Santiago la miraba, mientras ella se mantenía en silencio, con sus ojos sobre su mano herida más cómo una excusa para evadir la presencia de él que por verdadera preocupación por su dedo lastimado. Se sentía tímida, nerviosa, incapaz de regresar la mirada al rostro de ese joven de rasgos amables. El silencio de él la ponía más nerviosa aún, parado cerca de ella, sin decir palabra, observándola cómo si de verdad de un fantasma se tratara. Raquel seguía hurgando entre sus cosas buscando una venda que de pronto había olvidado donde la había colocado. Se giró para dejar el frasco de alcohol y el algodón sobre la mesa al lado de Adelaida y se encontró con un silente Santiago que alzó la vista para ponerla al tanto sobre su puerta.
- Doña Raquel, la cerradura solo necesita un poquito de mantenimiento. Voy a ir a hacerle un poco de limpieza al mecanismo - dijo el muchacho. La voz de Santiago le sonó tan agradable a la pecosa, que se ruborizó sin poder evitarlo, cómo si la hubieran descubierto en ese sentimiento tan secreto que se movió dentro de ella. La dama de damas con sólo verlo adentro, se le iluminó el rostro. Ella lo sabía, para Santiago aquella puerta abriría complaciéndole sin problema. Antes que él se alejara, ella le extendió los brazos pidiendo que sostuviera el algodón y el alcohol que terminaron depositados en las manos de un atónito Santiago, en vez de sobre la mesa, al lado de la muchacha que parecía ni respirar de lo quieta que estaba.
- Muchísimas gracias por abrir mi puerta. Sabía que lo resolverías sin ninguna dificultad - le sonrió con profunda gratitud y admiración -. Ahora ayúdame a reparar a esta muchachita que perece que no soló se cortó un dedo sino también la lengua.
Adelaida ni siquiera levantó la mirada, dejó sus ojos oscuros clavados en su dedo, cómo si aquel comentario no tenía que ver con ella. Pero aun así pareció achicarse aun más en la silla donde estaba. ¿Santiago ayudaría a su tía abuela a curar su herida? Eso significaba que se acercaría todavía más, lo que la ponía inquieta en sus pensamientos. Santiago pasó frente a ella rumbo a la cocina. Su corazón latió con fuerza. ¡Adelaida que te pasa! se regañó para sus adentros, ¿por qué me siento así?
- Doña Raquel, la cerradura solo necesita un poquito de mantenimiento. Voy a ir a hacerle un poco de limpieza al mecanismo - dijo el muchacho. La voz de Santiago le sonó tan agradable a la pecosa, que se ruborizó sin poder evitarlo, cómo si la hubieran descubierto en ese sentimiento tan secreto que se movió dentro de ella. La dama de damas con sólo verlo adentro, se le iluminó el rostro. Ella lo sabía, para Santiago aquella puerta abriría complaciéndole sin problema. Antes que él se alejara, ella le extendió los brazos pidiendo que sostuviera el algodón y el alcohol que terminaron depositados en las manos de un atónito Santiago, en vez de sobre la mesa, al lado de la muchacha que parecía ni respirar de lo quieta que estaba.
- Muchísimas gracias por abrir mi puerta. Sabía que lo resolverías sin ninguna dificultad - le sonrió con profunda gratitud y admiración -. Ahora ayúdame a reparar a esta muchachita que perece que no soló se cortó un dedo sino también la lengua.
Adelaida ni siquiera levantó la mirada, dejó sus ojos oscuros clavados en su dedo, cómo si aquel comentario no tenía que ver con ella. Pero aun así pareció achicarse aun más en la silla donde estaba. ¿Santiago ayudaría a su tía abuela a curar su herida? Eso significaba que se acercaría todavía más, lo que la ponía inquieta en sus pensamientos. Santiago pasó frente a ella rumbo a la cocina. Su corazón latió con fuerza. ¡Adelaida que te pasa! se regañó para sus adentros, ¿por qué me siento así?
