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lunes, 25 de agosto de 2014

Capítulo 15

Santiago la miraba, mientras ella se mantenía en silencio, con sus ojos sobre su mano herida más cómo una excusa para evadir la presencia de él que por verdadera preocupación por su dedo lastimado. Se sentía tímida, nerviosa, incapaz de regresar la mirada al rostro de ese joven de rasgos amables. El silencio de él la ponía más nerviosa aún, parado cerca de ella, sin decir palabra, observándola cómo si de verdad de un fantasma se tratara. Raquel seguía hurgando entre sus cosas buscando una venda que de pronto había olvidado donde la había colocado. Se giró para dejar el frasco de alcohol y el algodón sobre la mesa al lado de Adelaida y se encontró con un silente Santiago que alzó la vista para ponerla al tanto sobre su puerta.

- Doña Raquel, la cerradura solo necesita un poquito de mantenimiento. Voy a ir a hacerle un poco de limpieza al mecanismo - dijo el muchacho. La voz de Santiago le sonó tan agradable a la pecosa, que se ruborizó sin poder evitarlo, cómo si la hubieran descubierto en ese sentimiento tan secreto que se movió dentro de ella. La dama de damas con sólo verlo adentro, se le iluminó el rostro. Ella lo sabía, para Santiago aquella puerta abriría complaciéndole sin problema. Antes que él se alejara, ella le extendió los brazos pidiendo que sostuviera el algodón y el alcohol que terminaron depositados en las manos de un atónito Santiago, en vez de sobre la mesa, al lado de la muchacha que parecía ni respirar de lo quieta que estaba.

- Muchísimas gracias por abrir mi puerta. Sabía que lo resolverías sin ninguna dificultad - le sonrió con profunda gratitud y admiración -. Ahora ayúdame a reparar a esta muchachita que perece que no soló se cortó un dedo sino también la lengua.

Adelaida ni siquiera levantó la mirada, dejó sus ojos oscuros clavados en su dedo, cómo si aquel comentario no tenía que ver con ella. Pero aun así pareció achicarse aun más en la silla donde estaba. ¿Santiago ayudaría a su tía abuela a curar su herida? Eso significaba que se acercaría todavía más, lo que la ponía inquieta en sus pensamientos. Santiago pasó frente a ella rumbo a la cocina. Su corazón latió con fuerza. ¡Adelaida que te pasa! se regañó para sus adentros, ¿por qué me siento así?   

- Luisa Adelaida - la anciana la llamó reprochándole, al ver tan esquiva a su sobrina. La muchacha pecosa alzó los ojos hacía ella y la miró - Aquí está Santiago frente a ti. ¿No lo vas a saludar? 

Santiago se puso tenso mientras regresaba al lado de las dos damas después de lavarse las manos en un cuenco de madera con agua limpia que había en uno de los gabinetes de la cocina. Pareció cómo si hubiera querido dejar caer lo que tenía en las manos y salir huyendo en dirección a la vereda. Adelaida lo miró, él la miró con sus ojos nerviosos y evasivos. Y los dos, sin más, se hicieron el uno al otro una pequeña y muda reverencia con la cabeza y tan pronto como eso terminó se apartaron las miradas. Raquel se les quedó mirando a los dos sorprendida.

- Díganse algo. ¡Por lo menos "hola"! - dijo la dama de damas meneando la cabeza mientras regresaba a buscar la venda, que parecía haber recordado el lugar donde la había dejado la última vez.

- Hola - murmuró la pecosa sin verlo. El muchacho no dijo nada, la timidez lo terminó de vencer. Adelaida no le agradó mucho que Santiago no le respondiera. ¿Me ha dejado con el saludo en la boca? se indignó por dentro. Volteó a mirarlo soberbia, solo para encontrarse de nuevo con esa mirada que parecía que intentaba aprenderla a ella, toda de memoria. Y vencida por esos ojos dulces, volvió a esquivarlos, molesta, confusa, nerviosa.

- ¡Aquí está! - Raquel caminó hacia la pecosa silenciosa, meneando en el aire la venda, tan blanca cómo el jirón de tela del manto de un ángel. Arrimó una silla frente a la de Adelaida y se sentó frente a ella tomando su mano, observando tanto su dedo, cómo la cara de tragedia de la joven -. Hija por favor... cambia esa cara. No es gran cosa lo que tienes en el dedo. Ya no te debe ni doler. 

- ¡Auuu! - chilló Adelaida cuando Raquel le movió el dedo y notó la herida, que aunque no era grave, si era bastante profunda. Apresuró a Santiago con un gesto de su mano para que se acercara con el algodón y el alcohol y este cómo si lo hubieran despabilado de un sueño, reaccionó y se acercó con rapidez a la anciana.

- Por favor dame un trozo de algodón mojado en alcohol - le pidió Raquel. La dama de damas no quitaba los ojos de la herida de Adelaida que al moverle el dedo comenzó a sangrar notoriamente. Santiago sin ninguna dificultad, cómo si hubiese hecho aquello un sin fin de veces, con prontitud alistó el algodón embebido y se lo ofreció a Doña Raquel, pero esta no lo agarró.

- Por favor, límpiale la herida mientras preparo la venda - le indicó la dama de damas, mientras se inclinaba un poco para alcanzar una gaveta cercana para sacar una pequeña tijera. En el primer momento Santiago ni se movió, ¿limpiar yo?, titubeó pensando que le tocaría la peor parte de aquello al tener que pasar el alcohol por la herida de la joven de cabellos de fuego. Sin embargo al ver el dedo sangrante de Adelaida se dejó de cavilaciones y tomó su mano.

Una pequeña paloma blanca parecía, sobre la palma de él. Delicada cómo una nube, reposada sobre la cima de una montaña de piedra. Le pareció un poema la mano de Adelaida. Pequeña dentro de la suya; suave, que le daba la impresión que si cerraba la mano la partiría como un cristal. Ella, por su parte se ruborizó tanto, que sus mejillas parecían haber sido enrojecidas por el sol. Se sintió protegida, la forma en que Santiago sostuvo su mano era la misma manera en que se sostienen esas cosas que se aman, que se atesoran, que son valiosas sin medida alguna. Se sintió consentida, aunque el ardor del alcohol la hizo dar un rebote sentada en la silla cuando Santiago, con todo el cuidado posible, limpiaba su dedo lacerado. Él no la curaba con el algodón, la acariciaba. Esa mano delicada y hermosa, cómo una rosa blanca, era lo más hermoso que alguna vez jamás había podido sostener. Adelaida dio otro salto en la silla. Santiago la miró compasivo, ella le sonrió. Se sentía agradecida del sumo cuidado con la que él evitaba lastimarla, aunque no era posible evitarlo. La sonrisa de Adelaida lo llenó por dentro de valía. Un sol le brilló en el alma. Su corazón tarareó contento fuertes latidos. Ojalá pudiera sentir el dolor yo y no ella, pensó. Raquel se acercó con la venda lista lo cual Santiago no le quedó más remedio que hacerse a un lado, lamentando que hubiese durado tan poco ese espacio de tiempo en que pudo sostener la mano preciosa y frágil de Adelaida. Por su parte, la joven pecosa, aunque su tía con tanto amor la vendaba con delicadeza, pudo sentir la gran diferencia entre una atención y la otra. Se sorprendió a si misma extrañando la mano de aquel joven extraño. No pudo evitar buscar en su mente, solo una vez en la que Joshep la hubiese sostenido así. No halló tal recuerdo. Se miró a ella misma sostenida de él, pero no sostenida por él. Pero alejó esas ideas de su mente, no quería que sus emociones la confundieran, su dolor, su gran amor interrumpido. Estoy muy emocional estos días, trató de justificar lo que sentía, es solo eso, solo estoy muy sensible. Pero por más que se excusara, no dejaba de repetir en su mente la sensación de su mano acunada por la del muchacho fantasma, la disfrutaba.

- Listo - Raquel se puso de pie, regresando su silla a su lugar en torno a su amada mesa redonda. Y mirando la cocina trató de entender que le había sucedido a su sobrina. Miró una naranja cortada en dos partes, donde un lado lucía más angosto que el otro notoriamente, lo que sacó una sonrisa compasiva a la dama de damas, y la segunda naranja estaba arrinconada, cómo si hubiera quedado atrapada al intentar escapar de Adelaida, a la que apenas había podido hacer una pequeña estocada antes de alcanzarse el dedo con el filo del cuchillo. La pecosa miró con vergüenza a su tía abuela, se sentía tan apenada por quedar en evidencia que no sabía cortar ni una naranja.  

- Soy una inútil tía - murmuró la joven de cabellos cobrizos desmoralizada.

- Todos nos lastimamos alguna vez - dijo Santiago, mirándola al mismo tiempo que evitaba mirarla mientras le hablaba, dejando a Raquel con las palabras en la boca; no pudo evitar levantar las cejas interrogativa, tomada por sorpresa por esa repentina iniciativa del muchacho. Santiago no hallaba donde mirar cuando Adelaida puso sus pequeños negros ojos en él con tanta atención, pero no quería que ella se sintiera mal por un simple accidente, así que pujó valor y continuó -. Muchas veces... yo, muchas veces me he herido haciendo cosas más tontas que picar una fruta.

¿Cosas más tontas que picar una fruta? ¿Qué significa eso? pensó Adelaida ¿Soy tan tonta que no puedo hacer una cosa tan tonta cómo picar una fruta? La muchacha pelirroja aun tenía mucho que sanar sobre sí misma. Su inseguridad hablaba por ella en sus pensamientos. Olvidaba que ella misma se había tratado de "inútil". Metió el ceño una vez más. Santiago ante la expresión de Adelaida se enmudeció. Pensó que no había debido opinar, la preciosa pecosa se dirigía era a Doña Raquel, no a él.

- Muy cierto Santiago - la anciana se acercó al muchacho, aún curiosa de su pequeño respingo de valor -. Un accidente es un accidente.

- Picar unas naranjas no es algo tan tonto - dijo Adelaida en baja voz, sintiéndose un poquito molesta. Raquel sonrió graciosamente. Su sobrina se lo estaba tomando demasiado a pecho.

- También tienes razón - dijo la dama de damas sonreída hermosamente, tomando la naranja y dejándola en dos mitades con una facilidad que hizo sentir pequeña, muy pequeña a Adelaida -. Todo tiene su arte, todo tiene su secreto. Y el secreto de picar una naranja, es cómo con el corazón.

