Ebook primera parte Aquí
Adelaida escribió una carta. Con trazo fuerte y decidido, en contraste al suave perfume que envolvía la hoja de papel que soportó tantos reproches. Era una carta dirigida a su madre. Era un ruego y un reclamo. Quería volver a casa esa misma semana y alejarse de la tía Raquel tanto como se lo permitiera la superficie del planeta. La dobló en tres partes, con perfectos pliegues, muy rectos y dignos de las manos de una dama, y la introdujo en el sobre como un bebé dentro de una desafortunada cuna. Se puso de pie y caminó hasta la cocina donde Raquel estaba afanada en preparar la cena. Las damas cenan temprano, por lo menos eso parecía no haber olvidado la tía abuela, pensó Adelaida.
Adelaida escribió una carta. Con trazo fuerte y decidido, en contraste al suave perfume que envolvía la hoja de papel que soportó tantos reproches. Era una carta dirigida a su madre. Era un ruego y un reclamo. Quería volver a casa esa misma semana y alejarse de la tía Raquel tanto como se lo permitiera la superficie del planeta. La dobló en tres partes, con perfectos pliegues, muy rectos y dignos de las manos de una dama, y la introdujo en el sobre como un bebé dentro de una desafortunada cuna. Se puso de pie y caminó hasta la cocina donde Raquel estaba afanada en preparar la cena. Las damas cenan temprano, por lo menos eso parecía no haber olvidado la tía abuela, pensó Adelaida.
- Disculpe, donde está el buzón de correo, que necesito enviar esta carta.
- Oh... aquí no usamos buzón de correo. Todos llevamos personalmente las cartas a la casa del cartero - Raquel le respondió detrás de una linda sonrisa.
- Eh... ¿cómo?... ¿Ir hasta la casa del cartero? En mi cuidad hay un buzón cerca de casa y el cartero es el que viene por ellas - dijo la muchacha indignada.
- No te mortifiques mi pequeña muñeca - a Adelaida le crujieron los dientes cuando Raquel se refirió a ella como "muñeca" - Mañana viene el cartero en persona a traerme la correspondencia y puedes aprovechar de entregarle, personalmente tu carta. Ya querrás ir a llevarlas tú, ya verás. Ven siéntate.
Adelaida se quedó de pie un segundo pensando. Miró una mesa hermosamente servida, con frutas frescas todas muy hábilmente cortadas, rebanadas de pan, mermelada, queso y café negro, junto a una jarra de leche tibia. No se hizo la muy difícil, porque tenía mucho apetito ¡y todos aquellos colores! La mesa parecía una fiesta. Regresó a su habitación disimulando que no se notaran sus largas zancadas, las damas caminan sobre seda, y su andar siempre debe ser armonioso y decente. Guardó en un bolsillo de su maleta el sobre y dando media vuelta regresó a aquella mesa que le parecía mejor compañía que la tía Raquel. Se percató de un detalle en que no había deparado hasta que se sentó en su silla. La mesa de tía Raquel era circular. Nunca se había sentado ante una mesa como esa. No sabía de que lado de la mesa estaba, si del lado importante o del lado de que se le da a los simples comensales. Se concentró en el plato que tenía en frente, aromático, dulce, frutas de todos colores picados en cuadritos muy simétricos. Sostuvo su tenedor y con delicadeza le dio una estocada profunda a un trozo de jugoso melón, la alzó hasta sus labios y abrió su boca, como lo ha de hacer una dama. Sin embargo, aquel tentador trozo de fruta era más grande de lo que esperaba. No estaba picado de la forma correcta para que lo degustara una dama como lo era ella. Alzó la vista para hacerle el reproche a su anfitriona, y no pudo sacar de su boca las palabras del mismo modo que no pudo hacer entrar el trozo de melón. Tía Raquel, con una mesura, una delicadeza embelesadora, comía el melón con sus manos, con sus delgados y delicados ancianos dedos. Pero se veía tan estilizada, como aquella ilustración de Cleopatra comiendo uvas, que tanto le gustaba que había visto en un libro de la biblioteca de papá. Pero no era solo la manera en que comía aquellas frutas, se dio cuenta que era la imagen completa la que la tenía atrapada, sorprendida, admirada. Raquel se había recogido el cabello al cenit de su cabeza, dejando mechones sueltos, penachos libres, y sostenía su abundante cabellera plateada con cayenas. No, no, no, se regañó mentalmente, una dama debe peinar sus cabellos con pulcritud. Una mujer que deja mechones sueltos, es una mujer de ideas sueltas, siempre le decía Betania mientras le corregía el peinado. Ideas sueltas y algunos remaches también, no dudó en pensar Adelaida. Aunque le parecía irónico, la tía Raquel se veía tan señorial, tan imponente, tan hermosa. Tan dama, como ninguna otra.