- Luisa Adelaida - la anciana la llamó reprochándole, al ver tan esquiva a su sobrina. La muchacha pecosa alzó los ojos hacía ella y la miró - Aquí está Santiago frente a ti. ¿No lo vas a saludar?
Santiago se puso tenso mientras regresaba al lado de las dos damas después de lavarse las manos en un cuenco de madera con agua limpia que había en uno de los gabinetes de la cocina. Pareció cómo si hubiera querido dejar caer lo que tenía en las manos y salir huyendo en dirección a la vereda. Adelaida lo miró, él la miró con sus ojos nerviosos y evasivos. Y los dos, sin más, se hicieron el uno al otro una pequeña y muda reverencia con la cabeza y tan pronto como eso terminó se apartaron las miradas. Raquel se les quedó mirando a los dos sorprendida.
- Díganse algo. ¡Por lo menos "hola"! - dijo la dama de damas meneando la cabeza mientras regresaba a buscar la venda, que parecía haber recordado el lugar donde la había dejado la última vez.
- Hola - murmuró la pecosa sin verlo. El muchacho no dijo nada, la timidez lo terminó de vencer. Adelaida no le agradó mucho que Santiago no le respondiera. ¿Me ha dejado con el saludo en la boca? se indignó por dentro. Volteó a mirarlo soberbia, solo para encontrarse de nuevo con esa mirada que parecía que intentaba aprenderla a ella, toda de memoria. Y vencida por esos ojos dulces, volvió a esquivarlos, molesta, confusa, nerviosa.
- ¡Aquí está! - Raquel caminó hacia la pecosa silenciosa, meneando en el aire la venda, tan blanca cómo el jirón de tela del manto de un ángel. Arrimó una silla frente a la de Adelaida y se sentó frente a ella tomando su mano, observando tanto su dedo, cómo la cara de tragedia de la joven -. Hija por favor... cambia esa cara. No es gran cosa lo que tienes en el dedo. Ya no te debe ni doler.
- Díganse algo. ¡Por lo menos "hola"! - dijo la dama de damas meneando la cabeza mientras regresaba a buscar la venda, que parecía haber recordado el lugar donde la había dejado la última vez.
- Hola - murmuró la pecosa sin verlo. El muchacho no dijo nada, la timidez lo terminó de vencer. Adelaida no le agradó mucho que Santiago no le respondiera. ¿Me ha dejado con el saludo en la boca? se indignó por dentro. Volteó a mirarlo soberbia, solo para encontrarse de nuevo con esa mirada que parecía que intentaba aprenderla a ella, toda de memoria. Y vencida por esos ojos dulces, volvió a esquivarlos, molesta, confusa, nerviosa.
- ¡Aquí está! - Raquel caminó hacia la pecosa silenciosa, meneando en el aire la venda, tan blanca cómo el jirón de tela del manto de un ángel. Arrimó una silla frente a la de Adelaida y se sentó frente a ella tomando su mano, observando tanto su dedo, cómo la cara de tragedia de la joven -. Hija por favor... cambia esa cara. No es gran cosa lo que tienes en el dedo. Ya no te debe ni doler.
- ¡Auuu! - chilló Adelaida cuando Raquel le movió el dedo y notó la herida, que aunque no era grave, si era bastante profunda. Apresuró a Santiago con un gesto de su mano para que se acercara con el algodón y el alcohol y este cómo si lo hubieran despabilado de un sueño, reaccionó y se acercó con rapidez a la anciana.
- Por favor dame un trozo de algodón mojado en alcohol - le pidió Raquel. La dama de damas no quitaba los ojos de la herida de Adelaida que al moverle el dedo comenzó a sangrar notoriamente. Santiago sin ninguna dificultad, cómo si hubiese hecho aquello un sin fin de veces, con prontitud alistó el algodón embebido y se lo ofreció a Doña Raquel, pero esta no lo agarró.
- Por favor, límpiale la herida mientras preparo la venda - le indicó la dama de damas, mientras se inclinaba un poco para alcanzar una gaveta cercana para sacar una pequeña tijera. En el primer momento Santiago ni se movió, ¿limpiar yo?, titubeó pensando que le tocaría la peor parte de aquello al tener que pasar el alcohol por la herida de la joven de cabellos de fuego. Sin embargo al ver el dedo sangrante de Adelaida se dejó de cavilaciones y tomó su mano.