Santiago se sonrojó al escuchar aquello. Sintió cómo si esas palabras intentaran delatar de alguna manera lo que acontecía en su pecho. Sin embargo Raquel no se refería a nadie en concreto.

- Muchas veces nos herimos nosotros mismos, hasta el día que dejamos de lastimarnos, porque aprendemos una manera segura de hacer las cosas. Y en ese momento ya no nos preocupamos cómo picar a la naranja, sino más bien a disfrutar de sus bondades - La dama de damas apretó entre sus dedos una de las mitades de la naranja y la fruta dejó salir su abundante jugo dentro del vaso de vidrio en el que Adelaida había aspirado llevarle la bebida -. No te sientas mal, mi niña. Aprecio tu esfuerzo y sé que lo hacías con todo tu cariño.

Esas palabras suavizaron la pena que sentía la muchacha y agradecida le sonrió a su tía abuela con ternura. Las dos se miraron risueñas. Luego Raquel se abocó a terminar de sacarle provecho a las dos naranjas, sin dejar de divertirse en secreto por la naranja de la pecosa, picada de forma tan dispareja. Adelaida se dedicó a mirar su vendaje; su dedo parecía una pequeña momia envuelta desde arriba hasta abajo. Intentó moverlo pero la venda se lo impidió y al sentir una leve molestia desistió de volverlo a intentar. Santiago, a cambio, había quedado alelado de nuevo perdido entre las pecas del rostro de Adelaida, miraba cómo estás eran más abundantes en esos lugares donde el sol daba directamente sobre su piel. Le parecieron constelaciones, cómo pequeñas estrellas de fuego desordenadas sobre un poema viviente. Siguió con sus ojos todo el recorrido que hacía el cabello rojizo de su musa, que caía sobre su hombro derecho haciéndole recordar una pintura que había visto en un libro de Doña Raquel. De una hermosa mujer de largos cabellos, de pie sobre una concha de mar, la que la dama de damas le había explicado en aquella ocasión, que era una diosa de la belleza y del amor. No recordaba su nombre, pero podría rebautizarla, llamarla Adelaida. Su diosa de la belleza y del... ¿amor?... Recordó que precisamente el amor era una cosa que no parecía haber sido hecha para él. Ella de seguro le daría el vaso de licor si se le ocurriese traerle una serenata. Era demasiado esperar incluso, que ella le diera dos cerezas, cómo todas lo "premiaban" por sus afectos. Se sinceró con el mismo, pecaba de iluso al dejar que su corazón se enterneciera, se llenara de Adelaida. Está fuera de mi alcance, pensó, yo soy de este pueblo y ella es de la ciudad. Se convenció que quizá eso jugaba a su favor, la hermosa pecosa se iría algún día y por eso él no le llevaría nunca una serenata, porque ella no pertenecía a Los Jardines de Bardolín. Se dio la vuelta sin hacer ruido y se dispuso a limpiar el sistema interno de la cerradura de la puerta principal. Para eso era que él era bueno, para reparar cosas.


Lo que no sabía Santiago, es que Adelaida tenía el corazón roto. 




                                                                                                           
                                                                                                                Lee el Capítulo 16





miércoles, 13 de agosto de 2014

Capítulo 14

Adelaida miraba a su tía abuela, sentada mirando por la ventana, pensativa y vigilante al mismo tiempo. Se sostenía la punta de uno de los mechones de sus plateados cabellos y con ellos se acariciaba el cuello, lentamente cómo si eso la relajara. El sol del medio día brillaba intensamente afuera, y el contraluz sobre la silueta de Raquel desprendía un halo suave que a Adelaida le inspiraba la idea de estar mirando la imagen de un sueño. ¿Cómo sería la vida de su tía cuando estaba sola? ¿Cómo se sentiría en esa casa, demasiado grande para una sola persona? ¿Alguien la vendría a visitar alguna vez? ¿Tendría alguna amiga en Bardolín? Todas estas y más cosas pasaron por la mente de la pecosa. Todavía sabía tan poco de esa anciana que cada día quería más, que cada día se le hacía tan necesaria para sentirse segura.  Raquel salió de su letargo al sentir la intensa mirada de Adelada sobre su perfil. Giró su rostro para mirarla con ojos cuestionadores.

- ¿Qué piensa tía? - se adelantó la muchacha a preguntarle al tener la atención de Raquel sobre ella. 

-  Jmm - suspiró y volvió a mirar a través de la ventana -. Espero que pase Santiago y nos ayude a abrir la puerta. 

- ¿Santiago? - Adelaida se dejó caer de espalda sobre la cama donde estaba sentada -. Será un fantasma. En todos lados escucho un cuento diferente de Santiago y nunca le he visto. 

- No has visto a mucha gente de Bardolín aún - la dama de damas se sonrió aun mirando a la vereda. 

- Sí, pero nunca las he oído mencionar. En cambio sobre Santiago escucho por todos lados. Claro, de Fabían también, pero por lo menos de él tengo la certeza que existe y he podido verlo varias veces y hablar con él... Así que Fabián no es un fantasma - Adelaida levantó un brazo en alto mirando cómo la luz que venía de afuera bordeaba sus dedos, delineando el borde de su mano. A Raquel le dio gracia aquel comentario y sonrió silenciosa. 

- Ahora de seguro lo conocerás. Es el que nos puede sacar de aquí sin mucha dificultad - le respondió a su sobrina. 

- ¿Por qué lo dice? 

- Es muy hábil con las manos. Todo lo repara, se le da fácil estar armando y desarmando cosas. Ya habrás escuchado eso de él - Raquel miró a Adelaida que se miraba las manos levantadas en alto mientras estaba de espalda sobre la cama.

- Algo así. Donde Lili reparó no sé que del horno de la Sra. Margot. La otra vez Lili se consiguió con el Sr. Ugenio y este le pidió que si veía a Santiago que le dijera por favor que fuera por su casa, que la llave de una tubería le estaba dando problemas y que sé yo... Cosas así por el estilo es lo que escucho de él todo el tiempo - dijo la joven llena de intriga dejando caer sus brazos a lado y lado de su cuerpo. 

- Sí, es muy servicial. Muy presto a ayudar a los demás - Raquel escuchó cómo en la vereda alguien se detenía frente a la entrada de su jardín y volteó rápidamente a ver si era Santiago. Adelaida se dio cuenta que la tía había visto a alguien afuera y no supo por qué ella misma se puso tan nerviosa. ¿Sería Santiago? Se incorporó en la orilla de su cama y su cabello se soltó cayendo sobre su hombro derecho cómo una cascada de fuego. Mientras tanto Raquel miraba afuera a un chico que miraba con cara de alarma y asombro la puerta cerrada de su casa. Parecía que no lo creía, que le era imposible pensar que esa puerta podría estar cerrada alguna vez.

- ¡Muchacho! - la anciana agitó su mano llamando la atención de aquel chico que estaba aun encaramado en su bicicleta.

- ¡Doña Raquel! - el muchacho cuando la vio abrió los ojos cómo dos grandes faros y señaló la puerta principal asombrado cómo si Raquel no supiera de ello - ¡Su puerta está cerrada!

- Sí, nos hemos quedado atrapadas en casa mi sobrina y yo - la dama de damas sin voltear, con una mano aupó a Adelaida a que se acercara a la ventana. La muchacha se puso de pie y su corazón latió con mucha fuerza, caminó sin prisa y se acomodó detrás de su tía abuela y miró a aquel joven que le pareció un chancho. Cuando el muchacho la vio parecieron que sus redondas fosas nasales se le hubieran dilatado, se paró aun más erguido de lo que estaba y metió mucho más su panza y sacó el pecho pareciendo un palomo.

- Adelaida conoce a un amiguito de Bardolín - dijo con amabilidad Raquel. Adelaida inclinó la cabeza haciendo una pequeña reverencia. No le salió palabra. Si ese era el hermano de Fabián, todo se lo había llevado Fabían al nacer, observó para sí misma en sus pensamientos. El joven cerdito se llevó un puño a la boca carraspeó e infló aun más el pecho.

- Mucho gusto señorita Adelaida - los ojos del muchacho se le pusieron redondos y brillantes. ¡Qué cierto era lo que le habían contado de la sobrina de Doña Raquel! ¡Hermosa, realmente hermosa!

Adelaida se sintió decepcionada, tanto esperar para encontrarse con que Santiago era uno de los tres cochinitos de los cuentos. Se acercó al hombro de su tía y le murmuró:

- Tía parece un chanchito, cómo el de los cuentos. Santiago es feo - Raquel no pudo evitar que en su rostro se dibujara una sonrisa que intentaba estallarle en la boca como una carcajada.

- No es Santiago - se volteó a ella hablándole cerca al rostro. Adelaida arqueó las cejas por lo alto. ¿No es Santiago? ¿Es decir que aun no sé quien es? pensó ¿es que podría aun ser peor?

- ¿No es Santiago tía? Yo creía que era él - le dijo por lo bajo.

-  No. No lo es. Él es uno de los mejores amigos de Santiago - dijo Raquel señalando hacia el muchacho sin apuntarle. El joven metió el entrecejo. ¿De que hablan? Sentía que hablaban de él. ¿Que estaría diciendo la bonita señorita sobre él, que a cada momento lo miraba con sus ojitos negros desde la ventana detrás de Doña Raquel? pensaba. Intentaba sacar el pecho cada vez que Adelaida lo miraba. La dama de damas se volteó de nuevo hacia el joven que parecía un cerdito con ropa:

- Toñoño, necesito un favor.

Adelaida escupió la risa y se escondió con prisa detrás de su tía abuela metiendo su cara en la espalda de la anciana. A Raquel aquello se le hacía difícil de contener y su mirada era una gran carcajada atada difícilmente con cadenas.

- ¿Toñoño? - Adeliada murmuró con los ojos llenos de lágrimas aguantando la risa - Nació sin suerte tía - Raquel dejó mostrar su amplia y hermosa sonrisa sin dejar de enfrentar el ceño metido hasta la nariz del joven que ya se le estaba haciendo obvio, que por alguna razón las dos damas se reían de él.

- Mande usted señora - balbuceó Toñoño inflando una vez más el pecho.

- Necesito que por favor me ayudes, para poder abrir la puerta que se ha atorado.

El joven sin perder segundos, se recogió las mangas de la camisa y entró en el jardín con la indudable intención de lanzarse contra la puerta y echarla abajo. Levantó los brazos en sentido contrario a la puerta agarrando impulso, mirando a la puerta cómo si fuera su enemiga.

