. El Amor es, con eso le basta.
- Mira lo que he conseguido - la pecosa le mostró el gran libro abierto en unas páginas llenas de ilustraciones de mariposas. Pero Santiago no vio las mariposas en el primer momento, ni siquiera bajó su mirada a las páginas. Se quedó mirando la blanca piel de Adelaida, el dibujo de sus pecas, el color rojo toronja de sus labios, el encendido destello de la luz del vitral bañando la cabellera de fuego de su musa -. A Galleta esto le va a encantar.
- Eh... que... Oh sí, sí.
- Mira todo lo que hay en este libro. Para ella esto será un tesoro.
- La vi que iba...
- Donde Fabián - le interrumpió la pecosa con una sonrisa suspicaz.
- ¿Cómo sabes? ¿Pasó por aquí?
- No, es que ayer consiguió una mariposa nueva para su colección y ya sabes lo que sucede.
- Sí, Galleta corre a mostrársela a mi hermano. No sé por qué Fabián no... - se detuvo, al sentir que quedaría atrapado en su propio argumento si seguía hablando.
- No qué - preguntó la pecosa incorporándose en su silla con los ojos curiosos.
- Nada, pensé con la boca. - sonrió nervioso. Adelaida lo vio con los ojos entreabiertos unos segundos.
- Vamos, que sabes tú que no me lo quieres confiar. La otra tarde en Los Jardines no quisiste decirme nada tampoco.
- Nada Adelaida, es que esos dos... tú sabes... ¿no es obvio?
- Hay cosas que a veces parecen obvias y no lo son, y hay cosas que no lo parecen y lo son - la pelirroja hermosa regresó su mirada al gran libro que sostenía con sus gráciles manos.
- Mas yo diría que en este caso parece y es.
- ¿Y cuál es el parecido y con qué obviedad? - después que pronunció aquel trabalenguas los dos rieron graciosamente.
- Los dos se quieren - dijo al fin el muchacho de las herramientas mientras bajaba la mirada hacía las vetas de la madera de la mesa. La pecosa lo miró con amor en silencio unos segundos. ¿Y nosotros Santiago? pensó ¿Nosotros cuanto nos queremos? ¿Sabemos cuanto? o nuestro deseo ha de ser el querer saber cuanto nos podríamos amar de aquí hasta donde el alma no pueda más. Sonrió sonrojada.
- Ellos se quieren a su manera - musitó ella.
- Tienen suerte - ella le pareció de pronto lejano en aquellas palabras, quizá triste. Santiago no pudo evitar la idea de imaginar a Adelaida partiendo de Bardolín. Constantemente se atormentaba con ello. La miró de nuevo de la única forma que sabía hacerlo. Amándola.
- Tú también tendrás suerte Santiago - respondió la pecosa adivinando al final los pensamientos de él. Sentía que su corazón se desbordaba por aquel joven amante, pero entendía su tristeza. Era la misma tristeza de ella. Sin embargo no podía dejar de desear en su corazón lo mejor para Santiago, el mejor amor que se le pudiera cruzar en el camino. Quizá, un mejor amor que ella. A él, por el contrario, esas palabras le apuñalaron. Le parecieron una despedida indirecta, un adios anunciado con antelación sin haberse pronunciado aun. ¿Suerte? Suerte sería tenerte para siempre, se dijo en sus adentros.
- Más que suerte, necesito un milagro.
Adelaida le tomó la mano y le sonrió con mucha ternura.
- Eres un buen hombre. No eres para cualquier mujer Santiago. Quienes no han valorado lo que eres se han perdido de todo el calor que puedes hacer sentir en un corazón. La vida tiene algo bueno guardado para ti. Eres especial...
- Quédate... - él mismo se sorprendió de aquella palabra que se le escapó de la boca disparada desde su corazón.
- Quisiera quedarme... pero es como pedirte que vengas conmigo... Dejarlo todo por mi...
- Pídelo. Pídelo Adelaida, aquí nada me retiene.
- Santi...
- Yo... en mi corazón... ¿cómo se pueden explicar estas cosas? Tú lo has cambiado todo para mi. Este lugar no será lo mismo sin tí. Eres para mi... eres... Adelaida lo llenas todo... ¿Cómo? No lo sé. Pero todo lo llenas, todo me recuerda a ti en cada rincón de cada vereda, en cada flor de Los Jardines, en cada flor de los cerezos. En especial de aquel cerezo - la pecosa se sonrojó tímida y conmovida -. Adelaida... yo necesito...
La pecosa con los ojos humedecidos y emocionados, le cubrió los labios con sus finos dedos, antes de que la hiciera llorar como a una chiquilla. Un milagro, pensó, también deseo ese milagro. Y el milagro para mi no es poder quedarme en Bardolín, sino poder quedarme en tu vida. ¿Cómo no desear ser amada así como tú lo haces? Sin embargo esas palabras no era capaz de pronunciarlas. Tal vez solo aumentarían la tristeza del mañana, harían más pesaroso el adiós cuando este llegara. Él con delicadeza apartó su mano.
- Adelaida...
- No lo digas Santi. No digas lo que yo callo. Que sí lo dices tú, nos dolerá a ambos igual. A veces es mejor lo que dice el silencio.