Una pequeña paloma blanca parecía, sobre la palma de él. Delicada cómo una nube, reposada sobre la cima de una montaña de piedra. Le pareció un poema la mano de Adelaida. Pequeña dentro de la suya; suave, que le daba la impresión que si cerraba la mano la partiría como un cristal. Ella, por su parte se ruborizó tanto, que sus mejillas parecían haber sido enrojecidas por el sol. Se sintió protegida, la forma en que Santiago sostuvo su mano era la misma manera en que se sostienen esas cosas que se aman, que se atesoran, que son valiosas sin medida alguna. Se sintió consentida, aunque el ardor del alcohol la hizo dar un rebote sentada en la silla cuando Santiago, con todo el cuidado posible, limpiaba su dedo lacerado. Él no la curaba con el algodón, la acariciaba. Esa mano delicada y hermosa, cómo una rosa blanca, era lo más hermoso que alguna vez jamás había podido sostener. Adelaida dio otro salto en la silla. Santiago la miró compasivo, ella le sonrió. Se sentía agradecida del sumo cuidado con la que él evitaba lastimarla, aunque no era posible evitarlo. La sonrisa de Adelaida lo llenó por dentro de valía. Un sol le brilló en el alma. Su corazón tarareó contento fuertes latidos. Ojalá pudiera sentir el dolor yo y no ella, pensó. Raquel se acercó con la venda lista lo cual Santiago no le quedó más remedio que hacerse a un lado, lamentando que hubiese durado tan poco ese espacio de tiempo en que pudo sostener la mano preciosa y frágil de Adelaida. Por su parte, la joven pecosa, aunque su tía con tanto amor la vendaba con delicadeza, pudo sentir la gran diferencia entre una atención y la otra. Se sorprendió a si misma extrañando la mano de aquel joven extraño. No pudo evitar buscar en su mente, solo una vez en la que Joshep la hubiese sostenido así. No halló tal recuerdo. Se miró a ella misma sostenida de él, pero no sostenida por él. Pero alejó esas ideas de su mente, no quería que sus emociones la confundieran, su dolor, su gran amor interrumpido. Estoy muy emocional estos días, trató de justificar lo que sentía, es solo eso, solo estoy muy sensible. Pero por más que se excusara, no dejaba de repetir en su mente la sensación de su mano acunada por la del muchacho fantasma, la disfrutaba.
- Listo - Raquel se puso de pie, regresando su silla a su lugar en torno a su amada mesa redonda. Y mirando la cocina trató de entender que le había sucedido a su sobrina. Miró una naranja cortada en dos partes, donde un lado lucía más angosto que el otro notoriamente, lo que sacó una sonrisa compasiva a la dama de damas, y la segunda naranja estaba arrinconada, cómo si hubiera quedado atrapada al intentar escapar de Adelaida, a la que apenas había podido hacer una pequeña estocada antes de alcanzarse el dedo con el filo del cuchillo. La pecosa miró con vergüenza a su tía abuela, se sentía tan apenada por quedar en evidencia que no sabía cortar ni una naranja.
- Por favor dame un trozo de algodón mojado en alcohol - le pidió Raquel. La dama de damas no quitaba los ojos de la herida de Adelaida que al moverle el dedo comenzó a sangrar notoriamente. Santiago sin ninguna dificultad, cómo si hubiese hecho aquello un sin fin de veces, con prontitud alistó el algodón embebido y se lo ofreció a Doña Raquel, pero esta no lo agarró.
- Por favor, límpiale la herida mientras preparo la venda - le indicó la dama de damas, mientras se inclinaba un poco para alcanzar una gaveta cercana para sacar una pequeña tijera. En el primer momento Santiago ni se movió, ¿limpiar yo?, titubeó pensando que le tocaría la peor parte de aquello al tener que pasar el alcohol por la herida de la joven de cabellos de fuego. Sin embargo al ver el dedo sangrante de Adelaida se dejó de cavilaciones y tomó su mano.