- ¡Hey, hey! ¿Toñoño que vas a hacer? - le frenó en seco la dama de damas al ver lo dispuesto que iba el joven a estrellarse contra su puerta. El muchacho la miró con ojos confusos aun con los brazos en posición -. Necesito es que se abra la puerta, no que caiga al piso. Hazme el favor y tráeme a Santiago.

- Pero... Doña Raquel... yo... eh... yo puedo abrir la puerta, quizá solo está atorada - dijo Toñoño queriendo ser el héroe de Adelaida, al verla asomarse por detrás del hombro de la anciana, curiosa de lo que pretendía hacer él -. No hay necesidad de que venga Santiago.

- Si echas la puerta al piso igual tendrá que venir a colocarme la puerta en su sitio - lo miró Raquel con autoridad. Eso le puso los pelos de punta a Toñoño que respetaba de gran manera, cómo todos en Bardolín, a Doña Raquel -. Así que hazme el gran favor de traerme a Santiago. ¿Sabes donde está?

- Sí señora. En los jardines. Ya se lo traigo - el muchacho regresó a su bicicleta cómo si fuera un chiquillo regañado, sintiéndose frustrado por no haber podido lucirse ante la hermosa muchacha que estaba encerrada en aquella casa cómo una damisela en apuros dentro de un castillo. Se fue con las ganas de ser su caballero andante.

- ¿No te digo yo hija? Toñoño pretendía estrellarse contra la puerta. Esa es una puerta reforzada. Lo que más hubiera logrado es hacerse un morro en la frente si tenía suerte - Raquel caminó de regreso a la silla meneando la cabeza y se sentó sonriéndose por el asunto.

- Tía, pensaba que era Santiago - Adelaida se sentó en la cama acompañando a su tía en el actuar - Al ver  a ese muchacho... tía es que parece las ilustraciones de los cerditos de los cuentos, con su camisa blanca y sus pantalones con tirantes. Y ese rostro tan rosado. Creí que era en verdad el hermano de Fabián.

- Adelaida no seas cruel - dijo Raquel riendo sin reservas - Santiago no tiene la picardía de su hermano, pero creo que no le hace falta para hacerse querer. Fabián tiene un don para comunicarse y meterse a las personas en un bolsillo. Santiago hay que sacarle las palabras de la boca con una pala, pero lo que no hace uno con palabras lo hace el otro con acciones. Santiago lo repara todo.

- Santiago no existe - dijo Adelaida muy seria. Raquel estalló en risa, y ella no pudo evitar contagiarse de la carcajada de su tía abuela y rieron juntas.

- Toñoño es otro canto - Raquel se secó las lágrimas que se le salían entre las pestañas - Es un buen chico, pero tiene un tronco por cabeza. Es un poco tosco para todo.

- Tía ¿Toñoño? Que gracioso suena. ¿No es un nombre típico de Bardolín o nada así, no? - Adelaida miró a su tía esperando que no le diera la razón.

- Es un apodo. Él se llama Antonio, pero de niño cuando le preguntabas cómo se llamaba decía "Toñoño" en vez de Antonio. Y Toñoño se quedó hasta el sol de hoy. A él no le molesta, el mismo se lo puso - rieron de nuevo al unisono -, creció escuchando que todo el mundo lo llamaba así. Ni el mismo dice que se llama Antonio, se presenta cómo Toñoño.

- Algún atributo tendrá - Adelaida trató de buscarle el lado bueno al muchacho, pues comenzó a sentirse un poco mal con ella misma por burlarse tanto de él.

- ¡Ah...! Es todo lo bruto que tu quieras imaginar, pero toca la guitarra precioso - Raquel pareció entusiasmarse.

- ¿En serio? - Adelaida trató de imaginárselo con una guitarra en las manos y le dio más risa aun, al verlo cómo un cerdito músico. Se pellizco ella misma una mejilla para tratar de no reírse de nuevo de los juegos de su imaginación. Pero aun así su boca se le fue de largo a largo de un extremo a otro de la cara.

- ¡Precioso toca! Es al que buscan siempre los muchachos para dar las serenatas. Y ahí a donde tú lo ves a enamorado a más de una con su guitarrita, para arriba y para abajo.

- Me alegro por él - dijo Adelaida con honestidad.

- Mientras que Santiago... no ha tenido suerte el muchacho - Raquel meneó la cabeza cómo parecía hacerlo siempre al hablar de él -. Es buen muchacho, muy buen corazón, y apuesto, quizá no cómo Fabián pero simpático sí es. No sabemos por qué nunca ha recibido las tres cerezas.

- ¿Y que pasa tía si recibe menos cerezas? - preguntó Adelaida sintiendo algo de compasión por el muchacho fantasma.

- Sí le dan dos, le están diciendo que lo quieren cómo a un hermano, y si le dan una sola que lo quieren cómo a un amigo - Raquel miró hacia la vereda cómo si pudiera verlo allá afuera mientras hablaba -. Y Santiago siempre recibe dos cerezas. Se puede decir que sigue invicto.

- Entonces que reciba una sola ya sería un avance - meditó la muchacha pecosa.

- ¿A qué te refieres? - Raquel la miró sin entender.

- Bueno, si le dan una cereza le están diciendo que lo quieren cómo amigo y de ahí a que se interesen en él, puede suceder. La amistad a veces es paso a enamorarse ¿Pero que le digan que lo quieren cómo un hermano? No hay nada que hacer.

- Sí. Puede que tengas razón. Sin embargo Santiago se gana que todas lo quieran cómo a un hermano. Nadie ha recibido tantos pares de cerezas cómo él.

- O a las muchachas les da pena rechazarlo - Adelaida se quedó en silencio un segundo pensado, luego mirando seriamente a su tía le preguntó:

- ¿Tía y si una mujer no quiere ni cómo amigo, ni cómo hermano al que le trae la serenata que hace?

- Cualquier persona de la casa sale y le entrega al pretendiente un pequeño vaso lleno con cualquier licor que se tenga en casa - Raquel la miró con curiosidad mientras le respondía -. Pero hasta ahora eso muy pocas veces a pasado en Bardolín.  

- ¿Y si no tienen licor?

- No comiences de nuevo Adelaida - advirtió Raquel meneando la cabeza volviendo mirar hacia la vereda sonreída.

- En serio tía - la pecosa también sonrió.

- Un vaso con agua basta, pero eso es muy cruel. El vaso de licor es alusivo a la pena que sentirá el enamorado al sentirse rechazado y la pretendida o la familia de ella ofrece la primera copa. Dar un vaso de agua sería demasiado cruel - su tía abuela volvió a mirarla. Adelaida la miraba cómo si no podía tomarse todo eso en serio. Le parecían muy raras las costumbres de Bardolín.

- Pero tía no es mejor decirlo todo de frente...

- Adelaida - la dama de damas, suspiró resignada.

- Es mejor ser frontal con el problema - dijo Adelaida haciendo un gesto cómo si señalara a un objeto que tuviese cerca de ella.

- ¿Cómo Toñoño contra la puerta? - Raquel la miró en silencio unos segundos, mientras Adelaida se encogía de hombros -. Fíjate bien, déjame explicarte mejor... ¿Te diste cuenta cómo te veía Toñoño?

- Jmmm - Adelaida negó con la cabeza, pero metiendo el ceño delatando que mentía.

- Casi que no te quitaba los ojos de encima cuando te asomabas a la ventana. ¿Cierto? - le siguió fastidiando su tía con aquello.

- Él la miraba era a usted - respondió la pecosa mientras sus orejas se le comenzaban a ruborizar.

- ¿Qué va a ver ese muchacho en esta vieja teniendo tanta belleza que ver en ti? - respondió Raquel después de una bien disfrutada risa .- El hecho es que le gustaste, y prepárate, que Toñoño no perderá tiempo para que en época de cerezas te venga a traer una serenata y más que en estos momentos está sin novia.

Adelaida puso cara de tragedia, cómo si imaginara una imagen tenebrosa. Raquel rió una vez más.

- Bueno tía sino tiene barriles de licor vamos al mercado y los compramos - dijo Adelaida dejándose caer de lado sobre la cama.

- ¿Ves? ¿Te das cuenta de tu respuesta? - le acusó con cariño la dama de damas.

- ¿Qué quiere decir?

- ¿Dónde quedó todo eso de ser frontal? Mejor el vasito de licor ¿verdad? Que de seguro lo terminaré saliendo a entregar yo a los pobres desdichados que vendrán a cantarte al pie de ventana.

Adelaida se sonrió al verse atrapada. Se volvió a incorporar en la cama sin saber que responderle a Raquel que le sonreía triunfante.

- Nadie vendrá tía - la muchacha pecosa sonreía segura que así sería. No conocía a nadie lo suficiente cómo para que le vinieran a traer serenatas. Sin saber ella que eso era lo que menos le importaba a los bardolideños cuando iban detrás del corazón de una damisela. Raquel miró hacía afuera de su casa y vio cómo llegaron unos tres muchachos más en bicicletas, todos con cara de curiosos. No vio ni a Toñoño ni a Santiago entre ellos.

- Bueno hija. Prepárese, que se está haciendo muy famosa su belleza aquí en Bardolín.

- ¿Cómo está Doña Raquel? Toñoño nos dijo que estaba atrapada en su casa - dijo uno de los muchachos - Iba en busca de Santiago. ¿Podemos ayudarla en algo?

- Gracias hijo, esperaré a Santiago ya que lo mandé a buscar - la anciana le agradeció con sinceridad al muchacho mientras pillaba que todos estaban intentando de mirar por encima de ella hacia adentro hacia la habitación.

- ¿Quienes son tía? - preguntó la muchacha pecosa desde la cama.

- Futuros vasitos de licor - dijo para sí misma la dama de damas. Miró a su sobrina y le sonrió -. Hija, creo que compraremos el barril de vino.

A Adelaida le dio mala espina lo que le acababa de decir su tía abuela, se puso de pie y caminó hasta la ventana. Los tres jóvenes clavaron sus ojos sobre ella, llenos de admiración y curiosidad en parte por ese color tan vivo y extraño  de su cabello, como era el de ella para ellos. Sin embargo todos pusieron cara de lelos al verla.