Raquel la miró y Adelaida hundió su mirada en lo más hondo de las frutas, tratando de que no se le notara que estaba admirada de aquella anciana que odiaba más que a sus pecas.
- Adelaida, no has probado bocado -le observó risueña la tía abuela - Suelta ese tenedor y usa las manos, estamos en confianza, no en una fiesta de sociedad.
La joven no estaba de acuerdo con aquello, sabía bien que una dama es de sociedad esté donde esté. Aun así, quiso verse tan estilizada como la tía Raquel. No, como "la tía loca" no, mejor como Cleopatra. Sí, era mejor. Como aquella ilustración que amaba. Fingiendo una seguridad que estaba demasiado lejos de existir, dejó con delicadeza el tenedor a un lado y tomó un trozo de melón en sus aniñadas manos. Abrió la boca para morder, del mismo modo que había visto a la tía abuela hacerlo, pero el melón se le escurrió por un lado y se lo estrelló en la comisura de la boca. Sintió como una gota fría le comenzaba a recorrer la barbilla, soltó el trozo de fruta en el plato y tomando su servilleta rápidamente detuvo su avance. Mientras limpiaba sus dedos, no se atrevía a levantar la mirada, ante una silenciosa Raquel que parecía una diosa comiendo manjares, a la vez que ella se sentía como el señor de la pescadería de su ciudad cuando tomaba los calamares entre los dedos para meterlos en el papel encerado, envolverlos y vendérselos a su mamá.
- Extraña mesa tiene usted, tía Raquel - trató de huir de aquella situación mientras tomaba de nuevo su tenedor. No podía evitar que sus ojos la traicionaran y miraran aquel peinado tan espontaneo pero tan atractivo de la tía Raquel. Se obligaba con fuerzas internas a mirarla a los ojos, pero los suyos no estaban siendo muy obedientes como deberían ser los ojos de una dama.
- ¿Que tiene de extraña? - preguntó con gran curiosidad la anciana.
- Una mesa redonda. Parece que estuviéramos sentadas alrededor de un volante.
Raquel sonrió. Siguió con su mirada el borde de la mesa, amaba esa mesa. ¿que mesa podría ser más noble que una mesa redonda?
- Me encanta esta mesa Adelaida, cada quién puede sentarse donde debe estar.
- Yo no veo la diferencia. Es igual por todos lados. No importa si me siento a la derecha, o a la izquierda, pues la mesa no tiene ni izquierda ni derecha. Y el señor de la casa y la señora de la casa no pueden sentarse en las cabeceras donde les corresponde estar - dijo la muchacha tratando de introducir un trozo de sandía en su renuente boca a abrirse más allá de la norma.
- En esta mesa, quien hace la diferencia no son las cabeceras, son las personas.
Adelaida sintió de pronto su boca llena con el trozo de sandía, que había estado buscando la manera de morder con decencia. Es que aquella respuesta la había dejado con la boca abierta. Era obvio, en esa mesa redonda quien era la cabecera de la mesa era la tía Raquel, no importaba donde se sentarán, ella estaba donde debía estar. La tía abuela siempre estaría a la cabecera, mientras ella se estrellaba sin gracia todas aquellas frutas contra el propio límite de su mente. Contra una boca que se abría demasiado para decir tonterías y se abría poco para comer un simple trozo de melón. Mientras aquella sandía se desangraba bajo el suave peso de su paladar, ella miró a la tía abuela Raquel con otros ojos. Miró sus cayenas en aquel bonito peinado, que hacían lucir un cuello que había sido largo y hermoso, en alguna juventud que no parecía tan lejana si se le miraba bien. Talante. Miró la gracia con que sostenía en sus manos las frutas, el pan, ¡la taza de café! Lo estilizada. Talento. Ni una reina, ni otra dama. Solo la tía Raquel.
Adelaida sonrió para sí misma. Que curioso era odiar y admirar al mismo tiempo a la tía abuela. Lo pensó muy bien y estuvo segura con su silenciosa decisión...
Había una carta que reescribir.
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