Una pequeña paloma blanca parecía, sobre la palma de él. Delicada cómo una nube, reposada sobre la cima de una montaña de piedra. Le pareció un poema la mano de Adelaida. Pequeña dentro de la suya; suave, que le daba la impresión que si cerraba la mano la partiría como un cristal. Ella, por su parte se ruborizó tanto, que sus mejillas parecían haber sido enrojecidas por el sol. Se sintió protegida, la forma en que Santiago sostuvo su mano era la misma manera en que se sostienen esas cosas que se aman, que se atesoran, que son valiosas sin medida alguna. Se sintió consentida, aunque el ardor del alcohol la hizo dar un rebote sentada en la silla cuando Santiago, con todo el cuidado posible, limpiaba su dedo lacerado. Él no la curaba con el algodón, la acariciaba. Esa mano delicada y hermosa, cómo una rosa blanca, era lo más hermoso que alguna vez jamás había podido sostener. Adelaida dio otro salto en la silla. Santiago la miró compasivo, ella le sonrió. Se sentía agradecida del sumo cuidado con la que él evitaba lastimarla, aunque no era posible evitarlo. La sonrisa de Adelaida lo llenó por dentro de valía. Un sol le brilló en el alma. Su corazón tarareó contento fuertes latidos. Ojalá pudiera sentir el dolor yo y no ella, pensó. Raquel se acercó con la venda lista lo cual Santiago no le quedó más remedio que hacerse a un lado, lamentando que hubiese durado tan poco ese espacio de tiempo en que pudo sostener la mano preciosa y frágil de Adelaida. Por su parte, la joven pecosa, aunque su tía con tanto amor la vendaba con delicadeza, pudo sentir la gran diferencia entre una atención y la otra. Se sorprendió a si misma extrañando la mano de aquel joven extraño. No pudo evitar buscar en su mente, solo una vez en la que Joshep la hubiese sostenido así. No halló tal recuerdo. Se miró a ella misma sostenida de él, pero no sostenida por él. Pero alejó esas ideas de su mente, no quería que sus emociones la confundieran, su dolor, su gran amor interrumpido. Estoy muy emocional estos días, trató de justificar lo que sentía, es solo eso, solo estoy muy sensible. Pero por más que se excusara, no dejaba de repetir en su mente la sensación de su mano acunada por la del muchacho fantasma, la disfrutaba.
- Listo - Raquel se puso de pie, regresando su silla a su lugar en torno a su amada mesa redonda. Y mirando la cocina trató de entender que le había sucedido a su sobrina. Miró una naranja cortada en dos partes, donde un lado lucía más angosto que el otro notoriamente, lo que sacó una sonrisa compasiva a la dama de damas, y la segunda naranja estaba arrinconada, cómo si hubiera quedado atrapada al intentar escapar de Adelaida, a la que apenas había podido hacer una pequeña estocada antes de alcanzarse el dedo con el filo del cuchillo. La pecosa miró con vergüenza a su tía abuela, se sentía tan apenada por quedar en evidencia que no sabía cortar ni una naranja.
- Soy una inútil tía - murmuró la joven de cabellos cobrizos desmoralizada.
- Todos nos lastimamos alguna vez - dijo Santiago, mirándola al mismo tiempo que evitaba mirarla mientras le hablaba, dejando a Raquel con las palabras en la boca; no pudo evitar levantar las cejas interrogativa, tomada por sorpresa por esa repentina iniciativa del muchacho. Santiago no hallaba donde mirar cuando Adelaida puso sus pequeños negros ojos en él con tanta atención, pero no quería que ella se sintiera mal por un simple accidente, así que pujó valor y continuó -. Muchas veces... yo, muchas veces me he herido haciendo cosas más tontas que picar una fruta.