- Ay no tía - murmuró sonando desencantada con su repentina fama. Pero en ese momento, detrás de las trinitarias vio cómo alguien pasaba caminando muy plácidamente, los muchachos voltearon a a verlo y lo hicieron de arriba a abajo cómo si miraran a un ser caído de otro planeta. Era Mateo que les devolvió la mirada de igual forma. Lleno de curiosidad del por qué esos jóvenes estarían mirando todos hacia la casa de la dama de damas, volteó y se percató de que la puerta estaba cerrada. Se detuvo en seco y pareció sorprendido, y quizá hasta preocupado. Eso a Raquel no la dejó indiferente. Al sentirse abordado por una penetrante mirada desde el jardín volteó hacia la ventana de la habitación de Adelaida y las encontró a las dos mirándolo. Raquel con ojos analíticos y Adelaida con ojos llenos de desconfianza.

- Raquel... tú puerta está cerrada - Mateo señaló con su bastón hacia la puerta, cómo era de su costumbre. Al verla sintió un poco de alivio dentro de sí.

- Eres un genio Mateo. Te has dado cuenta - le respondió la dama de damas. Adelaida que se había puesto de muy buen humor prefirió quitarse de la ventana pues no pudo evitar que en su rostro se le dibujara una sonrisa burlona. Los muchachos también sonrieron.

- Mmmm déjame seguir usando mi genialidad... - Mateo no pareció afectarse por la risa de todos, ni por la mirada aparentemente dura de Raquel - tienes cara de estar... ¡atrapada!

- La verdad no. Solo estoy evitando que vuelvan a entrar indeseables a mi casa - Raquel no se dejó afectar por la actitud un poco sarcástica del hombre del bastón.

- Sí... - Mateo volteó, miró a todos los muchachos y regresando su mirada a Raquel le respondió: - Ya me doy cuenta.

Los tres jovenzuelos se movieron incómodos en sus bicicletas. ¿Quién era este y que se creía para tratarlos así y burlarse de Doña Raquel? Pensaron entre unos y otros.

- Yo puedo ayudar - Mateo caminó hasta la entrada del jardín mostrando su evidente intención de pasar.

- Ni te molestes en volverlo a decir - le dijo Raquel sin perder segundo. Él se detuvo y la miró desesperanzado, dejando caer los hombros.

- ¡Vamos Raquel! Yo puedo abrir esa puerta.

- Cómo todo buen ladrón - le espetó Raquel, al mismo tiempo que no estaba muy de acuerdo con lo que acababa de decir sobre él. A pesar de todo, Mateo había sido diferente. Un Bardolín, en fin de cuentas, pero diferente con ella.

- Oh... lo único que hubiera robado de esta casa era Betania - ni el mismo Mateo supo por qué había respondido de esa manera. Tal vez era por Adelaida, que sabía ahora que era la hija de su antigua enamorada. Quizá por la misma Raquel, sabiendo que entre poco, después de tantos años no la vería más, cuando la familia Bardolín se hiciera con todas la tierras aledañas y la sacaran de una vez por todas de ese lugar apartándolo del único nexo vivo que le quedaba, con su pasado feliz en ese pueblo.

- ¿Mamá? - Adelaida preguntó a su tía abuela, casi pegando un brinco - ¿Se refiere a mamá?

- Pero ya ves que no lo hice - respondió el hombre del bastón y tratando de salir del embrollo que se había metido el mismo, regresó su atención a la puerta -. Por eso no deberías preocuparte. Yo puedo ayudarte a abrir esa puerta.

- Nadie ha dicho que esté atorada - le respondió Raquel con una frialdad que la sentía hasta cierto punto fingida. Entre los dos había una especie de relación de odio y respeto que no terminaba de comprender. Igual le sucedía a él.

- Esta bien - dijo Mateo apoyando su bastón en el piso. Pudo darse cuenta cómo Adelaida intentaba asomarse con muchísimo cuidado por el borde de la ventana tratando de mirarlo y cómo era típico de su sobrada autoconfianza, se quitó el sombrero y le sonrió amistosamente .- ¡Señorita preciosa! ¿Cómo se encuentra?

Adelaida se volvió a esconder acto reflejo. Aquel hombre le generaba ahora curiosidad.

- Oh - Mateo lamentó que la muchacha se le escondiera, pero no perdió su actitud zalamera - Bueno... Raquel, por lo menos lo intenté. No se puede decir que Mateo Bardolín no ofreció su ayuda.

- Tampoco se puede decir que Raquel Lamuza la necesitara - le respondió la dama de damas. Sin embargo los muchachos se intrigaron todos. ¿Mateo Bardolín? ¡Un Bardolín estaba en el pueblo! Eso por lo regular no eran buenas noticias. Sí en un principio lo miraban con descontento, ahora lo hacían con verdadero desagrado. Mateo se sembró en las sienes de nuevo su sombrero, hizo una pequeña reverencia a Raquel y siguió su paso sin prisa vereda arriba, disfrutando su paseo por el pueblo.

- Doña Raquel. ¿Qué hace un Bardolín en el pueblo? - preguntó uno de los muchachos preocupado.

- Espero que perdiendo su tiempo, hijo - dijo Raquel sintiéndose tranquila mientras su amistoso enemigo se alejaba. Volteó a ver a la silenciosa Adelaida que la miraba, pero al mismo tiempo la traspasaba con la mirada. Parecía más bien estar en una profunda reflexión incómoda. La dama de damas miró a los tres jóvenes y se despidió de ellos, luego dedicó una mirada a su sobrina un par de segundos en silencio.

- Hija, ven te voy a contar algo - la tomó de la mano y se sentó junto a ella en la cama -. A Mateo lo conozco desde que era un niño. El llegó a jugar con Jazmín.

- ¿Con Jazmín? - la muchacha pecosa pareció salir de sus cavilaciones de un salto.

- Sí. Lo conozco de toda la vida. Cuando tu mamá se quedó aquí una temporada conmigo, ellos se conocieron y se enamoraron. Tu mamá le dio las tres cerezas. Eran dos jovencitos llenos de ilusiones, se inventaron un mundo que no existía para ellos dos.

- ¿Las tres cerezas? - preguntó Adelaida sintiéndose molesta, pensando en su buen papá, cómo si ese recuerdo fuese una traición para con él.

- Sí. Mateo le trajo la serenata y ella le entregó las tres cerezas - la expresión de Raquel se llenó de pena -. Pero cuando la familia de él se enteró no lo pudieron tolerar. No aceptaban que un Bardolín se enamorara de alguien que fuese de nuestra familia.

- ¿Por qué tía? ¿Por qué esa gente nos odia tanto?

- Me odian solo a mí, mi niña - Raquel dijo esas palabras dentro de una sonrisa para suavizar el contenido de las mismas, sin embargo se equivocaba. Había alguien que la odiaba a ambas.

- Pero ¿Por qué tía? - Adelaida sentía que era demasiada injusta la vida con su tía abuela. No había bastado que su esposo se fuera sin jamás regresar, que Jazmín la perdiera en los pozos, que estuviera sola tantos años, para que también hubiese una familia que la odiara.

- Porque sin querer les quité algo que era de ellos. Algo que nunca supieron valorar - la dama de damas miró hacia afuera, su rostro pareció llenarse de gratitud, cómo si no se arrepintiera que la odiaran. Tenía su conciencia en paz.

- ¿Qué le quitó tía? ¿Ese documento del que hablaba con el Sr. Gerónimo?

- No, eso vino después - Raquel sostuvo una de las pequeñas manos de su sobrina -. Lo que les robé fue el amor de Gran Papá.

- ¿Gran Papá? - Adelaida no hacía más que hundirse en un laberinto de dudas- ¿Quién es Gran Papá?

- El verdadero dueño de todo este hermoso pueblo, de los jardines de las tierras donde están los pozos y un poco más allá, de ambos lados de Bardolín - Raquel sonrió al recordar a ese anciano querido, que fue tan especial y tan caballero con ella.

- ¿Es un Bardolín también?

- Era... hace muchos años ya que murió. Era un anciano adorable.

- Y tía... no se moleste... ¿pero tuvo un romance con él? - Adelaida preguntó ruborizada por los atrevido de su pregunta.

- ¿De Gran Papá? - la dama de damas rió nuevamente llena de jocosidad - No, Luisa Adelaida, lo quise cómo a un padre y él me quiso cómo a una hija.

- Pero ¿por eso la iban a odiar tanto los Bardolín? ¿Solo porque se ganó el cariño de ese señor?

- Es un poco más complejo que eso - recordó Raquel. La anciana levantó la mirada una vez más hacia la ventana y se quedó en silencio unos segundos -. Santiago a tardado un poco.

- Será un milagro si lo veo aparecer - dijo Adelaida, entendiendo muy bien que su tía abuela no quería seguir hondeando sobre aquello. Recordó que le había pedido que no tirara de ella, que fuera con calma y ella poco a poco le abriría su corazón. Se puso de pie y se dispuso ir hasta la cocina en busca de algo para beber -. Tía voy a buscar algo para tomar ¿le apetece que le traiga para usted también?

- ¡Oh sí, hija, muy amable! Por favor - Raquel pareció encantada por el gesto de su sobrina.

Adelaida se encaminó hacia la cocina, al pasar al lado de la mesa redonda donde estaba sentada Jazmín, le tomó de una de las manos y se la movió en un gesto juguetón.

- Hola pecosita - le susurró. La muñeca siguió indiferente sonriéndose de nada. Se descorazonó un poco al ver que no quedaba jugo preparado en la jarra del desayuno pero observó que su tía aun tenía un par de naranjas y se aventuró a preparar una naranjada, aunque nunca lo había intentado -. Manos a la obra Jazmín, a ver cómo esto nos queda.

Raquel se había acercado pero Adelaida no lo notó. La anciana la miró con ternura. Se conmovió al ver cómo la muchacha había comenzado a tomar en cuenta a la muñeca, a darle valor, a tomarle cariño. Notó a su vez que era obvio que su sobrina nunca en la vida había preparado un jugo ni para ella misma, pero ahí estaba, batallando con las dos naranjas, mirándolas, estudiando la manera de picarlas a la mitad. La escuchó cómo murmuraba sola, diciéndose a sí misma cómo era que "había visto a tía Raquel hacerlo el otro día". La dejó a solas. No quiso molestarla y se regresó a esperar a Santiago en la habitación de Adelaida, sentada frente a la ventana. Se dijo que se bebería lo que le trajera la muchacha, quedara cómo le quedara.