- No entiendo... ¿lo que dice el silencio? ¿A que te refieres?
- El silencio nos deja imaginar lo no dicho, nos permite soñar la respuesta deseada, nos permite corregir lo que evitó decirse, para esperar poder tener las palabras adecuadas.
- Entonces quédate y no respondas. Quédate y déjame imaginar la respuesta deseada.
Adelaida lo miró con tanto Amor. Y se mantuvo en silencio. Deseó como nunca aquel milagro.
- ¿Sabes lo hermosa que eres?
- La hermosura está en los ojos de quién mira - dijo la pecosa alelada, mirándolo.
- La hermosura está en los ojos de quién ama - dijo él perdido entre las pecas de ella.
- Santiago... - murmuró ella.
- Dime Adelaida.
- Ven conmigo y no respondas.
Santiago la miró ambilado, en silencio. Sonrió para ella, sonrió para sí mismo. Es cierto, a veces el silencio susurra con la voz de la esperanza. A veces lo que las palabras separan, el silencio mantiene, porque quien entiende no es la razón sino el alma que está atenta para comprender en el otro, el más mínimo brillo hermoso en las ilusionadas pupilas. Traduce el lenguaje de las miradas, entiende la conversación de dos manos que se rozan, dejando limitada toda palabra. El muchacho de las herramientas siguió con la mirada el hermoso cabello de fuego de su amada y de nuevo se le vino a la mente aquella Venus de la que le había hablado alguna vez Doña Raquel, su rostro se iluminó un poco y miró hacía las paredes de la biblioteca y ahí estaba: La replica de El Nacimiento de Venus de Botticelli. Adelaida volteó a mirar en la dirección en que lo hacía Santiago y al ver de nuevo aquella pintura en presencia de él se sonrojó un poco llena de pudor, al ver de nuevo a aquella dama de piel de porcelana desnuda sobre su concha de mar.
- Ella me recuerda a ti - dijo movido por las emociones el pobre muchacho, tan alto que los padres de Adelaida voltearon a escucharlo. La pecosa se le subió a las orejas la sangre hirviendo de la vergüenza. ¡Cómo se le ocurre de pronto decir, delante de papá y mamá y de mi tía que yo le recuerdo a esa mujer desnuda! pensó mientras palidecía. Acto reflejo se puso de pie y alzando el gran libro que tenía en las manos lo abanicó contra la cabeza de Santiago el que reaccionando en el último segundo se agachó sintiendo como se libraba del golpe por milímetros.
Gregorio ya había dado un paso cuando Betania y Raquel lo sostuvieron. La dama de damas miraba al muchacho con resignación mientras meneaba la cabeza como siempre cuando se trataba de una ocurrencia de él. Vieron como Adelaida volvía a levantar el pesado libro en el aire y pretendía aplastar a Santiago como a un insecto. La vergüenza que sentía era muy grande, como en un momento como aquel se le ocurría hacer tal comparación.
- Pervertido... - volvió rozar con el libro la humanidad del muchacho de las herramientas que esta vez había caído sentado en el piso sentado con los ojos tan abiertos como los de un gato aterrado.
- A... Adela...
- Cómo te... - alzó en lo alto el libro y lo dejó caer como un matamoscas gigante - como te atreves.
Santiago pudo esquivar de nuevo el impacto gateando, quedando casi de cabeza en los primeros escalones de la escalera.
- ¿Cómo que esa mujer desnuda te recuerda a mi? ¡Pervertido!
- Esa es una diosa... Doña Raquel... - gritó pidiendo socorro a la dama de damas - La de la pintura, dígale, dígale que es una diosa del Amor y la Belleza...
La pecosa se quedó con el libro en alto, ruborizada aun más. No acomoda la situación ante papá y mamá, pensó un poco ansiosa. Sin embargo, de pronto había entendido la comparación que hacía su Santiago. No era realmente el parecido físico, era el significado poético que le estaba dando él. Eso la conmovió. La estaba comparando no con la mujer desnuda de aquel lienzo, sino con la diosa del Amor. Comenzó poco a poco a reírse primero de sí misma, por impetuosa y luego del asustado muchacho arrinconado en la escalera. Comenzó a reírse gustosamente y bajó el libro. Santiago se quedó sorprendido y embelesado aún más al escuchar y ver por primera vez en ella una sonrisa tan libre, tan armónica, tan feliz, tan natural, tan llena de belleza. Pero no solo él estaba pasmado, los padres de Adelaida no la escuchaban reír desde hace tanto tiempo, que no recordaban como sonaba la risa de su hija y quedaron conmovidos ante aquella escena. Raquel la miraba admirada. Era cierto, Santiago tenía razón. Ahí ante ellos estaba una diosa de la hermosura y del Amor, de esa hermosura que viene de adentro y de ese Amor que voltea hacia sí mismo y se contempla digno. La risa de la pecosa llenaba el lugar como si fuera música, como si fuera luz.
Sí Santiago, pensó Raquel, así es cómo nace Venus, espléndida, fantástica, mostrando lo más hermoso que tiene.
La desnudez de su alma.
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