¿Cosas más tontas que picar una fruta? ¿Qué significa eso? pensó Adelaida ¿Soy tan tonta que no puedo hacer una cosa tan tonta cómo picar una fruta? La muchacha pelirroja aun tenía mucho que sanar sobre sí misma. Su inseguridad hablaba por ella en sus pensamientos. Olvidaba que ella misma se había tratado de "inútil". Metió el ceño una vez más. Santiago ante la expresión de Adelaida se enmudeció. Pensó que no había debido opinar, la preciosa pecosa se dirigía era a Doña Raquel, no a él.
- Muy cierto Santiago - la anciana se acercó al muchacho, aún curiosa de su pequeño respingo de valor -. Un accidente es un accidente.
- Picar unas naranjas no es algo tan tonto - dijo Adelaida en baja voz, sintiéndose un poquito molesta. Raquel sonrió graciosamente. Su sobrina se lo estaba tomando demasiado a pecho.
- También tienes razón - dijo la dama de damas sonreída hermosamente, tomando la naranja y dejándola en dos mitades con una facilidad que hizo sentir pequeña, muy pequeña a Adelaida -. Todo tiene su arte, todo tiene su secreto. Y el secreto de picar una naranja, es cómo con el corazón.
Santiago se sonrojó al escuchar aquello. Sintió cómo si esas palabras intentaran delatar de alguna manera lo que acontecía en su pecho. Sin embargo Raquel no se refería a nadie en concreto.
- Muchas veces nos herimos nosotros mismos, hasta el día que dejamos de lastimarnos, porque aprendemos una manera segura de hacer las cosas. Y en ese momento ya no nos preocupamos cómo picar a la naranja, sino más bien a disfrutar de sus bondades - La dama de damas apretó entre sus dedos una de las mitades de la naranja y la fruta dejó salir su abundante jugo dentro del vaso de vidrio en el que Adelaida había aspirado llevarle la bebida -. No te sientas mal, mi niña. Aprecio tu esfuerzo y sé que lo hacías con todo tu cariño.
Esas palabras suavizaron la pena que sentía la muchacha y agradecida le sonrió a su tía abuela con ternura. Las dos se miraron risueñas. Luego Raquel se abocó a terminar de sacarle provecho a las dos naranjas, sin dejar de divertirse en secreto por la naranja de la pecosa, picada de forma tan dispareja. Adelaida se dedicó a mirar su vendaje; su dedo parecía una pequeña momia envuelta desde arriba hasta abajo. Intentó moverlo pero la venda se lo impidió y al sentir una leve molestia desistió de volverlo a intentar. Santiago, a cambio, había quedado alelado de nuevo perdido entre las pecas del rostro de Adelaida, miraba cómo estás eran más abundantes en esos lugares donde el sol daba directamente sobre su piel. Le parecieron constelaciones, cómo pequeñas estrellas de fuego desordenadas sobre un poema viviente. Siguió con sus ojos todo el recorrido que hacía el cabello rojizo de su musa, que caía sobre su hombro derecho haciéndole recordar una pintura que había visto en un libro de Doña Raquel. De una hermosa mujer de largos cabellos, de pie sobre una concha de mar, la que la dama de damas le había explicado en aquella ocasión, que era una diosa de la belleza y del amor. No recordaba su nombre, pero podría rebautizarla, llamarla Adelaida. Su diosa de la belleza y del... ¿amor?... Recordó que precisamente el amor era una cosa que no parecía haber sido hecha para él. Ella de seguro le daría el vaso de licor si se le ocurriese traerle una serenata. Era demasiado esperar incluso, que ella le diera dos cerezas, cómo todas lo "premiaban" por sus afectos. Se sinceró con el mismo, pecaba de iluso al dejar que su corazón se enterneciera, se llenara de Adelaida. Está fuera de mi alcance, pensó, yo soy de este pueblo y ella es de la ciudad. Se convenció que quizá eso jugaba a su favor, la hermosa pecosa se iría algún día y por eso él no le llevaría nunca una serenata, porque ella no pertenecía a Los Jardines de Bardolín. Se dio la vuelta sin hacer ruido y se dispuso a limpiar el sistema interno de la cerradura de la puerta principal. Para eso era que él era bueno, para reparar cosas.
Lo que no sabía Santiago, es que Adelaida tenía el corazón roto.
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