- La intención es lo que cuenta - dijo en voz baja mientras entraba a la habitación. Se sentó en la silla mirando hacia afuera, hacia la vereda que había quedado de nuevo desierta. La puerta cerrada, pensó, después de tantos años la puerta está cerrada. De pronto le pareció mentira y para sorpresa de ella misma, no halló sentirse perturbada cómo horas antes. No estaba sola y eso era lo importante. Ya habría tiempo de mantenerla abierta de nuevo, cuando Adelaida regresara a la ciudad. Pero así cómo lo pensó, así de rápido espantó el pensamiento antes que la lastimara. Después se dedicaría a extrañarla, pero mientras la tuviera con ella, la disfrutaría al máximo.  

- Doña Raquel ya llegué - la dama de damas dio un respingo saliendo de su ensoñación. Santiago estaba frente a ella, pero del otro lado de la verja mirándola sosteniendo en sus manos una caja de madera, llena notoriamente de herramientas.

- Muchacho - se puso la mano sobre el pecho -. Casi me matas de un susto, no te vi llegar.

- Toñoño me ha dicho que su puerta no abre, que se ha quedado encerrada - Santiago hablaba con sumo respeto a Raquel, sin dejar de tener la mirada esquiva dejando en evidencia su timidez.

- Sí hijo - le sonrió la dama de damas, sabía que la forma que ese muchacho había conseguido para poder socializar, era a través de sus habilidades reparando cosas. Para él componer cosas dañadas, era lo mismo que para Galleta coleccionar mariposas -. Has llegado a salvarnos. La puerta es toda tuya.

- Con permiso - dijo Santiago mirando a la puerta cambiando su actitud de timidez a una de más seguridad. Entró en el jardín, sabiendo que no era un reto para él, que en un par de minutos ya habría abierto aquella cerradura testaruda que había convertido a la casa siempre abierta de Doña Raquel en una prisión. Al llegar hasta la puerta salió del campo de visión de Raquel, ella solo pudo escuchar lo que hacía. Escuchó cómo sonó la caja de herramientas suavemente contra el suelo, cómo estuvo en silencio unos segundos de seguro analizando la cerradura y luego el choque de unas herramientas con otras, mientras buscaba la más adecuada para iniciar el trabajo. Se sentó más tranquila en la silla, suspirando profundamente. Eso no sería problema para Santiago. Al sentirse relajada al tener al muchacho resolviendo el inconveniente de la puerta se dispuso a contarle a su sobrina que el "fantasma" ya había llegado, y a decirle que se acercara para presentárselo.

- Ya vengo Santiago - le aviso tratando de atinar a verlo, pero no insistió sabiendo que no era posible de donde estaba. Salió rumbo a la cocina y de lejos vio a Adelaida sentada en una silla con una terrible expresión de dolor, y dentro de un puño cerrado con fuerza sostenido el indice de la otra mano.

- ¡Ay Adelaida, hija que pasó! - sonó la voz de Raquel con potencia por la angustia que le produjo pensar que su sobrina se había destajado un dedo. Su voz se coló por la puerta y Santiago la escuchó alarmado. Algo había pasado. ¡A Adelaida,  a ese ángel hermoso le había pasado algo! Se concentró en la cerradura, cómo si no existiera nada más vital en el mundo que hacerla ceder. Podía sentir la voz de Raquel alarmada aun, sin poder entender lo que decía. Eso hizo que su corazón latiera con mucha fuerza y la frente le comenzó a transpirar. Vas a abrirte, pensaba atravesando con la mirada a la cerradura, vas a girar.

¡Cluck!

La cerradura giró sin mucho problema cómo si Santiago hubiera logrado intimidarla y abrió la puerta empujando de la manilla con rapidez. El sol volvió a iluminar gran parte de la casa, entró cómo si hubiera extrañado alumbrar el recinto de la dama de damas. Aquel resplandor hizo que Adelaida levantara sus ojos llorosos apartando su atención de sus manos, con las que Raquel batallaba para separar y poder ver la herida que se había hecho en una de ellas. Miró la silueta de aquel joven, parecía de la misma estatura de Fabián, algo más delgado pero de porte atlético, por lo menos su silueta no era la de un cerdo con ropa. Pero no le veía su rostro, en la penumbra en la que estaba no podía ver el rostro del misterioso Santiago. De igual manera sus lágrimas no la ayudaban y soltándose el dedo herido intentó enjugarse los ojos. Raquel aprovechó de mirar la herida de Adelaida llena de urgencia, pero cuando vio lo que era una no muy grande línea sangrante, volvió a respirar sonriendo.

- Que dramática eres hija mía - la pecosa bajó la mirada a ver a los ojos a su tía abuela -. Me mata a mi primero un infarto que a ti esa herida. Creí que te habías abierto el dedo de largo a largo.

Adelaida volvió a levantar la mirada hacia la puerta... y estaba desierta. Santiago se había ido. Se descorazonó más de lo que ya estaba por fracasar en su intento de hacer un simple jugo con dos naranjas. Se descorazonó por no poder haber visto el rostro de Santiago, y no supo por qué sintió vergüenza al pensar que desde la puerta él la haya visto llorando cómo a una tonta. Pero escuchó de pronto un ruido en la sala, algo hizo ruido y luego se quedó en silencio. Su corazón se aceleró, se disparó a latir con fuerza. Vio cómo alguien salía de la sala en dirección donde ellas estaban, se puso nerviosa sin poder evitarlo, su cuerpo se tensó y las manos le comenzaron a transpirar. Raquel se puso de pie y caminó hacia la cocina a buscar en un estante un frasco de alcohol y vendaje, que siempre tenía a la mano y Adelaida se sintió desprotegida, no había nadie entre Santiago y ella. ¿Por qué? pensaba ¿Por qué estoy tan nerviosa?

¡Y por fin lo vio!

Santiago tenía un rostro noble, su mirada era serena, protectora, amable. Pero sus ojos... no sabía cómo evadirlos, esos ojos... la forma en que la miraba a ella, cómo si se le metiera por las pupilas y la leyera por dentro... Se quedó inmóvil, en verdad parecía que había visto un fantasma aparecer, tenía la punta de los dedos heladas, aunque sentía, cómo era de esperarse, las orejas hirviendo de los sanguíneas que se le habían puesto.

Santiago por su parte, estaba peor que Adelaida. ¡Qué hermosa! pensaba. Al tenerla tan cerca, al llegar a él el suave perfume de ella, se sentió atado por esa muchacha que lo miraba a través de sus lágrimas. Al mirarla tan frágil cómo una flor, sintió el deseo de envolverla, de protegerla, de que en esos hermosos ojos oscuros ya no hubiera ni el más mínimo rastro de dolor. Pero todo ese heroísmo se le quedó por dentro, cómo era de costumbre. No dijo nada, aunque su cara hablaba por él. Se detuvo. Temía acercarse un paso más, no fuese Adelaida a escuchar cómo le sonaba el corazón en el pecho, cómo un loco con un timbal.

Qué no se acerque más, que es capaz que escuche cómo suena mi corazón, tan ruidosamente, casualmente pensó Adelaida.



Y así sin palabras se conocieron, aunque sus corazones se saludaron en voz alta.      
   


                                                                                                     Lee el capítulo 15



domingo, 3 de agosto de 2014

Capítulo 13

Raquel salió de la habitación y en un primer momento la oscuridad de su casa la confundió. Aquel silencio sin los sonidos externos, aquella ausencia del largo brazo del sol entrando por su puerta, la perturbaron. ¡La puerta estaba cerrada! Su alma se sacudió dentro de ella, estaba encerrada con su propia soledad, a la que tanto se negaba a aceptar. ¿Qué es el tiempo cuando se ama de verdad? Toda la vida esperaría. Toda la vida ella estaría atenta y mientras hubiera un hálito dentro de sí, no permitiría que nada se interpusiera, ni siquiera su puerta si el amor volvía a casa el día menos esperado. Adelaida que se esforzaba en hacer el desayuno, la vio desde la cocina, avanzar presurosa hacia su puerta. 

- Tía ¿cómo se siente? - le preguntó desde la distancia. 

- La puerta - Raquel se volteó hacia ella en el medio de la sala con el rostro endurecido. Señaló la entrada cerrada cuestionando con  la mirada a la muchacha pecosa por haber hecho aquello.

- La cerré tía, no fuera a volver aquel hombr...

- ¡No vuelvas a cerrar la puerta de mi casa! - le interrumpió la tía abuela con aspereza. Cómo si no le importara lo que le decía Adelaida.

- No me hable así - la muchacha se sintió dolida por el trato de Raquel, pero su voz sonó triste al contrario de otras veces.

La anciana aferró con fuerza su mano a la manilla de la puerta y jaló de ella y no pudo moverla. Eso pareció enfurecerla, aunque la verdad era angustia, como si su alma hubiera sufrido un ataque claustrofóbico. Volvió a jalar y la puerta no se movió y llena de ira la golpeó con la palma de su mano, retumbando aquel sonido por todo el lugar.

- Tía que le pasa - Adelaida dejó a mitad lo que hacía y comenzó a acercarse hacía la sala. ¿Por  qué la tía abuela había cambiado tanto con la sola llegada de aquel hombre altanero? ¿Por qué la tía abuela actuaba así por una simple puerta cerrada? ¿Qué historia llevaba en silencio la dama de damas que no le había confiado a ella? 

- ¿Por qué? - Raquel volvió a tirar de la manilla con fuerza, molesta - ¿Por qué cierras la puerta de mi casa? ¡No lo cierres nunca! ¡No tienes derecho! 

 - Lo hice por el bien de las dos - trató de acercarse a ella -. Si volvía de nuevo aquel hombre mientras usted dormía no se que hubiera hecho yo tía. 

- Mateo no va a volver - le dijo en voz alta sin voltear hacia ella tironeando de la puerta. 

- Pero tía... cómo sabe que...

- ¡No va a volver! - le alzó la voz aun más, esta vez mirándola a los ojos. Adelaida se quedó en silencio sintiendo dolor en su corazón, luego se encendió su soberbia. Una de sus corazas volvió a izarse ante ella, sintió decepción. 

- Usted me va a tratar mal cuando se le antoje - le dijo rompiendo el silencio -. Usted no va a ser diferente de mamá, usted no va a ser diferente de los demás. Usted me habla de amor un día y el otro me atropella. Usted no es distinta. 

La mujer de cabellos plateados se quedó inmóvil al escucharla de espalda a ella, sostenida de la manilla de su puerta. Sintió cómo un gran remordimiento se mezclaba con su marea de emociones, así cómo la espuma se revuelve en una ola. Soltó la puerta, se giró hacia los ojos humedecidos de su pecosa sobrina y no supo que hacer. No sabía que hacer con ella misma, no sabía que sentir, que pensar, sólo buscaba aferrarse a sus salvavidas de siempre. Sus artilugios donde lograba sostenerse a flote, con los cuales podía evadir lo que evitaba con toda su humanidad. ¿Pero cómo evadir a esa muchacha que le recordaba en cada día que pasaba, mucho más a Jazmín? ¿A esa muchacha a la que poco a poco iba metiendo más y más en su corazón? ¿Cómo era capaz de lastimarla, al mismo tiempo que quería sanarla? Sin embargo ¿acaso ella no sufría también? ¿acaso había alguien que pudiera comprender su pena? ¿acaso hubo alguien ahí para decirle que todo iba a estar bien? Por eso nunca cerró su puerta, porque estaba sola, porque el que se fue dijo "hasta luego" y nunca dijo "adiós". ¿Quién podía entender que por mucho que se estuviese acostumbrando a la presencia de Adelaida en su casa, nada podía sustituir en su corazón el espacio lleno, esos latidos antaños que la habían mantenido de pie todos esos años?

- Adelaida... - Raquel se alejó de la puerta y dio un paso hacia la muchacha.

- No quiero escuchar nada que tenga que decir - le espetó Adelaida soltándose el delantal -. ¿Ahora se va a justificar? ¿Ahora me va a pedir disculpas una vez más? ¿Y cuanto tiempo tendré que esperar para que me vuelva a tratar así? ¿Será Dios mío que este es el trato que merezco yo en la vida?

- Discúlpame Adelaida...

- No quiero sus disculpas, quiero su respeto - se dio la vuelta, tiró con molestia el delantal sobre la mesa del comedor y entró a su habitación haciendo tronar la puerta detrás de ella.

Raquel se quedó de pie donde estaba, desde donde podía mirar la puerta cerrada de la habitación de la fúrica muchacha. Se sorprendió a sí misma ante su propios sentimientos. Ese claustro cerrado le dolió más. Aquella culpa en su corazón desmoronó todos sus argumentos. Ella le abría la puerta a un fantasma que nunca venía, pero aquella segunda puerta cerrada la separaba de alguien real, de una sonrisa pueril en un rostro pintado con incontables pecas, del sonido relajante de esa risa. La separaba de esos ojos negros, pequeños y graciosos, pero tan penetrantes cómo un puñal cuando miraban al mundo cuando éste la atacaba. La distanciaba de ese corazón roto, ese que en el secreto del pequeño pecho de aquella damisela, latía el dolor de un amor desgarrado de par en par. ¿Qué había de la puerta de su casa para afuera más importante que eso? ¿Sólo ilusiones? ¿Sólo esperanzas que al no cumplirse se convirtieron en obsesiones solo para evadir la triste realidad? No, no había nada allá afuera. Sólo el mundo que se olvidó de Raquel Lamuza y que hoy solo la recordaba para venir a amenazarla, a terminar de destruir lo poco que quedaba de ella y de los restos de su amor. Comprendió las palabras de Adelaida, no las juzgó, simplemente las aceptó. El mundo no tiene derecho de tratarnos así, pensó, ni yo a ti mi niña, ni el mundo a mi. Dios cierra todas las puertas y aíslame del mundo, pero no permitas que se cierren puertas entre Adelaida y yo, rogó en su corazón. Miró la puerta principal ¿qué diferencia hacía tenerla abierta si lo que cerraba era su alma al presente, al ahora? Adelaida estaba más cónsona con la realidad, Mateo de seguro volvería... Guillermo no. Aunque la esperanza es lo último que se pierde, él no vendrá. Pensó.

Entró en su habitación y se sentó en su cama frente a la pintura de los dos amantes. Miró el rostro de Guillermo, con amor, de la única forma que sabía mirarlo. Lo extrañó cómo siempre, ni un poco más ni un poco menos. Con toda su alma. Se sonrió, aquel amigo pintor había perfilado la nariz de su amado, eliminando una pequeña protuberancia que en lo personal, ella sentía que le daba un toque más varonil al rostro amable de Guillermo. Se miró a sí misma. Aquella miradilla atrevida, pícara que tenía de muchacha.

- Pícara pero feliz ¿no Guillermo? - habló mirando los ojos de su amado, sobre el lienzo.

Observó sus manos atadas sobre su hombro, sostenidas eternas bajo la magia de hábiles pinceles. Levantó su envejecida mano y la miró.

- ¿Soy yo que no te suelto? o ¿eres tú que aun me sostienes? - le preguntó en un susurro.

- Sí eres tú que me sostienes, suéltame. Sí soy yo que te sostengo, yo... - se detuvo. La abrumó la idea de dejarlo ir. Sintió que si se desprendía de él moriría en un segundo.

- Te espero venir, pero a la vez no te dejo ir - bajó la mirada y la dejó caer hasta el suelo -. Tengo el corazón en una trampa ¿No?

De pronto escuchó abrirse la habitación de Adelaida, y retumbó por la casa el sonido de los tacones de las botas trenzadas de la muchacha cómo si una máquina intentara abrir hoyos dentro del lugar. Se puso de pie y en silencio llegó hasta el marco de la puerta de su habitación y desde ahí la miró sigilosa. Adelaida sostenía la manilla de la puerta y jalaba de ella, gruñía, gemía, bufaba. Tenía las orejas coloradas igual que el rostro, por la soberbia y por el pujante esfuerzo de abrir aquella entrada que ella tan fácilmente había cerrado. Le daba manotazos que parecían más caricias que otra cosa. Ya se había lastimado la mano con la robusta puerta de la casa de Lili, pero aun así trataba de darle su escarmiento a aquel postigo cerrado con pequeñas palmadas. Molesta tomó su sombrilla y la ahorcó con sus dos manos mientras gruñía una vez más. Volvió a sostenerse de la manilla pero está vez con sus dos manos y dio tres fuertes jalones hacía ella, con todo el peso de su cuerpo y la puerta no se abrió. Trastabilló y rebotó tres veces en el piso cayendo de trasero. El gran vestido que se había puesto amortiguó la caída y Raquel preocupada dio un paso hacia ella, pero en el segundo paso prefirió detenerse. Adelaida se quedó sentada mirando aquel gran trozo de madera que no la dejaba salir. Y furiosa e impotente se le salieron las lágrimas.

- ¡Soy una estúpida! - sollozó - Ahora estamos encerradas. Ni ese señor entra ni nosotras salimos.

Raquel la miró con amor. Una niña. Adelaida era una niña. La observó cómo se quedó sentada en el piso, con su delgada espalda recta, hermosa, siempre femenina. Le dio ternura ver cómo la pecosa miraba con enojo la entrada cerrada, cómo si quisiera derribarla con solo pestañear con fuerza. Vio cómo alzó su sombrilla y se la lanzó a la manilla.

- ¡Puerta estúpida! - le gruñó. Raquel sonrió. No había duda, era una niña aún.

- Mi niña ¿que haces ahí en el suelo? - intentó acercase amablemente a ella. Adelaida mantuvo el ceño fruncido sobre su pequeña pecosa nariz.

- Estamos atrapadas - se quejó en voz baja sin mirar a su tía abuela. Raquel se sentó cerca de ella en su sillón vinotinto. La miró unos segundos en silencio.

- Perdóname por tratarte cómo lo hice - insistió Raquel en su disculpa.

- No se preocupe - la muchacha seguía destrozando mentalmente con su mirada aquella puerta -. Dios me castigó por no aceptarle sus disculpas. Ahora no podemos salir por mi culpa.

- O porque yo le pedí que no te alejara de mi, molesta conmigo - La anciana miró su puerta en la suave penumbra en la que estaba. El Sol ya se había elevado un poco rumbo hacia el cenit, y entraba en todo su esplendor por el jardín central. Parecía un oasis de luz dentro de las sombras que lo envolvían todo. Adelaida volteó a mirarla, a su tía abuela. La miró alumbrada por todos aquellos reflejos que saltaban desde el jardín hacia el rostro de aquella mujer. La observó en silencio. Ya no había remedio. La quería. Podía molestarse con ella, pero no odiarla. Podía echar fuego por la boca discutiendo con ella, pero ya no querría lastimarla con sus palabras. Quizá por eso intentaba alejarse, para que sus defensas, las que le impuso el mundo, no se activaran en contra de su tía abuela. Ella sufre y no lo dice, pensó. Ella sufre.

- Tía yo llegué a revolverle su vida, a ser una intrusa en su casa - se suavizó poco a poco su voz en cada palabra -. Siempre ha tenido razón, soy una muñeca con la cabeza llena de aire.

- No repitas eso - Raquel sacudió su mano frente a ella cómo si tratara de disolver una pequeña nube de polvo invisible -. Eres hermosa cómo una muñeca. Adelaida, pero cómo a esas que se atesoran y se aman. Cómo a esas que no quieres que nadie las toque y las dañe. Pero más que una muñeca, eres cómo una niña, una muñeca con vida. Una muñeca que no está vacía por dentro, sino que solo aun no ha aprendido a vivir.

- Entonces usted también es una muñeca - la muchacha le devolvió las palabras con el mismo cariño que las recibió.

- Te lo dije el día cuando llegaste - le sonrió.

Adelaida la miró un segundo procesando todo aquello, cambiando por dentro sin darse cuenta. Y sonrió con ella. De pronto regresó un recuerdo a sus pensamientos, precisamente por recordar o por intentar comprender el significado que tendría ser una muñeca, desde el entendimiento de todas esas emociones y realidades que envolvían uno de los más grandes misterios de su tía abuela.

- Tía... temprano... cuando la llevé a su cuarto... vi una pintura muy hermosa donde está usted - Adelaida parecía ir con cuidado en cada palabra. No olvidaba aún la reacción de su tía a razón de su puerta cerrada -. Y vi la otra también...

 La dama de damas asintió desde su sillón, pero no dijo nada.

- ¿Esa nena que está en la pintura... es... Jazmín? - Raquel le volvió asentir, preparando su corazón para enfrentar de nuevo esos recuerdos que siempre herían a su alma.

- Mi hija - a la anciana le sonó la voz extraña. Triste, contenta, orgullosa, decepcionada, todo mezclado.

- ¿Y la muñeca...?

- Es una réplica de otra muñeca - el corazón de Raquel comenzó a latir con fuerza al traer a su mente ese recuerdo en particular.

- ¿Una replica? - pero que misterios tan grandes envuelven a ese pequeña de porcelana, pensó la muchacha de cabellos de cobre.

- La original la tenía mi hija - Raquel miró hacía el resplandeciente pasto del jardín evitando la escrutadora mirada de su sobrina. Se le humedecieron los ojos y continuó -. Se la llevó con ella al cielo.

El corazón de Adelaida se ensanchó de compasión; cómo una respuesta inevitable, de sus ojos se escurrieron sendas lágrimas. ¿Se la llevó con ella al cielo? Qué imagen tan triste. Se imaginó que la habrían sepultado junto a su muñeca.

- Tía... disculpe que la moleste con estás cosas...

- No mi niña, por el contrario pregunta. Tienes derecho de comprender a esta vieja. Tú confiaste en mi y me confesaste el motivo de tu tristeza. Creo que es justo que yo haga lo mismo - recordó las palabras de su querido Gerónimo -. Es hora de abrirte mi corazón. Solo te pido que tengas paciencia conmigo, que mi corazón está duramente cerrado, peor que esa puerta. No tires de mi, si me escuchas, yo desde adentro iré empujando dejándote entrar.

- Que bonitas palabras tía. No jalaré de usted. No vaya a caer sentada de nuevo en el suelo - sonrieron las dos, con asomo de lágrimas en sus ojos.

- Bueno... pregunta hija, que si no lo haces yo no lo diré - Adelaida asintió compasiva y dio rienda suelta a todas sus dudas.

- Tía... ¿cómo...? Me da cosa con usted...

- Pregunta - Raquel cerró los ojos.

- ¿Por qué Jazmín se fue al cielo? - no encontró una manera menos molesta de preguntar algo tan duro y tan difícil de responder. Raquel respiró profundo y entre sus pestañas cerradas, se escurrieron fugitivas lágrimas dolorosas.

- Luisa Adelaida, prométeme algo - la anciana mantuvo sus ojos cerrados.

- Dígame tía.

- Jamás vayas más allá de los jardines, nunca vayas donde están los pozos.

La joven se heló de abajo hasta arriba. Recordó la advertencia de Galleta. Tuvo una imagen tenebrosa en sus pensamientos. No era eso lo que su tía le quería decir. No así, no de esa forma tan horrorosa pasaron las cosas. Adelaida gateó hasta las rodillas de su tía y sostenida en ellas la miró con tanto amor, con tantísima compasión.

- Ay tía... - le sonó la voz trémula, llena de tristeza.

- ¿Me lo prometes hija? - Raquel abrió sus ojos y miró a los de ella entre sus lágrimas. La miró entre la bruma de su llanto, la miró de arriba hacia abajo, ese rostro pecoso, cómo miraba a Jazmín cuando ella se le guindaba de la falda del vestido. La miró hacía abajo cómo si Adelaida fuera su niña, su chiquilla, su amada hija.

- Se lo prometo tía - se le quebró la voz aun más al ver cómo la miraba su tía. Cómo si quisiera salvar a Jazmín a través de ella.

- Pregunta Adelaida - le instó la dama de damas entre sollozos.

- Es tan duro preguntarle tía todas las cosas que tengo en mi cabeza - Adelaida comenzaba a arrepentirse de haber removido esos recuerdos en el alma de su tía abuela. No se sentía capaz de saber consolar a Raquel, tenía miedo de romper una represa que no supiese luego reparar.

- Pregunta hija, esta puerta no estará abierta siempre - pareció rogarle. Desde una parte de su alma Raquel deseaba poder dejar salir ese dolor, poder enfrentarlo y junto a su sobrina podría llorarlo hasta secarse por dentro. Ya no estaba sola. No necesitaba de Adelaida más que sostuviese su mano y no la dejara sola con su dolor.

- Jazmín... tía... ¡Ay tía! ¿La encontraron?

Raquel cerró los ojos. Y guardó silencio. Oh doloroso silencio que lo grita todo. Llegó hasta a Adeliada como un puñal, ese silencio la traspasó, la lastimó dándole la respuesta. Se aferró con fuerza a las manos temblorosas y frías de su tía abuela. Quería trasmitirle, a través del mismo silencio paz y consuelo. Quería poder volver en el tiempo y tener la habilidad de cambiar el destino funesto de las cosas. Quería...¡No sabía que quería! Se sentía inútil ante el dolor de aquella gran mujer que había cargado con tan terrible peso sobre sus hombros, su gran y terrible cruz y que aun tenía la grandeza de  sonreír, la que aun tenía esperanza en que la vida podía ser luminosa.

- Tía... - Adelaida no pudo más y se recostó en las piernas de Raquel y lloró. Lloró tan desconsoladamente cómo sentía que no lo había hecho por nadie. Lloró por una niña que nunca conoció, una niña de la cual ella perecía una réplica. Cómo la muñeca de su tía abuela. Jazmín y su muñeca, cada una tenía su réplica. Y que ese día, a esa hora, estaban las dos en posesión de la dama de damas. Encerradas en aquella casa, cómo si fuera un mausoleo. Entendió la abrumadora necesidad de su tía de mantener la puerta abierta, para que la casa estuviese llena con la vida de afuera, que desde adentro se le hacía tan difícil de tener. Abierta para darle paso al calor del sol, a ese hogar al que le barría con luz, todos los tristes recuerdos debajo de las sombras en los rincones.

- Tía... hábleme algo bonito de Jazmín - le rogó después que pudo controlar sus lágrimas. Seguía recostada en las piernas de Raquel.

- Se perecía mucho a ti - le sonrió la llorosa anciana.

- Eso no tía... hábleme de cómo era ella... que cosas hacía... por favor - Adelaida quería desplazar tan terrible imagen que le había quedado en la mente. Quería recordar a Jazmín de otra manera. Raquel suspiró, aquello pareció aliviarla. Recordar a Jazmín, los momentos felices, era un aliciente para ella. Era su artilugio más amado para conseguir paz interna.

- Era una rebelde - sonrió mirando hacia el jardín cómo si la mirara jugando en él -. Una fierecilla, así cómo tú. Pero también era un ángel. Yo vivía persiguiéndola para sacarla del césped. Se descalzaba y danzaba por todo el jardín. Yo vivía con sus zapatos en las manos. También me tenía azotada a la mata de cayenas. No podía verla florecer porque al rato la veíamos sentada en la peinadora de su habitación, haciéndose peinados, poniéndose flores en su melena naranja.

- Pareciera que estuviera hablando de usted misma - dijo Adelaida entre una tierna sonrisa

- La muñeca se la regaló un amigo escultor de nosotros. La primera muñeca era muy parecida a Jazmín - continuó Raquel, sonriéndole con ternura como respuesta mientras hablaba -, y ella cuando la vio torció la cara. "Me da miedo" dijo. Pero luego se encariñó con ella, para arriba y para abajo inseparables. La comenzó a tratar cómo si estaba viva, hasta la culpaba cuando ella hacía una travesura. "No fui yo, fue ella" decía. Descalzaba a la muñeca también y la paraba en el centro del jardín y le bailaba alrededor. La peinaba igual a ella con las cayenas.

- Tía, he notado que la muñeca tiene cabello natural.

- Ajá, es de ella. Cuando el cabello le llegó cerca de la cintura se lo cortamos un poco más abajo de los hombros...

- ¿Cómo en la pintura? - preguntó Adelaida girando sus ojos hacia la habitación de Raquel deseando poder volverla a ver.

- Cómo en la pintura. Lo separamos en tres partes, una que se la dimos a Jonás, el escultor; otra que guardó su papá y otra que guardé yo - le respondió mirándola a los ojos curiosos. Adelaida sintió el deseo de pedirle que se lo mostrara, pero se contuvo. Si la tía abuela se ofrecía sería mejor, sino, respetaría tesoro tan sagrado -. Eso a ella le encantaba. Que tuviera su mismo color de cabello. Nadie en Bardolín tenía su color de cabello y nadie lo había tenido hasta que viniste tú. Ella se sentía especial. ¡Ah!... a diferencia tuya, odiaba las cerezas...

- Pero ¿por qué? - Adelaida se enderezó no entendiendo cómo a Jazmín no le gustaban las suculentas y ricas cerezas, un regalo de la naturaleza para el paladar.

- Nunca le gustaron. ¡Nunca! No sé por qué - Raquel abrió los ojos ampliamente, parecía animarse cada vez más, por poder hablar de su niña, de la que hace tantos años no hablaba -. Yo le decía "¿Cómo te vas a casar cuando crezcas, sino te gustan las cerezas?" Me respondía "Me escapo y me caso en un lugar muy lejano donde se coma mango"

- ¿Mango? - Aquello dio mucha gracia a Adelaida.

- Muy romántica mi niña - comentó sonreída la dama de damas.

- Bueno, el mango es rico también tía. Malos gustos no tenía mi prima - "mi prima", eso conmovió mucho a Raquel. Que Adelaida la nombrara con aquella familiaridad, que no la tratara cómo un simple bonito recuerdo de una vieja solitaria, sino cómo alguien que estaba viva, en su afecto, en su corazón; cómo la familia que eran aunque nunca podrían conocerse.

- Amaba el mango. Cuando el árbol de mango que está en la parte de atrás de la casa cargaba, todas las mañanas la veías recogiéndolos en una cesta, y peleaba con los pájaros cuando los veía picotearlos en lo alto.

- ¿En la parte de atrás de la casa, tía? ¿Por donde se llega? - Adelaida miró por el pasillo que daba al salón trasero sin adivinar cómo podría llegarse al otro lado de la morada de la tía abuela. Habría que darle la vuelta al pueblo seguramente. No veía otra manera.

- Ven, vamos. Ponte de pie - Raquel sostuvo las manos de la pecosa y la ayudó a incorporarse. Caminaron hasta el salón y la muchacha no veía más que lo de siempre. El salón que en vez de tener un ventanal, cómo a ella le hubiera encantado, tenía era unos pequeñas ventanas a lo alto por donde entraba la luz con mucha timidez. Las lámparas que la tía abuela encendía antes del oscurecer. Algunos gabinetes muy limpios, y pulidos que sabría Dios que cosas guardaban dentro. Incluso el biombo que estaba hacía la esquina, seguramente ocultando alguna mancha de humedad, que para eso era que Betania usaba un biombo, para esconder algún desperfecto que debía arreglarse en casa. Sin embargo hacia el biombo es que Raquel se dirigió sin espabilar y lo apartó. ¡Había una estrecha puerta escondida detrás! Mi tía y sus misterios, pensó, nunca se le acaban. Abrió la puerta girando una llave que al parecer estaba siempre en la cerradura, y desapareció por ella.

Al salir le encantó lo que vio. ¡Había un pequeño huerto! También hacia el costado derecho el robusto árbol de mango, que con sus fortachones brazos mecidos por la fresca brisa mañanera, parecía saludar a Adelaida, quizá confundiéndola con Jazmín. También habían rosales. ¡Cuatro rosales fantásticos! Y al final parecía haber otro salón, pero en un piso elevado al que se podía entrar subiendo por una oscura escalera techada. y llena de ventanas por los costados.

- ¡Que bonito! ¿Por qué nunca me habló de esto? ¡Un huerto! ¿Cuando lo atiende? ¿Cómo hace para mantenerlo tan bonito todo? - Adelaida estaba admirada del patio secreto de tía Raquel. Caminaba directo hacia los rosales, pero se detuvo un poco. Rercordó al rosal de los Villafranca, en aquella noche. Estos se parecían, o ella los hacía parecidos en sus pensamientos. Los evadió y se regresó al lado de la tía que curioseaba en el huerto.

- ¿Por qué nunca me habló de este lugar tan bonito, tía? ¿Tan de poca confianza parecía ser? - casi que susurró Adelaida cerca de su hombro.

- Mi niña - la miró con cariño -. ¿Recuerda usted a la dama Luisa Adelaida Castelán Buendía que le indignaba que este modesto pueblo no tuviese buzón, la que exigía que se le tratara cómo a una dama de sociedad, cómo a una dama de la ciudad? ¿La que arrugaba la frente ante aquella anciana descalza en su jardín, la que no debía llenarse de mugre?

La muchacha pecosa bajó la mirada. No le gustaba cómo la estaba describiendo, pero sabía que no le mentía. Esa era ella cuando llegó a Los Jardines de Bardolín. Esa prepotente señorita de la ciudad. "Señorita" ni eso era realmente. Pero ahora no se sentía así, tenía la certeza de que volvía poco a poco a ser la misma de antes. La Adelaida de las cosas sencillas, la que se hacía preguntas tan inocentes, cómo cuando le intrigaba de donde venía el rocío de la mañana, dejando sus perlas cristalinas en los jardines de mamá. O que cosa era realmente el arco-iris. O caminar por la ciudad en busca de algún mercadillo que tuviese cerezas, y al encontrarlas, elegirlas cómo un joyero observa un diamante para determinar su valor. Volvía a ser la que le gustaba escuchar a las aves cantar, y preguntarse si esos trinos significaban algo. Joshep se reía de todo eso. Se reía de su mundo, le decía que había cosas más grandes por las que aspirar. ¿Qué podía importar de donde venía el rocío? Ella debía gastar su tiempo en mejores cosas, en mejores andares. Debía dedicarse a las cosas realmente importantes de la vida. Lo más importante de la vida se había vuelto él. Aprendió todo lo que tuviese que ver con Joshep Villafranca Andueza. Nadie sabía de él más que ella... eso era lo que había creído. Recordó cómo uno de los muchachos salidos del rosal de los Villafranca la llamó sangre de cabaretera, y Joshep no dijo nada. Cómo si lo creyera. Ella podía haberse equivocado. ¿Pero sangre de cabaretera? ¿Qué clase de hombre había estado amando? Ya no lo sabía. Y quería dejarse de preguntar sobre él. Quería odiarlo cómo en el momento que hizo pedazos la foto que tenía de Joshep, aunque después había llorado por haberla roto. Pero sabía que en parte se engañaba, en el fondo de su alma sentía que lo seguía amando. Ella era la que había fallado. Yo no me comporté cómo una dama, seguía juzgándose. Pero mientras tanto seguiría culpando a todos, incluso a ella misma, de su dolor. Para Joshep siempre había una justificación para ponerlo a salvo de su rabia e impotencia ante las injusticias que tuvo que sobrellevar, endureciéndola, vistiendo su alma con corazas.

- Estaba asustada tía. Me protegía de la gente, me hicieron mucho daño. En la ciudad mis amigas me dejaron de hablar. Se corrió la voz sobre mi. La muchacha del chalet, me llamaban. Los muchachos me acosaban. Papá tuvo que sacarnos de ahí al otro lado de la ciudad donde nadie nos conocía. Era la vergüenza del lugar... - se le enmudeció la voz.

- Eres lo más hermoso que ha llegado a Bardolín en años Adelaida - le dijo su tía abuela con mucho amor -. No te arrepientas nunca del amor que diste. No es culpa tuya que los demás no estaban en capacidad de recibirlo.

- Pero uno también puede equivocarse dando amor tía - miró hacia el huerto observando las hierbas y hortalizas que lucían su gama de verdes, cómo un cofre lleno de esmeraldas y jades.

- Sí, pero el amor en sí mismo nunca es una equivocación. El error fue haberlo cedido a la persona incorrecta.

Adelaida guardó silencio. No podía responderse a sí misma la pregunta que eso le generaba. ¿Quién es la persona correcta para amar? Después de sostener esa duda en su corazón sin conseguir ningún consuelo se la entregó a la sabiduría de la dama de damas:

- Tía... ¿Quién es la persona correcta para amar?

- Tú misma - Raquel le tocó la barbilla con cariño -. El amor comienza primero en ti.

- Yo me amo tía - respondió Adelaida segura de lo que decía. Raquel solo le sonrió.

- Bueno, entonces es momento de consentirse un poco. Empecemos por la mirada - y le señaló con picardía hacia el centro del huerto. Los ojos de Adelaida cuando atinaron en la dirección que le señalaba su tía abuela, parecieron hacerse más grandes. Se le llenaron de estrellas.

- ¡Oh Madre Santa! - una sonrisa se dibujo de extremo a extremo en su cara - ¡Cerezas!

- Ya brotan las primeras flores del año - la anciana la invitó a acercarse a los cerezos con un gesto de su mano. La muchacha pecosa sin perder segundo se encaminó hacia el paso que separaba al huerto en dos, rumbo al arbusto donde lucían los hermosos pétalos blancos cómo si la recibieran cómo un enamorado espera a su amada con un ramo de flores entre las manos. Con el ruedo de su gran falda comenzó a atropellar a las pequeñas plantas que crecían de lado y lado y Raquel casi le de un infarto.

- ¡Luisa Adelaida! ¡Mis lechugas! - le suplicó poniéndose las manos en la cabeza. La muchacha se detuvo en seco y recogió su falta acto reflejo. Se quedó mirando a su tía abuela con cara de cordero. La dama de damas meneó la cabeza. Esta chiquilla cómo que es con las cerezas, cómo Santiago con la bicicleta, pensó divertida. La aupó con la mano que terminara de llegar, que no se angustiara. La ansiosa pecosa sin soltar su gran falda avanzó con más cuidado hasta que pudo soltar las telas y quedar de frente al delgado arbusto. Adelaida parecía un colibrí que iba de una flor a otra. ¡Habían tres arbustos sembrados uno detrás de otro! Eso serían muchas cerezas para ella sola.

- ¿Cuando cargan? ¿Cuando echarán fruto? - Se inclinó la pecosa golosa, para poder ver el rostro de su tía, entre el follaje de los cerezos.

- En mayo - respondió Raquel.

- ¡En mayo! Apenas estamos en marzo tía. Que desconsuelo me ha dado. Quizá mamá me haya venido a buscar para entonces.

La dama de damas fue tomada por sorpresa por esas últimas palabras. Era cierto. Adelaida no era de Bardolín. Su vida no pertenecía ahí. Su corazón se le agitó un poco, miró en su mente a la muchacha de cabellos rojizos, sostenido en varios moños muy bien peinados. Miró esas pecas que tanto le gustaban, cómo las de Jazmín, cómo chispas por todo su rostro. Su talle delgado y fino, una mujer aniñada, que quien no la conociera pensaría que era una niña precoz. ¿Podría soportar no verla más? ¿se le iría tan pronto cómo se le fue Jazmín? ¿llegaría el día que las extrañaría a ambas? A Adelaida, le pereció extraño el repentino silencio que la envolvió. Desde atrás de los cerezos no podía ver a su tía abuela y se inclinó de nuevo a ver si seguía ahí. Y entonces la miró. Vio a esa anciana amada, alta como un tótem, en silencio mirando en dirección al gran árbol de mango. Sintió tristeza por ella. ¿Que sería de la tía abuela cuando ella tuviese que regresar a la ciudad? Le tenía miedo a la ciudad. Ya no le gustaba. Más amaba ese lejano pueblo con sus veredas y jardines, con sus historias de amor llenas de cerezas. Donde tenía una hermana que era tan dulce cómo una galleta. Donde tenía un amigo, Fabían, un hombre respetuoso de su dama. Donde vivía un misterioso chico llamado Santiago, que todos lo veían, menos ella. Donde vivía la mejor de todas las tías abuelas que podía existir en cualquier lugar del mundo. Y era su tía abuela y ella su sobrina. En donde existía esa casa donde estaba, llena de misterios, donde su tía y ella podían ser dos muñecas, sin que nadie las juzgara por ello. Donde había existido una niña de la que ella era una réplica viviente. Donde existían unos jardines que los describían cómo un lugar salido de un sueño. Unos jardines que tenía que conocer, en especial para enviar desde lo más cerca posible, una oración a Jazmín la que dormía en el secreto de aquel lugar. No, no quería irse. No quería alejarse de todo eso, no quería dejar sola a Raquel. Comenzó a caminar hacia su tía, con prisa cómo si tuviera miedo que se evaporara ante sus ojos, apuró el paso. No quería irse de su lado. La anciana la sintió acercarse y volteó a mirarla y para su sorpresa la muchacha se la lanzó al pecho y la envolvió con fuerza entre sus brazos.

- Ojalá la puerta nunca pueda abrirse - Adelaida se le acurrucó en el pecho que parecía que quería metérsele completa en el corazón - No me quiero ir de aquí. Me quiero quedar con usted.

Raquel la envolvió en sus brazos. Sonrió. Cómo deseaba que eso pudiera ser. Pero esa puerta tenía que abrirse para Adelaida, el mundo la esperaba. Ella no podía ser tan vanidosa en pretender que podía quedarse con su sobrina, cómo si en verdad de una muñeca se tratara. ¿Acaso no vivía extrañando a todas las personas que había logrado amar en su vida? Tendría que extrañarla a ella también.

- La quiero mucho, tía.




Pero que difícil sería.





                                                                                                   Lee Aquí el capítulo 14